Serie: Nowtilus Saber
Colección: Historia Incógnita
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Título de la obra: Los 7 Borgia
Autor: © Ana Martos Rubio
Editor: Santos Rodríguez
Responsable editorial: Teresa Escarpenter
Coordinador editorial: José Luis Torres Vitolas
Diseño de cubiertas: Carlos Peydró
Diseño y realización de interiores: David Borreguero
Edición digital: Grammata.es
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Editado por Ediciones Nowtilus, S.L.
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Copyright de la presente edición:
© 2006 Ediciones Nowtilus, S.L.
Doña Juana I de Castilla, 44, 3º C, 28027-Madrid
ISBN 13: 978-84-9763-314-7
Libro electrónico: primera edición
Entre los numerosos ejemplos de testarudez que el reino de Aragón ha ofrecido a la historia, uno de los más destacados es, sin duda, el del papa Luna, cuya singular terquedad prolongó durante una década un cisma que ya desgarraba a la cristiandad desde cuarenta años atrás.
Todo empezó cuando los papas, en lugar de permanecer en Roma que era la capital de la cristiandad, se instalaron en Aviñón auspiciados y protegidos por el rey francés que así tenía la posibilidad de manipular a su gusto los negocios eclesiásticos, algo que siempre ha despertado el deseo de los príncipes. Después de un largo período de permanencia en Francia que se conoce como el Segundo cautiverio de Babilonia , uno de los papas decidió por fin regresar a Roma, donde murió al poco tiempo.
Mientras, el pueblo romano se manifestaba incesantemente y organizaba tumultos y motines cada vez que el Cónclave elegía a un papa que no era italiano. No olvidemos que en aquella época el papa era el soberano que gobernaba Roma junto con los vastos territorios pontificios denominados inicialmente Patrimonio de San Pedro y que después se ampliaron para llamarse Ducado Romano o Santa República de los Romanos y, una vez que el siglo XVI trajo la descripción del Estado moderno, se podrían llamar Estados Pontificios. Estos nombres pueden dar una idea de lo mal que debía sentar al pueblo ver a un gobernante no romano o ni siquiera italiano dirigiendo los destinos de su Roma. Desde 1314, pues, los papas fueron franceses hasta que en 1378 se eligió papa a un napolitano, Urbano VI, quien fijó de nuevo su residencia en Roma.
Pero esta vuelta «al hogar» tuvo al parecer un efecto perverso, porque al poco tiempo de haberle coronado, la mayor parte de los cardenales electores se mostraron profundamente arrepentidos y decidieron declarar nula la elección. Algunos autores señalan que el nuevo papa se había mostrado dictatorial e intratable, comportándose como un tirano enloquecido desde el mismo día de su ascenso a la silla de San Pedro, el 7 de abril de 1378. Otros autores más atrevidos aseguran que el nuevo pontífice había decidido terminar de un plumazo con las exacciones que habitualmente se producían en el seno de la Iglesia y que dos clérigos de Bohemia, Jerónimo de Praga y Juan Hus (precursores, por cierto, de Lutero), venían denunciando airadamente. Según estos autores, Urbano VI, de rigurosa moral y destacado impugnador de la simonía, se había pronunciado contra la venta de indulgencias y había aseverado: «Quiero purificar la Iglesia y la purificaré».
Fuera cual fuera el motivo, lo cierto es que el comportamiento del nuevo papa no resultó del agrado de sus electores, quienes se retiraron a la ciudad italiana de Anagni para proclamar la nulidad de su elección y nombrar un nuevo pontífice más acorde con sus gustos e intereses. El 20 de septiembre de 1378 eligieron un nuevo papa francés, Clemente VII, quien en vista de que el papa desposeído se negaba a abandonar la sede romana se instaló en Aviñón bajo la protección del rey de Francia.
Por tanto, en 1378 llegó a haber dos papas que pretendían al unísono ser vicarios de Cristo en la tierra. Como era de esperar, los países cristianos se dividieron en dos bandos para adherirse al papa de Aviñón o al de Roma, y entre estos se produjo un feroz intercambio de anatemas, maldiciones y atentados, considerando cada uno que el antipapa era el otro y organizando cruzadas contra el odiado rival. Y, como también era de esperar, segundos después de la muerte de cada uno de los papas, los cardenales de su entorno habían elegido y coronado a otro, para no dar lugar a un vacío en la silla papal. Así se prolongó el cisma un año tras otro, sin que ninguno de los dos se aviniese a abdicar a favor del otro.
Uno de los papas (o antipapas, según se mire) elegidos en Aviñón fue un cardenal aragonés llamado Pedro de Luna, quien tomó la tiara con el nombre de Benedicto XIII y que demostró ser honrado y capaz. Pero el papa Luna tenía un defecto y era no ser italiano ni francés, por lo que ni el romano hubiera nunca abdicado en su favor, ni el rey de Francia le prestó su apoyo mucho tiempo. En 1398, Benedicto XIII tuvo que abandonar la ciudad fortificada de Aviñón después de un asedio militar de más de cuatro años al que le sometieron los soldados franceses, empeñados en que renunciara a favor de un papa francés.
Pero los franceses no habían contado con la obstinación del papa aragonés, quien lejos de dimitir se refugió en su castillo de Peñíscola, donde recibió tropas y una importante flota de los príncipes catalanes y valencianos con las que emprendió una batalla naval contra los otros papas.
Así pues, un papa en Aviñón, otro en Roma y otro en Peñíscola dieron lugar al cisma tricéfalo que dividió a la cristiandad ya no en dos, sino en tres bandos, no sólo sociales, sino militares, porque lo que empezó con demandas de renuncia y amenazas terminó a cañonazos.
CISMA TRICÉFALO
El de Occidente no fue el primer cisma tricéfalo que se produjo en el seno de la iglesia. Ya en el siglo XI se dio una situación similar, cuando tres papas se disputaron el poder. Pero, a diferencia del de Occidente en que cada papa se asentaba en una ciudad distinta, los tres papas del siglo XI se encontraban en Roma y se revolvían en la misma ciudad. Debió de ser digno de ver cómo celebraban los oficios religiosos, uno en Santa María la Mayor, otro en San Juan de Letrán y otro en San Pedro in Batecanum, maldiciéndose los unos a los otros, excomulgándose mutuamente y enviándose embajadas con amenazas, ataques y atentados.
Sin embargo, en el cisma de Occidente los papas no se limitaban a excomulgar al contrario o a atentar contra él, sino que organizaban cruzadas internacionales y otorgaban indulgencias a quienes luchasen contra los enemigos, es decir, contra los papas rivales y los países que les apoyasen.