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Charles Bukowski - Lo que más me gusta es rascarme los sobacos

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Charles Bukowski Lo que más me gusta es rascarme los sobacos
  • Libro:
    Lo que más me gusta es rascarme los sobacos
  • Autor:
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    ePubLibre
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  • Año:
    1982
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CHARLES BUKOWSKI Andernach Alemania 1920 - Los Ángeles 1994 Poeta y - photo 1

CHARLES BUKOWSKI (Andernach, Alemania, 1920 - Los Ángeles, 1994). Poeta y narrador estadounidense, creador de una literatura provocadora, cargada de gran emoción y sentimientos. Nació en la ciudad alemana de Aldernach, pero a los dos años se trasladó con su familia a Los Ángeles, donde vivió toda su vida. Durante muchos años, y tras un breve paso por la universidad, se ganó la vida con trabajos manuales temporales. Sus primeras obras se publicaron en la década de 1960. Su primera novela, Cartero (1970), le permitió abandonar la oficina de correos en la que trabajaba. A ésta seguirían otras cinco, todas protagonizadas por Henry Hank Chinaski, alter ego del propio Bukowski.

Título original: Quello che mi importa c’ grattarmi sotto le ascelle

Charles Bukowski, 1982

Traducción: Joaquín Jordá

Editor digital: Titivillus

ePub base r2.1

INTRODUCCIÓN AHÍ está Malibú larga franja venteada de arena salpicada de casas - photo 2
INTRODUCCIÓN

AHÍ está Malibú, larga franja venteada de arena salpicada de casas lujosas, tal vez cuatrocientas, para la gente de Hollywood, donde Fitzgerald vivió poco antes de morir en un edificio de tres pisos, incendiado posteriormente, en 1978, por un pirómano cuando habitaba en él un cantante de rock: más huellas de su vida borradas para siempre, y ya han asomado cerca de él minúsculos edificios de apartamentos para los funcionarios de las grandes productoras cinematográficas, que acuden a refugiarse allí porque están hartos de vivir entre actores y directores (otra cara de la medalla de Hollywood, mito y leyenda de este medio siglo); a partir de Malibú (mientras los planeadores vuelan como gaviotas, los eucaliptus floridos de rojo bordean la carretera y algún privilegiado practica el wind-surfing, el surfing con viento que empuja las tablas con abigarradas velas coloreadas sobre las rompientes) se bordean las escolleras de Pacific Palisades, donde Henry Miller murió demasiado pronto a los ochenta y ocho años, y se llega a Marina del Rey.

Me acompaña Joe Wolberg, antiguo profesor de historia del marxismo, vicepresidente de la City Lights de Ferlinghetti, biógrafo de Charles Bukowski, al que frecuenta desde hace años recogiendo materiales sobre él: me acompaña a ver a Bukowski, llamado Hank por los amigos, Charles por los editores, Henry por el registro civil, y Henry Hank Chinaski por las autobiografías, después de un viaje en avión de San Francisco a Los Ángeles al amanecer, un coche alquilado en el aeropuerto, un breakfast a base de fruta jugosa y dulcísima en un hotel cualquiera mientras los mariachis, los músicos mexicanos para las celebraciones y las fiestas, cantaban las cancioncillas de siempre.

En Marina del Rey visitamos a Barbet Schroeder, el director francés de la Nouvelle Vague, en una casa de la Era del Jazz en la playa con toda una hilera de habitaciones para los invitados y la puerta de entrada protegida por una pantalla metálica que se mueve lentamente con la brisa: Schroeder está montando un documental de hora y media sobre Charles Bukowski y una película titulada Barfly (con un guión de Bukowski) de una hora y cuarenta y cinco minutos. Cuando llegamos, Barbet, guapísimo y fascinante, sale a la calle envuelto en un albornoz marrón y descalzo a la californiana para comprar libros a un vendedor que tiene su escasa mercancía esparcida por el suelo, como en la India. Casi saltando por encima de uno de esos colosales automóviles americanos, entramos en casa e inmediatamente Barbet monta la instalación para que Bukowski hable durante largo rato, en la pantalla en color, con su gran nariz de borrachín y sus ojos entornados de animal perseguido, un vaso casi simbólico en la mano, y el lento cuerpo reclinado en anchas butacas.

Después de unas horas viendo los films en el video en espera de que la tarde avance lo suficiente para permitir que Bukowski haya regresado a casa de las carreras y Linda Lee haya cerrado su tienda de sándwiches vegetarianos, nos dirigimos en el coche alquilado en Los Ángeles, yo con mi grabador y Joe con los dumbbells, los pesos para ejercitar los músculos del brazo, que quiere regalar a Bukowski porque el escritor lleva años contando a los amigos íntimos que a los sesenta años «comenzara a ponerse en forma» y ayer cumplió los sesenta años.

Así llegamos a San Pedro. Después de una parada en la licorería justo en la esquina de la calle donde Bukowski se ha comprado una casa con jardín y un garaje para el BMW nuevo y el viejo Volkswagen («Todo comprado para no pagar los impuestos», repite gustosamente el escritor), en busca de su vino alemán predilecto al que ahora es fiel después de haber descubierto repentinamente que la cerveza «le hace daño», se llega a la villa completamente oculta por unas madreselvas silvestres y a la que se accede por un pasadizo tan estrecho que el coche al pasar roza las paredes.

Linda Lee Beighle, protagonista de la novela Mujeres con el nombre de Sara y protagonista de varios años de su vida, está trabajando, con las manos protegidas por enormes guantes, en el jardín repleto de frutales, de macizos de rosas y de grandes flores californianas dispuestas alrededor de una larga tumbona metálica y algún otro mueble de jardín. Guapa, joven, con la cara castigada pero con la tierna mirada de los antiguos «Hijos de las Flores», viene a nuestro encuentro sacándose los guantes y nos hace sentar en una gran sala de estar estilo California suburbana, con amplios divanes a la americana (uno de ellos algo desgastado frente a la chimenea) entre los cuales se mueven tres gatos, el blanco de Linda, el vagabundo recogido en la calle mientras moría de hambre, y el de Sam-del-burdel, que se llama Butch Van Gogh y ha sido salvado de una pelea callejera. En la repisa de la chimenea aparecen, perfectamente alineadas y con las etiquetas a la vista, sesenta y una botellas de cerveza, todas ellas de diferentes marcas: una botella por cada año de vida del escritor más una de buena suerte en las intenciones del amigo que le ha hecho el regalo.

Bukowski está arriba, en la diminuta habitación que le recuerda las estancias donde siempre ha vivido en una dramática y tal vez polémica pobreza, con la máquina de escribir en la que cada noche, borracho (o así se dice), escribe unos libros ahora popularísimos: sólo por los dos volúmenes publicados hace dos años por la City Lights ha pagado más impuestos que cuanto ha ganado en toda su vida.

Linda va a llamarle y al cabo de un rato aparece Bukowski, de pie en la puerta, con los ojos entornados y el aspecto inequívoco de quien preferiría encontrarse en otro lugar: viste sandalias y bermudas californianos que le dejan al descubierto unas piernas de las que está decididamente orgulloso («Son la única cosa bonita que tengo», dice sin falsa modestia) y una camisa de mangas cortas. Mira de reojo pero con paciente sonrisa el grabador y el bloc donde en el coche he anotado algunas preguntas: quiere saber qué preguntas le haré, y cuando oye que no quiero hablar de literatura ni de sus colegas escritores se tranquiliza y me sirve vino en una refinada copa de cristal.

Salen de ahí tres horas de grabación, setenta páginas de trascripción, dos botellas de vino y, después del angustioso descubrimiento de que yo no bebo alcohol, un gran vaso de jugo de frambuesas. Durante tres horas no hay ni un momento de cansancio por su parte, la molestia (que probablemente existía) perfectamente oculta por la máscara sonriente, ni una palabra más alta que otra, ni un gesto de impaciencia. Sólo, en determinado momento, una mirada de afligida nostalgia a los escalones que conducen a su habitación: señal inmediatamente recogida y seguida de una despedida amabilísima.

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