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Charles-Olivier Carbonell - La historiografía

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Charles-Olivier Carbonell La historiografía

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Título original: L’Historiographie

Charles-Olivier Carbonell, 1981

Traducción: Aurelio Garzón del Camino

Editor digital: IbnKhaldun

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PREFACIO ESTE libro viene bastante tarde y al mismo tiempo demasiado pronto - photo 1

PREFACIO

ESTE libro viene bastante tarde y al mismo tiempo, demasiado pronto. Bastante tarde puesto que colma una laguna apenas creíble: no existe en Francia obra alguna consagrada a la historia de la historia desde Herodoto hasta nuestros días. Los esfuerzos de Henri-Irénée Marrou y de Pierre Chaunu han contribuido, sin embargo, a vencer la indiferencia a veces despectiva de que hacen alarde los historiadores franceses respecto de su propia disciplina. El autor de las presentes líneas que fue, en cierto modo, su discípulo, sabe que les es su insolvente deudor.

Tal como se presenta, este estudio puede parecer, sin embargo, prematuro. A pesar de su número y su calidad, los trabajos extranjeros son, en este campo, poco satisfactorios con frecuencia. Escritos desde un punto de vista literario, están llenos de esteticismo; escritos desde un punto de vista filosófico, teorizan sobre teorías; escritos, y esto suele ocurrir, desde un punto de vista histórico, son optimistamente elitistas y en su mayoría se consagran al progreso del conocimiento histórico, al desarrollo de la ciencia del pasado, a su expansión.

Sin duda conviene decir cuál es nuestro punto de vista. No es otro que el de un historiador de hoy día más curioso de las representaciones colectivas —por pequeñas que sean las comunidades que trasmiten estas representaciones— que de las obras maestras y de los genios. El objeto de esta breve síntesis es presentar desde un punto de vista histórico —es decir colocándola constantemente en sus entornos— la diversidad de los modos de representación del pasado en el espacio y el tiempo. Así se encontrará con más frecuencia a Herodoto que a Platón, a Suetonio que a Cicerón, a Mabillon que a Rousseau, a Mommsen que a Dilthey, a Lucien Febvre que a Raymond Aron…

¿Qué es la historiografía? Nada más que la historia del discurso —un discurso escrito y que dice ser cierto— que los hombres han hecho sobre el pasado; sobre su pasado. Porque la historiografía es el mejor de los testimonios que podemos tener sobre las culturas desaparecidas, sobre la nuestra también, suponiendo que exista todavía y que la semi-amnesia de que parece adolecer no revele su muerte. Una sociedad no se descubre jamás tan bien como cuando proyecta tras de sí su propia imagen.

La historia de Clío es la nuestra. Así pueda este ensayo persuadir a quienes lo lean de que la dignidad de la historia «ciencia humana» no está ni en su estatuto científico ni en su objeto humano, sino en la índole felizmente demasiado humana del historiador.

I. PREHISTORIA. LA MEMORIA ANTES DE LA ESCRITURA

MUY numerosas fueron y numerosas siguen siendo las sociedades sin historiografía. No se conoce, sin embargo, ninguna, por toscos que fuesen su lenguaje, su organización, sus técnicas y sus modos de pensamiento, que no haya tenido un conocimiento de su pasado. Ningún grupo es amnésico. Acordarse, para él, es existir; perder la memoria, es desaparecer. ¿No superó el hombre a la animalidad cuando, con la ayuda de las palabras, pudo, a una memoria instintiva, programada parcamente para la ilusoria eternidad de la especie, añadir la memoria cultural, única capaz de exorcizar la muerte y de fundar la herencia de los saberes?

Sin la escritura sin embargo la memoria se mantiene pobre, confusa, frágil.

Pobre porque depende únicamente de las capacidades del cerebro y, tal que un depósito sagrado, no está confiada sino a algunos: griots de África occidental, biru de Ruanda, haere-po de Polinesia… Pobre sobre todo porque hay poco que conservar en unas sociedades paralizadas, aisladas con frecuencia, donde se estancan las técnicas y se perpetúan los géneros de vida. Tiempo cíclico del eterno retorno de las estaciones y tiempo inmutable de un mundo en equilibrio decretan el vacío de la historia. El accidente mismo toma difícilmente lugar en una duración amorfa que fluye quizá, pero como un río sin corrientes, sin remolinos, sin riveras.

Confusa porque la memoria trasmite lo que está fuera del tiempo. La memoria no dice la evolución del grupo, sino sus orígenes. No enseña lo vivido, sino la fábula; no revela una dirección, sino un mensaje ontológico: ¿De dónde viene el hombre? ¿Qué es morir? ¿Qué lazos pueden tejerse con Dios? En cuanto a lo esencial, la memoria está movilizada para la transmisión impecable de los mitos fundadores. En los Immémoriaux, Victor Segalen ha descrito soberbiamente el objeto de estas rememoraciones:

Aquella noche Terii el Recitador caminaba a lo largo de las paredes inviolables. La hora era propicia a repetir sin cesar, con el fin de no omitir palabra alguna, los hermosos lenguajes originales en los que se encierran la aparición de los mundos, el nacimiento de las estrellas, la confección de los vivos, el apetito sexual y los monstruosos trabajos de los dioses. Y es cometido propio de los paseantes de noche, de los haere-po de larga memoria, el de entregarse de altar en altar y de sacrificador en discípulo, las historias primeras que no deben morir.

Cuando la organización social se complica, y pasa de la familia o del clan al Estado monárquico jerarquizado, una memoria política se agrega a la memoria mítica, como un puente echado desde el rey vivo a los antepasados fabulosos. Entonces nace el tiempo de la historia, un tiempo en el que aparece la sucesión de hechos. A la muerte del rey de los mossi, dice Ki-Zerbo, en su Historia del África negra, «el jefe de los griots, ben naba, con los ojos entornados en su prodigioso esfuerzo de memorización, que cubre su frente de sudor, recita pomposamente el nombre de los monarcas de la dinastía con sus lemas, sus “nombres de fuerza” y sus hazañas».

Frágil, la memoria histórica lo es sin duda más aún que la mítica. Las vicisitudes políticas imponen a veces prudentes amnesias —¡primera forma del revisionismo histórico!— o acrobáticas fusiones de listas. El fallo puede ser también involuntario. Indudablemente se toman precauciones para conservar la pureza de las tradiciones: las recitaciones son públicas y solemnes, los depositarios pueden formar una especie de colegio (cuatro biru en Ruanda, el conjunto de los príncipes en el reino de los mossi, por ejemplo). A pesar de esto, el hilo puede romperse, la letanía salmodiada interrumpirse. Accidente cuyo aspecto trágico ha sabido expresar Segalen:

He aquí que de pronto el recitador comenzó a balbucir… Se detuvo y, redoblando su atención, recomenzó el relato de prueba. Enumerábanse en él las series prodigiosas de antepasados de las que procedían los jefes, los Arii, divinos por la raza y por la estatura: Dormía el jefe Tavi del marae Tautira con la mujer Taurua y después con la mujer Tuiteri:

De éstos nació Terutahia i Marama.

Dormía Terutahia i Marama con la mujer Tetuau:

De éstos nació…

Gravitó un silencio con una leve angustia. ¿Qué presagiaba el olvido del nombre? ¡Es un mal signo cuando las palabras se niegan a los hombres a quienes los dioses han designado para ser guardianes de las palabras! Terii tuvo miedo…

La memoria se desgasta. Por eso, en cuanto se trata de hechos humanos, la profundidad de la mirada rara vez alcanza a los tres siglos. Tal es el caso de las tradiciones merina recogidas hacia 1870 por el P. Callet. Pero cuando Ibn Batuta «el viajero del Islam» visita, en 1352, las grandes ciudades del Mali, no puede enterarse allí de nada que sea anterior al año 1150 de nuestra era. En cuanto a los Fang del Gabón, si algunas de sus genealogías abarcan una decena de generaciones, ¡es porque llegan hasta Dios!

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