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Charles F. Stanley - Seguridad eterna

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Charles F. Stanley Seguridad eterna

Seguridad eterna: resumen, descripción y anotación

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Explica por qué el creyente puede sentirse seguro de su salvación.

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Seguridad eterna — leer online gratis el libro completo

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1994 EDITORIAL CARIBE PO Box 141000 Nashville TN 37214-1000 Título del - photo 1

© 1994 EDITORIAL CARIBE

P.O. Box 141000

Nashville, TN 37214-1000

Título del original en inglés:

Eternal Security

©1990 por Charles Stanley

Publicado por Oliver-Nelson Books a division of Thomas Nelson Publishers

Traductor: Miguel A. Mesías

ISBN: 978-0-8992-2236-3

ISBN: 978-0-7180-2569-4 (eBook)

Reservados todos los derechos.

Prohibida la reproducción total
o parcial de esta obra sin
la debida autorización
de los editores.

E-mail: caribe@editorialcaribe.com

www.caribebetania.com

Dedicatoria

Dedicado cariñosamente a mi suegro David A. Johnson, quien dejó este mundo en agosto de 1986, seguro eternamente.

Contenido

Reconocimiento

Estoy agradecido a mi hijo Andy, cuya diligente investigación y aguda perspectiva hizo posible este libro.

No siempre he creído en la seguridad eterna. Fui criado en la Iglesia Pentecostal de la Santidad, una denominación que no cree en la seguridad eterna y con frecuencia predican en contra de ella. Cuando era niño no me sentía amenazado por tal predicación. Siempre quise a la iglesia. Llegaba temprano para ocupar mi asiento, en la segunda banca, justo frente al pastor.

Por dos razones escogí asistir a la Iglesia Pentecostal de la Santidad: primera, mi abuelo era pastor pentecostal; segunda, era la preferencia de mi madre. Puedo recordar cómo de niño me levantaba el domingo en la mañana, desayunaba y caminaba a la iglesia. Incluso cuando mi madre no podía ir, yo siempre iba.

Junio era típicamente el mes de campañas en aquellos días. En junio de 1944, nuestra evangelista de la semana fue la señora Wilson. Las mujeres evangelistas no eran raras en la Iglesia Pentecostal de la Santidad. Conforme a mi hábito, estuve allí el domingo en la mañana, al frente y al centro, con toda la intención de asistir cada noche esa semana. Después de que el coro terminó su canto, la señora Wilson se encaminó al púlpito y predicó un entusiasta sermón de salvación. No recuerdo nada en particular de lo que dijo; solamente recuerdo haber sentido un fuerte deseo de responder. Cuando empezó la invitación, me levanté de mi asiento y pasé al frente. Antes de llegar al altar, empecé a llorar. Me arrodillé y empecé a pedirle a Jesús que me salvara. Algunos miembros de mi clase de Escuela Dominical se reunieron a mi alrededor y empezaron a orar por mí.

Cuando concluyó la llamada al altar, el pastor de la iglesia me pidió que subiera al púlpito y le dijera a la congregación lo que Cristo había hecho por mí. Todavía llorando, me puse de pie detrás del púlpito, y dije: «No sé todo lo que Jesús ha hecho por mí, pero sé que me ha salvado».

El pastor puso su mano sobre mi hombro, me miró directo a los ojos y dijo: «Charles: crece y sé un buen muchacho. Y cuando mueras, irás al cielo».

Más fácil es decirlo que hacerlo

No me llevó mucho tiempo darme cuenta de que ser bueno no era fácil. Para complicar el problema, casi cualquier cosa que un muchacho de doce años consideraba divertido era pecado de acuerdo a la Iglesia Pentecostal de la Santidad. Continuamente estaba confesando mis pecados, rogando perdón, y ¡esperando que no me muriera sin tener oportunidad para arrepentirme!

Durante este tiempo empecé a percibir el llamado de Dios en mi vida. Eso significaba una de dos cosas en aquellos días: hacerse predicador o misionero. La percepción del llamado de Dios en mi vida solamente hizo más oscura la nube de culpa bajo la cual vivía. ¿Cómo podría alguna vez ayudar a alguien cuando yo mismo estaba vacilando constantemente? Me preguntaba: ¿Qué tal si me pongo a predicar y ni siquiera soy salvo?

Cuando tenía catorce años me uní a una Iglesia Bautista. Mi decisión fue puramente social. La Iglesia Bautista tenía un grupo de jóvenes más grande que el de la Pentecostal y ¡eso significaba más muchachas! Allí fue que descubrí que no todo el mundo creía como yo. En esa pequeña iglesia bautista oí por primera vez la frase «seguridad eterna». Incluso siendo adolescente ya era un diligente estudiante de la Palabra de Dios. Armado con mi lista de versículos, estaba preparado e incluso ansioso de presentar mi lado de la cuestión. Nadie hizo mella alguna en mi teología. Y nunca esperé que nadie la hiciera, porque sabía que las Escrituras estaban claramente de mi lado.

Cuando salí de casa para asistir a la universidad, todavía creía firmemente en la doctrina de que uno puede perder su salvación. A menudo, en nuestro dormitorio, la conversación giraba en torno a la religión. Una vez tras otra sacaba mi arsenal de versículos y presentaba mi posición. Con frecuencia me encontré solo. Pero mi punto de vista se veía fortalecido por el estilo de vida de muchos con quienes debatía, hombres que aducían ser salvos y, sin embargo, sus acciones no daban ninguna indicación de tener relación alguna con Cristo.

Intelectualmente, estaba más persuadido que nunca. Pero en mi interior rugía una lucha.

A pesar de mi fuerte defensa y aljaba de versículos, no lograba que el asunto encajara. Los hechos de aquella mañana del domingo en 1944 seguían fijos en mi memoria. Recordaba haber sentido por primera vez que estaba en paz con Dios. Sabía que había nacido de nuevo. La posibilidad de que podía perder lo que había ganado aquel domingo por la mañana parecía algo traído por los cabellos. Y la idea de que pudiera perderla y volverla a ganar repetidamente, era difícil de comprender.

Aunque me atormentaban mis problemas internos, nunca me sentí alejado de Dios. Tenía una paz interna incluso en mis momentos más bajos. De alguna manera sabía que Él todavía me amaba y me aceptaba. Mis peticiones repetidas por salvación eran más un ritual que una necesidad sentida en el corazón. Nunca me sentí perdido. Sin embargo, las Escrituras parecían ser tan claras en ese punto. Consecuentemente, permanecía firme en mi defensa.

Los días en el seminario

En el otoño de 1954 ingresé en el Seminario Teológico del Suroeste. De nuevo me encontré metido en acaloradas discusiones en cuanto a la cuestión de la seguridad eterna. Continuaba mis estudios de lo que consideraba pasajes pertinentes de las Escrituras. Por largo tiempo no comprendí cómo alguien podía pensar que la Biblia enseñara que el creyente estaba eternamente seguro. Pero poco a poco empezó el cambio.

Es extraño pero, fue mi intenso estudio de las Escrituras lo que me hizo empezar a dudar de mi posición. No fue un cambio súbito. Llevó tiempo. Nadie me convenció. Por el contrario, después de un rato nadie quería ni siquiera hablar conmigo sobre el asunto; para entonces había remachado el asunto hasta el cansancio. Pero a pesar de ser tan convincente como lo era, no tenía paz sobre la cuestión. De modo que continuaba estudiándola.

Versículo por versículo me abrí paso por entre los pasajes que se usaban para respaldar cada punto de vista. A través de este proceso se hicieron evidentes dos cosas: la primera, era culpable de ignorar el contexto de muchos versículos que citaba para defender mi punto de vista. Al empezar a profundizar un poco más en los acontecimientos y discusiones que rodean a estos pasajes, éstos adquirieron un significado diferente; la segunda, descubrí por medio de mi estudio que el concepto de la salvación por la fe sola no puede ser reconciliado con la creencia de que uno puede abandonar esa salvación. Si debo hacer algo, o no hacerlo, para evitar el perder la salvación, la salvación sería por la fe y por obras.

Específicamente recuerdo el día en qué esta verdad en particular se me iluminó. Me encontré en una encrucijada teológica. Me di cuenta de que para mantener mi posición tendría que abandonar mi creencia en la salvación por la fe sola.

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