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Cristina Sánchez - Arendt

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Cristina Sánchez Arendt

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Luz

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Introducción

En una entrevista realizada en 1964, cuando Arendt era ya una de las grandes figuras reconocidas del pensamiento en Estados Unidos, el entrevistador le preguntó acerca de su papel como filósofa. Ella se apresuró a rechazar con cierto enojo su inclusión en el círculo de los filósofos: «Mi profesión, si puede hablarse de algo así, es la teoría política. No me siento en modo alguno una filósofa». ¿Qué es lo que nos muestra esta incomodidad de ser identificada como tal? Quizá lo primero que debamos precisar es que esa tajante afirmación no supone un rechazo de la filosofía por su parte, ni evitar un propósito filosófico en su obra, ya que nada estaría más lejos de su intención, como podremos ver a lo largo de estas páginas.

Lo que critica y rechaza Arendt es una manera tradicional de hacer filosofía que se pregunta por el individuo sin tener en cuenta que ese individuo (el ser) nunca existe en singular, sino que nuestro mundo está habitado por individuos plurales, y por consiguiente, la pluralidad humana y la comunicación con los otros deben constituir en realidad los condicionantes del quehacer filosófico. A su juicio, los filósofos (en especial Platón, pero también otros, como Heidegger) han desatendido la esfera de la pluralidad humana, que no es otra que la esfera de la política, la esfera de los asuntos humanos en común. Dichos filósofos, salvo escasas excepciones (como Sócrates), entendieron que apartarse del mundo compartido de los asuntos humanos era algo inherente a la experiencia filosófica, minusvalorando aquellas experiencias relacionadas con el vivir y actuar de esos individuos plurales en un mundo compartido, esto es, con las experiencias eminentemente políticas. Por eso, «filosofía» y «política» serán para Arendt términos prácticamente opuestos o, al menos, en una permanente tensión no resuelta. Su propósito, en este sentido, se orientará a pensar (filosóficamente) acerca de fenómenos políticos tales como la acción, la revolución, el poder o la violencia.

Arendt se enfrenta, pues, como teórica política, a la tarea de pensar las experiencias políticas vividas. El motivo y la preocupación que le mueve a ello es comprender lo ocurrido, comprender el mundo que le rodea, en toda su barbarie y en toda su grandeza. Un mundo en el que habitan tanto Eichmann como Sócrates. Y esto no responde tanto a un interés académico o intelectual, sino a un interés vital: «Para mí lo esencial es comprender, yo tengo que comprender». Así, en su libro Los orígenes del totalitarismo se plantea la comprensión de una sociedad moderna que ha instaurado la violencia extrema, en términos de ruptura con lo vivido hasta ese momento, es decir; la comprensión de un fenómeno político radicalmente nuevo:

La comprensión no significa negar lo que resulta afrentoso, deducir de precedentes lo que no los tiene […]. Significa más bien examinar y soportar conscientemente la carga que nuestro siglo ha colocado sobre nosotros —y no negar su existencia ni someterse mansamente a su peso—. La comprensión significa, en suma, un atento e impremeditado enfrentamiento con la realidad, un soportamiento de esta, sea como fuere.\

Para ella, el pensar como actividad tiene que partir necesariamente de las experiencias, pues estas son las que constituyen el objeto del pensar. Se distancia, en este sentido, de autores que reflexionan acerca de lo intangible o acerca de esencias universales desligadas de la experiencia de la pluralidad humana, de «habitar juntos la Tierra». Arendt se enfrentó a estas experiencias, escribió y debatió públicamente sus ideas, y arrostró también duras acusaciones y críticas, como tras la publicación de su libro Eichmann en Jerusalén. Y no rehuyó las situaciones comprometidas o difíciles, las polémicas o las críticas incómodas. Se alejó de los caminos habitualmente trillados a la hora de explicar los fenómenos políticos —como el totalitarismo o la revolución— y eso le procuró no poca incomprensión por parte de la intelectualidad del momento. Lo que desconcertaba a sus lectores (y aún hoy los desconcierta) era que ejercía un «pensamiento independiente», como ella misma afirmaba. La actividad del pensar es, en este sentido, una actividad que para Arendt se caracteriza por su libre ejercicio, y no por buscar un punto final indiscutible. No pretende comunicar conclusiones, sino «mantener un diálogo anticipado con otros».

Hannah Arendt Imagen tomada en París hacia 1930 Son muchos los - photo 1

Ha­nnah Arendt. Imagen to­ma­da en Pa­rís ha­cia 1930.

Son muchos los terrenos en los que las ideas de Arendt han sido utilizados como un punto de partida para pensar el mundo actual: la sociedad-masa, las posibilidades de la acción, los problemas de la democracia, la violencia extrema y la responsabilidad de los ciudadanos en la aceptación de la violencia, por poner algunos ejemplos. Podríamos decir que los paralelismos entre las situaciones que ella vivió y pensó y las nuestras nos permiten hallar en su obra un anticipo a nuestras respuestas, como si sus escritos nos proporcionaran claves para comprender nuestro presente. Hay una creciente fascinación por su pensamiento, que se traduce en una ingente producción académica sobre su obra y una incorporación plena al todavía muy androcéntrico canon del pensamiento político del siglo XX. Arendt se ha convertido, en este sentido, en uno de los nombres que suelen aparecer citados en los contextos más insospechados. Términos acuñados por ella, como «la banalidad del mal» o «el derecho a tener derechos» se han transformado casi en clichés incorporados al lenguaje de los medios de comunicación o del público en general. Como señala irónicamente Manuel Cruz, Arendt se nos desvela ahora como «la filósofa que estaba en el secreto».

Sin embargo, lejos de proponer a Arendt como un oráculo para nuestros males, el valor y la fuerza de su pensamiento radican precisamente en su original y testaruda capacidad para indagar de manera crítica acerca de nuestros más asentados y tradicionales conceptos políticos. Pero sobre todo, como veremos a lo largo de estas páginas, su valor está en la convicción profunda —enraizada en las experiencias del siglo que le tocó vivir— de que alcanzamos nuestra humanidad no en solitario, sino en relación con los otros, en un mundo común y plural compartido. Será en ese espacio público donde se desarrolle nuestra condición humana, donde seamos capaces de actuar, de revelar nuestra identidad ante los demás y de crear espacios de libertad junto con otros. Desde esta perspectiva, leer a Arendt supone encontrarnos con una de las propuestas teóricas más originales e independientes de este siglo, y más resueltamente a favor de una recuperación de lo público y del sentido y dignidad de la política como actividad que constituye un fin en sí misma en tanto que expresión de la condición humana de la pluralidad.

A Arendt le gustaba decir que sus reflexiones eran «ejercicios de pensamiento», que se caracterizaban sobre todo por adquirir experiencias acerca de «cómo pensar», sin pretender prescribir «qué hay que pensar ni qué verdades hay que sustentar». En definitiva, la mejor definición que podemos dar a su obra, y que refleja en gran medida su método y su propósito, es lo que ella misma señala respecto al modo de pensar de Lessing: «Su pensamiento no era una búsqueda de la verdad, dado que cada verdad que es el resultado de un proceso de pensamiento pone necesariamente un punto final al movimiento del pensamiento». Por el contrario, lo que Lessing hacía era diseminar fermenta cognitionis, «que no tenían por objeto comunicar conclusiones, sino estimular a otros al pensamiento independiente, y esto con el solo propósito de crear un discurso entre pensadores». Quedémonos, por tanto, con esta invitación que nos propone nuestra autora y pasemos a examinar sus ideas en las próximas páginas y a pensar por nosotros mismos el mundo en el que nos insertamos.

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