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Cristina Sánchez-Andrade - El libro de Julieta

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Cristina Sánchez-Andrade El libro de Julieta

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Nostalgia

¿Qué hay en un nombre?

27 de marzo de 2003

Q ué difícil es definir el dolor, despojarlo de prejuicios y espinosas clasificaciones. ¿Es ausencia? ¿Negación? ¿Rabia? Creo que el dolor, como el miedo, tiene mil maneras de estar en el mundo. Cuando nació Julieta y nos dijeron que tenía síndrome de Down, mi dolor vino en forma de nostalgia. Dulce nostalgia de entraña, o de hija. ¿Dónde estaba la niña que yo había imaginado durante todo el embarazo?

Nos ha pasado a todos: la memoria es un juego de muñecas rusas, cajitas que se abren y se cierran, y resultó que ese 27 de marzo nacieron dos niñas. Es como cuando nos hablan mucho de alguien a quien no conocemos (el novio de una amiga, el jefe de tu marido, la abuela de tu compañera de trabajo). Sin querer, lo vamos recreando. Imaginamos su cara y color de pelo, le atribuimos una voz y hasta le otorgamos una personalidad. Y luego, cuando por fin lo conocemos, la imagen que nos hemos formado raras veces coincide con la realidad. Ese «ser pensado» pasa inmediatamente al compartimiento más recóndito del juego de la memoria. Muchas veces, antes de que naciera Julieta, había pensado en escribir un cuento sobre ese extraño mundo de «seres pensados» que nunca llegamos a conocer. ¿Dónde estarán? ¿A qué se dedican? ¿Flotan en un limbo de pájaros sin alas?

Resultó, pues, que me encontré con dos niñas. Una era la que había imaginado: la que durante ocho meses (nació por cesárea con un mes de antelación), mientras salía de mi casa para ir a trabajar, mientras hacía la comida, mientras les contaba un cuento a mis otros hijos, mientras «oía» cómo crecía en mi vientre, tenía en la cabeza antes de conocerla. La rosa que nunca olimos. La otra era la Julieta real: la que finalmente llegó ese 27 de marzo de 2003. Llovía, había una guerra en Irak y era pequeña, rosada, preciosa, con los ojos rasgados, grises o azules.

Mientras la pediatra neonatal, una mujer de sonrisa seca, me daba la noticia, todavía en la sala de partos («Ya he visto a tu niña, luego hablamos, Cristina.» «¿Cómo que luego hablamos? ¿Qué pasa?»), me habría gustado que la otra, la «niña pensada», hubiera pasado inmediatamente al compartimiento más recóndito del juego de muñecas rusas. La verdad es que me habría ahorrado muchos desvelos. Pero no pudo ser. Se quedó allí, conmigo (a veces me da por pensar que es Inés, mi hija menor, pero creo que no, no..., tampoco es ella).

Al principio, el dolor nos paraliza. La sensación es idéntica a la del miedo: mariposas en el estómago. Necesidad de comunicarse o, tal vez, de enmudecer. Un nudo en la garganta. Aguantas y tragas saliva. Se nos pasan los primeros meses, años incluso, esperando otra cosa, pensando que quizá, lo que «es» puede cambiar, que las cosas que «son» la vida en realidad no lo son.

Es un proceso natural (algunos lo llaman «duelo») que no hay que empeñarse en acelerar.

Por supuesto, yo sabía que el síndrome de Down no se cambia, ¡ni se cura! (una vez una mujer le dijo a una amiga que se alegraba mucho porque se veía que su hijo se había «curado» del síndrome de Down durante el verano), pero el poder de la negación es grande. Te aferras a que acaso la ciencia brinde una solución pasado mañana, porque tu hijo acaba de nacer hoy. Te metes en internet y pasas horas buscando una institución, un tratamiento, un médico; lees todos esos rollos sobre los avances en el genoma humano.

Otras veces, en cambio, algo en tu interior pugna por convencerte de que no te afecta tanto, al fin y al cabo...

Todo es increíblemente lento (o rápido), pero un tiempo después, un día cualquiera, te das cuenta de que estabas esperando vivir, en lugar de vivir efectivamente. Los días desfilaban entre la tenue frontera que separa a una madre dolorida que se enfrenta a su futuro con una rabia inhabilitante, de una madre nostálgica pero dispuesta a salir de la situación.

Y esa tenue frontera se hallaba en cosas tan sencillas como la primera carcajada o los primeros pasos de tu hija, unas palabras acertadas y cariñosas de una amiga, un marido con quien compartirlo todo (y con las ideas mucho más claras desde el principio) o la certeza de que, en el fondo, la realidad no tiene tanta importancia y de que nuestra percepción de las cosas es lo único que cuenta («el peor enemigo —leo en algún sitio— no es aquel contra el que luchamos, fuera de nosotros, sino la entronización que de él hacemos en nuestra conciencia»).

Aquel abril de 2003, al enterarse de que había nacido mi hija, una amiga me hizo un regalo precioso: Romeo y Julieta, de Shakespeare. Al hojearlo me encontré con el famoso verso nominalista que inspiró a Umberto Eco el título de su novela El nombre de la rosa. En ese pasaje, Julieta viene a decir que lo que la separa de Romeo no es la enemistad de las familias, sino un azar de nombres sin realidad propia. Sabe que Romeo es un Montesco, y cuestiona la razón de que un nombre sea suficiente para extender ese odio a personas que aún no se conocen.

Creo que esto mismo puede llegar a pasar con un hijo al que acaban de diagnosticar síndrome de Down. Al principio, entre los padres y el hijo se abre un abismo, cuesta mucho empezar a querer... Y no poder amar cuando estás obligado a hacerlo es algo espantoso.

Y por qué, me preguntaba yo, si no la conozco, como tampoco conocía a mis otros hijos... Pues precisamente por eso; por un nombre o un diagnóstico (síndrome de Down), flatus vocis, prejuicio que nos condiciona, nos paraliza, nos bloquea, nos ciega brutalmente, entorpeciendo y sobre todo retrasando los verdaderos sentimientos.

En el libro que me regaló mi amiga había una dedicatoria: «Que seas muy feliz, Julieta».

Por donde pisa Atila

Junio de 2009

S ábado. Seis y media de la mañana. Julieta lleva despierta desde las seis menos diez, trajinando por la casa. Lo primero que ha hecho es desprenderse del pijama, quedarse en pelota picada y buscar su guante —los guantes ocupan un lugar importante en su vida— en el cajón de los guantes. Desde la cama oigo sus pisadas por el pasillo, en dirección a la cocina, y se me contraen las vísceras. Pensar en cómo han quedado las habitaciones por las que ha pasado me paraliza física y mentalmente (¿por qué me habrá tocado esta niña a mí, y no a las infantas Elena y Cristina o a Catherine Zeta-Jones? ¡Ya tiene seis años! ¿Hasta cuándo vamos a estar así? ¿Por qué no puedo tener una mañana de sábado tranquila?). Su padre también se hace el loco en la cama. Después de un caótico recorrido, con objetos que caen a su paso y un ruido que sólo puedo describir como semejante al de una vajilla que está siendo despedazada contra el suelo, la oigo llegar al cuarto-tendedero, donde está la lavadora y el cestón con la ropa sucia. Éste suele ser su destino final. Silencio.

...

Y más silencio.

Es el silencio de un niño que sabe que lo que hace no está nada bien.

Es como si estuviera viéndola: vacía el cestón lanzando las prendas a un lado y a otro por encima de su hombro, cual perro que escarba; escoge un modelo que le gusta y se lo pone. En el cole me dicen que es muy autónoma vistiéndose. «¡Y cómo no lo va a ser —les respondo yo—, si se cambia siete u ocho veces al día!» Otras cosas (hacer pis, por ejemplo) son una pérdida de tiempo para ella y, si puede, las evita. Pero cambiarse de ropa... siempre es un buen momento para eso. Semejante perseverancia tiene que verse premiada de alguna manera.

Entretanto se ha despertado Inés, y esto es lo peor, porque ahora la juerga va a ser conjunta. Están en la cocina y, a juzgar por el ruido, creo que acaban de abrir la nevera. «¿Hay algo peligroso en la nevera? —me pregunto, incapaz de levantarme—. La leche, pueden verter la leche; espero que no se les ocurra.»

—Dame, Julieta.

Es Inés. ¿Qué le estará pidiendo? ¿Qué habrán sacado de la nevera?

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