Los totalitarismos han constituido un fenómeno que no se podrá soslayar siempre que se quiera hacer una caracterización del siglo XX. Su estudio necesita bucear en sus orígenes, que para Hannah Arendt son el antisemitismo y el imperialismo.
Este libro fue escrito por el convencimiento de que sería posible descubrir los mecanismos ocultos mediante los cuales todos los elementos tradicionales de nuestro mundo político y espiritual se disolvieron en un conglomerado donde talo parece haber perdido su valor específico y tornádose irreconocible para la comprensión humana, inútil para los fines humanos. Uno de ellos, que se presentaba como pequeño y carente de importancia políticamente, el antisemitismo, llegó a convertirse en el agente catalizador del movimiento nazi y, a través de él, de la Segunda Guerra Mundial y las genocidas «cámaras de la muerte». Otro, la grotesca disparidad entre causa y efecto que, introdujo la época del imperialismo, cuando las condiciones económicas determinaron en unas pocas décadas una profunda transformación de las condiciones políticas en todo el mundo. Un actual neototalitarismo amenaza con nuevas destrucciones y ataques a la Humanidad. Hannah Arendt llega a sus conclusiones después de examinar la transformación de las clases en masas, el papel de la propaganda en relación con el mundo no totalitario y la utilización del terror como verdadera esencia del totalitarismo en cuanto sistema de gobierno. En su capítulo final analiza la naturaleza del aislamiento y la soledad como condiciones necesarias para una dominación total.
Esta edición añade a la primera, que logró consideración de verdadero clásico en el tema, las revisiones y ampliaciones de la «nueva edición» de 1966 y los prefacios a los de Harvest de 1968.
Hannah Arendt
Los orígenes del totalitarismo
ePub r1.1
Titivillus 17.02.15
Título original: The origins of the totalitarianism
Hannah Arendt, 1951
Traducción: Guillermo Solana
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A HEINRICH BLÜCHER
PROLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN NORTEAMERICANA
No someterse a lo pasado ni a lo futuro. Se trata de ser enteramente presente.
KARL JASPERS
Dos guerras mundiales en una sola generación, separadas por una ininterrumpida serie de guerras locales y de revoluciones, y la carencia de un Tratado de paz para los vencidos y de un respiro para el vencedor, han desembocado en la anticipación de una tercera guerra mundial entre las dos potencias mundiales que todavía existen. Este instante de anticipación es como la calma que sobreviene tras la extinción de todas las esperanzas. Ya no esperamos una eventual restauración del antiguo orden del mundo, con todas sus tradiciones, ni la reintegración de las masas de los cinco continentes, arrojadas a un caos producido por la violencia de las guerras y de las revoluciones y por la creciente decadencia de todo lo que queda. Bajo las más diversas condiciones y en las más diferentes circunstancias, contemplamos el desarrollo del mismo fenómeno: expatriación en una escala sin precedentes y desraizamiento en una profundidad asimismo sin precedentes.
Jamás ha sido tan imprevisible nuestro futuro, jamás hemos dependido tanto de las fuerzas políticas, fuerzas que parecen pura insania y en las que no puede confiarse si se atiene uno al sentido común y al propio interés. Es como si la Humanidad se hubiera dividido a sí misma entre quienes creen en la omnipotencia humana (los que piensan que todo es posible si uno sabe organizar las masas para lograr ese fin) y entre aquellos para los que la impotencia ha sido la experiencia más importante de sus vidas.
Al nivel de la percepción histórica y del pensamiento político prevalece la opinión generalizada y mal definida de que la estructura esencial de todas las civilizaciones ha alcanzado su punto de ruptura. Aunque en algunas partes del mundo parezcan hallarse mejor preservadas que en otras, en lugar alguno pueden proporcionar esa percepción y ese pensamiento una guía para las posibilidades del siglo o una respuesta adecuada a sus horrores. La esperanza y el temor desbocados parecen a menudo más próximos al eje de estos acontecimientos que el juicio equilibrado y la cuidadosa percepción. Los acontecimientos centrales de nuestra época no son menos olvidados efectivamente por los comprometidos en la fe en un destino inevitable que por los que se han entregado a un infatigable optimismo.
Este libro ha sido escrito con un fondo de incansable optimismo y de incansable desesperación. Sostiene que el Progreso y el Hado son dos caras de la misma moneda; ambos son artículos de superstición, no de fe. Fue escrito por el convencimiento de que sería posible descubrir los mecanismos ocultos mediante los cuales todos los elementos tradicionales de nuestro mundo político y espiritual se disolvieron en un conglomerado donde todo parece haber perdido su valor específico y tornádose irreconocible para la comprensión humana, inútil para los fines humanos. Someterse al simple proceso de desintegración se ha convertido en una tentación irresistible no sólo porque ha asumido la falsa grandeza de una «necesidad histórica», sino porque todo lo que le era ajeno comenzó a parecer desprovisto de vida, de sangre y de realidad.
La convicción de que todo lo que sucede en la Tierra debe ser comprensible para el hombre puede conducir a interpretar la Historia como una sucesión de lugares comunes. La comprensión no significa negar lo que resulta afrentoso, deducir de precedentes lo que no tiene tales o explicar los fenómenos por tales analogías y generalidades que ya no pueda sentirse el impacto de la realidad y el shock de la experiencia. Significa, más bien, examinar y soportar conscientemente la carga que nuestro siglo ha colocado sobre nosotros — y no negar su existencia ni someterse mansamente a su peso—. La comprensión, en suma, significa un atento e impremeditado enfrentamiento a la realidad, un soportamiento de ésta, sea como fuere.
En este sentido es posible abordar y comprender el afrentoso hecho de que un fenómeno tan pequeño (y en el mundo de la política tan carente de importancia) como el de la cuestión judía y el antisemitismo llegara a convertirse en el agente catalítico del movimiento nazi en primer lugar, de una guerra mundial poco más tarde y, finalmente, de las fábricas de la muerte. O también la grotesca disparidad entre causa y efecto que introdujo la época del imperialismo, cuando las dificultades económicas determinaron en unas pocas décadas una profunda transformación de las condiciones políticas en todo el mundo. O la curiosa contradicción entre el proclamado y cínico «realismo» de los movimientos totalitarios y su evidente desprecio por todo el entramado de la realidad. O la irritante incompatibilidad entre el poder actual del hombre moderno (más grande que nunca hasta el punto incluso de ser capaz de poner en peligro la existencia de su propio Universo) y la impotencia de los hombres modernos para vivir en ese mundo, para comprender el sentido de ese mundo que su propia fuerza ha establecido.
El designio totalitario de conquista global y de dominación total ha sido el escape destructivo a todos los callejones sin salida. Su victoria puede coincidir con la destrucción de la Humanidad; donde ha dominado comenzó por destruir la esencia del hombre. Pero volver la espalda a las fuerzas destructivas del siglo resulta escasamente provechoso.