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Cristóbal Colón - Diario de a bordo

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Cristóbal Colón Diario de a bordo

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Luz

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Apéndice

La época

Europa

mira hacia

Oriente

La Antigüedad legó a la Edad Media, que la transfirió al Renacimiento, su obsesión por Asia. Allí se hallaban la Tierra Santa y el sepulcro de Cristo —meta de las Cruzadas y del apostolado— e infinidad de artículos de lujo, objeto de tráfico constante. Diamantes, rubíes, perlas, zafiros, amatistas, drogas, tintes, maderas olorosas, perfumes, tejidos de Damasco, cristal, porcelana, tapices, alfombras y especiería ejercían una atracción hipnótica en los europeos. Incluso la Iglesia católica impulsaba el consumo de los productos orientales, pues ni uno solo de los millares de millones de granos de incienso que levantaban el humo de los incensarios, movidos por los celebrantes en miles de iglesias, procedía de tierras europeas; llegaban por mar, embarcados en puertos de Arabia. Y la hoy habitual pimienta se apreciaba al peso casi tanto como la plata; tan sólido era su valor que varios estados y ciudades calculaban a base de pimienta, como si fuese un metal noble: a cambio de pimienta se adquirían haciendas, se pagaban dotes, se obtenía el derecho de ciudadanía y se cobraban tributos. Jengibre, canela, quina y alcanfor se pesaban en balanzas de orfebre o de boticario, procurando que ninguna corriente de aire aventara siquiera una dracma del preciado polvo. A cambio de estos productos, cuyo coste aumentaba en cada etapa del trabajoso y prolongado trayecto, Europa proporcionaba lanas y metales, pero la balanza comercial se inclinaba decididamente hacia Oriente, pues las exportaciones de India, Arabia, Persia y las islas del Pacífico superaban con mucho las importaciones que estos pueblos hacían de artículos occidentales.

Rutas

comerciales

Para llegar a Europa, las rutas que seguían las mercancías orientales eran tres: una marítima, una mixta y una terrestre. Esta última, la menos utilizada a causa de su mayor peligrosidad, cruzaba el desierto de Gobi hasta Kashgar (la Cascar de Marco Polo) y Samarkanda: desde estos puntos llegaba al mar Caspio, y luego por el Don y el Volga hasta Crimea y el mar Negro. La ruta mixta transportaba mercancías adquiridas en las costas occidentales de la India, embarcándolas hasta Ormuz, y por el Tigris hasta Bagdad; desde este punto, en caravanas, seguían itinerarios diversos: Tabriz (la antigua Tauris, capital de Persia en la época de Marco Polo), los puertos del Caspio y los del Mediterráneo asiático. La ruta marítima, la más frecuentada, partía de Japón y China, concentraba los productos en Malaca y desde allí, por la costa de Malabar, seguía hasta Ormuz y por el mar Rojo hasta El Cairo, desde donde llegaba por el Nilo a Alejandría; en esta ciudad recogían la mercancía nuevos usufructuarios: tras la toma por los turcos de la competidora Bizancio y las pérdidas de Génova, la pequeña República de Venecia se apropió del monopolio del comercio oriental de las especias, y la mercancía pasaba necesariamente por el Rialto, donde era encarecida por factores alemanes, flamencos o ingleses. Y desde Venecia, ya en carros de anchas ruedas, las mismas especias que dos años antes brotaban al sol tropical, atravesaban las nieves y los hielos de los pasos alpinos hasta acceder a los tenderos europeos y, por ende, a los consumidores.

Nuevas

embarcaciones

Este activísimo y provechoso comercio alcanzó su apogeo en los siglos XIII y XIV, merced a la galera, el barco mediterráneo por excelencia, que prácticamente no había sufrido variaciones desde la época de los romanos. Era un barco movido fundamentalmente por remo y en el que las velas se empleaban sólo como auxiliares. Las mayores, «galeras de mercado», llegaban a tener 45 metros de eslora por 6 de manga, dos mástiles y de 20 a 36 remos por banda; podían cargar más de doscientas toneladas. Para mejorarlas se corrigieron el timón, el aparejo y el armamento. El timón lateral, que salía del agua cuando el barco se balanceaba, fue sustituido por el de popa, mucho más maniobrable y que permitía girar más aprisa; se añadió un tercer mástil y las velas latinas, triangulares, fueron reemplazadas en el trinquete por las cuadras, que proporcionaban mayor velocidad; bombardas y arcabuces ocuparon el lugar de armas balísticas, arcos y flechas. Con ser notables, estos perfeccionamientos no convertían a la galera en la embarcación idónea para el comercio con el norte de Europa, ya que su estilizada estructura resultaba débil y quebradiza para afrontar la mar gruesa del océano.

La carraca,

la nao,

la carabela

Fue durante el siglo XV cuando surgieron una serie de barcos de vela robustos y de fácil maniobrabilidad que permitieron pasar de la navegación de cabotaje a la de altura. Todos ellos pertenecían al tipo de barco redondo, corto de eslora y de perfil mazacote. Existían tres clases, diferenciadas fundamentalmente por el tamaño. El mayor, la carraca, era de alto bordo y podía cargar más de mil toneladas; su aparejo se componía de tres palos y el bauprés. La nao era un barco intermedio, con una capacidad de entre 200 y 300 toneladas, y que podía utilizarse tanto para el comercio como para las empresas de exploración y descubrimiento. La menor, la carabela, sólo cargaba cien toneladas, y era particularmente útil para navegaciones rápidas; la palabra carabela o caravela parece derivarse de «carabo», embarcación de cabotaje utilizada por los berberiscos, y que tiene como raíz la voz «cara», que en varias lenguas orientales significa negro: en esta clase de barcos no se empleaba como pintura sino el color negro, natural de la pez. Carraca, nao y carabela no podían moverse a remo, y su maniobrabilidad residía en la adecuada combinación de velas: de los pesados buques nórdicos tomaron la vela cuadra, buena para navegar con viento de popa, y de los árabes la vela triangular que aprovechaba el viento de costado.

Al aumentar el transporte de mercancías en grandes cantidades, los fletes se abarataron y pudieron establecerse rutas más directas, sin tantas escalas. Fue desarrollándose así una forma de navegar en la que el conocimiento de los vientos y corrientes y de sus variaciones estacionales adquiría mayor importancia. Venecianos y genoveses arribaban en sus repletas embarcaciones a Lisboa, Southampton y Amberes, donde no sólo compraban y vendían productos concretos, sino que hacían préstamos y cobraban intereses.

Pero, a mediados del siglo XV, este tráfico sufrió un duro golpe. En su avance hacia el Bósforo, los otomanos saquearon los depósitos de mercancías, asesinaron a cónsules y mercaderes y menguaron el poderío económico de los europeos. Las vías comerciales cayeron bajo el dominio turco, y los elevados derechos exigidos por Egipto para el tránsito de los productos orientales hicieron que sólo la potente Venecia continuase abasteciendo a una Europa ávida y curiosa.

Oro

para una

gran política

Cuatro reyes se repartían aquella Europa: Fernando de España, Luis XI de Francia, Enrique VI de Inglaterra y Maximiliano de Alemania. Cada uno de ellos aspiraba a reconstruir el Imperio de Occidente en beneficio propio. De ahí la necesidad de una política de prestigio, apoyada en el ejército y las finanzas.

La guerra era frecuente: en los campos de batalla cargaba la caballería blindada, y por los caminos de Italia rodaban piezas de artillería pesada montadas sobre cuatro ruedas. Pero el ejército constituía el más caro de los lujos: la fundición de cañones, el armamento, las remontas y, sobre todo, las soldadas de los mercenarios, exigían una tesorería siempre bien provista de oro. Así pues, el principal objetivo de los soberanos era acaparar el metal precioso. Pero Europa tenía pocas reservas de oro y escasas minas. Inclinados sobre retortas y alambiques, los alquimistas no desesperaban de encontrar la piedra filosofal que ennoblecería los metales vulgares. Pero ¿no sería más fácil buscar oro donde lo había, es decir, en las Indias? Se creía, en efecto, que el oro extraído de las minas era sol petrificado por la acción del tiempo: los países soleados, los más próximos al ecuador, debían rebosar de oro. Era necesario buscar nuevos caminos para llegar a Extremo Oriente, con objeto de reanudar la ininterrumpida relación comercial y de encontrar el oro suficiente para mantener ejércitos y satisfacer las crecientes exigencias de los reyes.

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