Relatos del mar
Selección:
Marta Salís
Traducción:
Marta Salís
Damián Alou, doctor de la Buena Maison, Melitón Cardona,
Anton Dieterich, Víctor Gallego Ballestero,
Isabel Hernández, Javier Marías,
Cristina Marín Rubio, Aurelio Martínez Benito, Catalina Martínez Muñoz, Fernando Otero Macías, Carmelina Payá, Antonio Samons,
Miguel Temprano García y Francisco Torres Oliver
ALBA
Prese ntación
La presente antología, orde nada cronológicamente a partir de la fecha de publicación, incluye una variada selección de relatos que giran en torno al mar, esa gran fuente de inspiración literaria, y que pretende reflejar toda su belleza, misterio y crueldad, así como la fascinación que ha ejercido siempre sobre el ser humano.
No hemos tenido intención de hacer una antología «histórica» remontándonos a los orígenes de la literatura: empezar con la epopeya de Gilgamesh, el paso del mar Rojo, el regreso de Ulises a Ítaca o las aventuras de Jasón y los argonautas en busca del vellocino de oro nos habría obligado a trazar un itinerario demasiado exhaustivo y arduo de medir en número de páginas. Si iniciamos nuestro viaje con Cristóbal Colón, aunque en fecha de publicación le preceda el fragmento de Antonio de Pigafetta, es porque el descubrimiento de América (1492) se considera uno de los acontecimientos históricos que, junto con la toma de Constantinopla (1453), señalan el inicio de la Edad Moderna. De un modo u otro, el mar se hace Historia, y luego literatura, en cuanto se convierte en canal para expediciones y conquistas, y a esta visión tantas veces turbia que ha definido característicamente el mundo «conectado» y sin non plus ultra en el que vivimos está dedicada buena parte de nuestra antología.
En nuestra selección hay relatos y fragmentos de novelas y de otras obras más extensas, pero hemos querido que los relatos fueran mayoría.
Se reúnen aquí textos de ficción y de no ficción. Entre estos últimos, el lector encontrará memorias de carácter personal, como las del esclavo Olaudah Equiano, el capitán negrero Hugh Crow, los misioneros Daniel Tyerman y George Bennet, el capitán Joshua Slocum −primer navegante que dio la vuelta al mundo en solitario− y el escritor Iván S. Turguénev; pero también testimonios de navegantes y exploradores como Cristóbal Colón, Antonio de Pigafetta y Fritdjof Nansen, cargados de valor histórico.
Dentro de la ficción encontraremos algunos nombres clave de la narrativa occidental y, entre ellos, autores que fueron marinos o tuvieron una experiencia directa del mar, por lo que su obra puede considerarse fehacientemente documentada: James Fenimore Cooper, Herman Melville, Robert Louis Stevenson, Joseph Conrad y Jack London serían un buen ejemplo.
En el capítulo de la ficción, inevitablemente, predominará el elemento épico: tormentas, naufragios, piratas, motines, batallas… El mar, en definitiva, romántico, una tradición que se ha mantenido hasta nuestros días, no pocas veces con un sesgo imperialista. No hemos olvidado sus derivaciones a lo fantástico y sobrenatural (los buques fantasma de Wilhelm Hauff y de Richard Middleton o la «kafkización» de la leyenda del holandés errante), a lo terrorífico (el gigantesco remolino de Edgar Allan Poe, los monstruos marinos de Rudyard Kipling y el cielo en llamas de William Hope Hodgson) e incluso a lo milagroso (los tres eremitas de Lev N. Tolstói)… pues ¿acaso los milagros y el mar no tienen una larga tradición?
Tampoco podían faltar autores representativos del género de aventuras más popular, como es el caso de Jules Verne y de Emilio Salgari, incorporados al imaginario colectivo; ni dejar a un lado el elemento gore , presente tanto en los textos documentales (Alexandre O. Exquemelin, cirujano-barbero de los piratas del Caribe) como en los creativos (Bram Stoker y sus piratas malayos).
Toda esta dimensión épica puede tratarse también de un modo realista, no solo en las memorias o episodios autobiográficos, como hacen Richard Henry Dana hijo, en sus dos años como simple marinero, o Stephen Crane, en sus veinticuatro horas a la deriva en un bote salvavidas; sino también en los cuentos: los pescadores y los soldados heridos que pueblan los relatos aquí elegidos de Guy de Maupassant, Antón P. Chéjov, Emilia Pardo Bazán y Maksim Gorki servirán para ilustrarlo. Pero, con el tiempo, irán apareciendo tratamientos humorísticos e irónicos que desmitificarán el escenario de tanta lucha del hombre contra los elementos; los relatos de Saki y Roald Dahl serían el ejemplo culminante, pero también el pirata vocacional de Marcel Schwob, el vodevil criminal de Henry James y la comedia burguesa de Francis Scott Fitzgerald. Esta última enlazaría con los relatos de simples pasajeros, con un mar ya «domesticado», que empiezan brillantemente con Daniel Defoe y siguen con Anthony Trollope y Winston Churchill, aunque éste dé a su historia un giro inesperado.
Daniel Defoe convierte el mar en escenario de una fábula moral muy poco edificante, que, casi dos siglos antes, ya apuntaba Fray Antonio de Guevara en De muchos trabajos que se pasan en las galeras (1539): «En una peligrosa tormenta se ponen los marineros a rezar, se ocupan en suspirar, se toman a llorar, la cual pasada, se asientan muy despacio a comer, parlar, a jugar, a pescar y aun a blasfemar, contando unos a otros el peligro en que se vieron y las promesas que hicieron».
Fue, sin embargo, el romanticismo, ya entrado el siglo xix, el que trajo la visión exaltada e idealista del mar. No habían faltado, en siglos anteriores, testimonio y advertencias sobre esta «pasión» por entonces inimaginable como tal. La vida de aventuras y libertad con que soñaban muchos de los que embarcaban contrastaba con la áspera realidad: el trabajo era duro, los riesgos grandes, los salarios bajos y el espacio vital agobiante. Demasiado esfuerzo para un final que rara vez era feliz. Fray Tomás de la Torre, que acompañó en sus viajes a fray Bartolomé de las Casas a mediados del siglo XVI, ya había dejado escrito: «El navío es una cárcel muy estrecha y muy fuerte de donde nadie puede huir aunque no lleve grillos ni cadenas y tan cruel que no hace diferencia entre los presos e igualmente trata y estrecha a todos»; y Eugenio de Salazar, un burlón pasajero de la época, decía en una de sus cartas, con tanta gracia como exageración: «También hay […] piojos y tan grandes, que algunos se almadían y vomitan pedazos de carne de grumetes… Tiene el navío grandísima copia de volatería de cucarachas, que aquí llaman curianas, y grande abundancia de montería de ratones, que muchos de ellos se aculan y resisten a los monteros como jabalíes». El mismísimo Miguel de Cervantes, que sabía de lo que hablaba, se refirió en El licenciado Vidriera (1613) a «la extraña vida de aquellas marítimas casas adonde lo más del tiempo maltratan las chinches, roban los forzados, enfadan los marineros, destruyen los ratones y fatigan las maretas». Nuestros antepasados llegaron a decir, jugando con la dicción, que «mar ۚ» venía de «amargura», y apostillaron la cuestión afirmando, como el ya citado fray Antonio de Guevara, que la mar era «muy deleitosa de mirar y muy peligrosa de pasear». Por no hablar del mareo, del que sabía mucho Charles Darwin, que pasó cinco años en ese estado a bordo del Beagle, y sobre el que Charlotte Brontë escribió, en Villete (1853), este fragmento de jocoso final:
Al caer la noche el mar se encrespó: olas cada vez más grandes azotaban con fuerza el costado del barco. Era extraño pensar que solo nos rodeaban el agua y la oscuridad, y sentir que la nave avanzaba sin perder el rumbo, a pesar del ruido, el oleaje y el creciente temporal. Algunas piezas del mobiliario empezaron a caerse y fue necesario trincarlas para que no se movieran; los pasajeros estaban cada vez más mareados; la señorita Fanshawe declaró entre gemidos que se moría.
−Todavía no, querida –dijo la camarera−. Acabamos de llegar a puerto.
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