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Sergio Marchi - Roger Waters

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Sergio Marchi Roger Waters
  • Libro:
    Roger Waters
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    ePubLibre
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    2012
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Roger Waters: resumen, descripción y anotación

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Foto Andrew Whittuck Getty Images Ladrillos sueltos Prólogo No te rindas sin - photo 1

Foto: Andrew Whittuck, Getty Images

Ladrillos sueltos
Prólogo

“No te rindas sin dar pelea”

“Hey You” - Pink Floyd


Escupir a alguien es tal vez la forma más radical de expresar el desprecio; algo intensamente personal y con sentida dedicatoria: la propia saliva como proyectil fabricado en el interior de nuestro organismo hacia un objetivo con una identidad absolutamente clara. Es una agresión que no admite retorno. Ya es un lugar común en las películas donde un guerrero, vencido y sin posibilidades, recibe un indulto extorsivo, que compromete su honor, y responde escupiendo al que lo somete rechazando su oferta de un modo heroico. Acto seguido, es trasladado a alguna horrorosa forma de confinamiento o padecimiento, ya que el show debe continuar y la película tiene que mostrar alguna trama y una chance de redención para el héroe. Pero eso es el cine; la vida real es algo muy diferente.

Sin embargo, The Wall comenzó de esa manera, cuando Roger Waters escupió a un miembro de su público, en 1977, durante una gira de Pink Floyd. Ese fue el primer ladrillo de esta inmensa pared que en 2012 no ha perdido nada de su solidez inicial. Un muro resistente y bien construido por un estudiante de arquitectura que abandonó la carrera junto a un par de compañeros para dedicarse a una de las aventuras más increíbles que pueda experimentar un ser humano. No se trata solamente de las innumerables peripecias y obras de Pink Floyd, uno de los mejores y más importantes grupos de toda la historia del rock; no es tampoco el añadido de la obra de Roger Waters, la fuerza motora y creadora detrás de la banda, que ha continuado como solista. Se trata de algo mucho más inmenso y poderoso: el viaje que emprende un ser humano en un punto dado de su vida para enfrentar su propia infelicidad. Y él logra vencerla o, al menos, llegar a buenos términos con el origen de sus sufrimientos.

De acuerdo con la leyenda, siempre más espectacular que la realidad, el 6 de julio de 1977, Pink Floyd realizó el último show de la gira presentación de su disco Animals. Se trataba de un momento difícil para la banda, que había crecido tanto que finalmente tuvo que encarar su primera gira en estadios al aire libre. Eran pocos los grupos que en ese tiempo alcanzaban una escala semejante que no tardaba en convertirse en pesadilla; solamente The Rolling Stones y Led Zeppelin habían continuado con aquella locura que se cobró el sistema nervioso de The Beatles, quienes comprendieron en 1966 que tal nociva costumbre los había hecho retroceder como músicos, por eso siguieron funcionando sólo como banda de estudio. Si bien se podría pensar que el hecho de tocar en condiciones tan adversas como en un estadio sin sistema de amplificación, tal cual hoy lo conocemos, y frente a decenas de miles de adolescentes chillando histéricamente podría constituir un fabuloso entrenamiento como salir a caminar en una tormenta de nieve, la realidad es que la música, el rock en este caso, es arte y no se rige por parámetros deportivos.

Pink Floyd brindaba el último concierto de la gira que había comenzado en enero y sus integrantes se encontraban exhaustos por el enorme esfuerzo realizado. Esta situación de estadios afectaba a Floyd más que al resto de sus colegas, ya que la fuerza de su música radicaba más en el clima que pudieran generar que en el ritmo o en el volumen a desarrollar. Es tremendamente complicado, aún hoy, alcanzar una atmósfera hipnótica y cautivante en un estadio a cielo abierto por razones que van desde lo meramente meteorológico hasta la naturaleza del comportamiento humano. Esa noche infame, un grupo de muchachitos, claramente excedido de alcohol y con fuegos artificiales, se ubicó frente al escenario y se dedicó a gritarle a Roger Waters que tocase una canción determinada. Tan insistentes fueron que captaron su atención y lograron desconcentrarlo. Cansado de tanta molestia, Waters se acercó al borde del escenario y escupió al gritón. “Ni siquiera sé si le acerté, espero que no”, narró el artista en 2011, todavía avergonzado por su inesperada reacción. Aquel hecho sorprendió también a sus propios compañeros que no quisieron salir a hacer los bises pertinentes, no tanto por la acción de Waters sino porque de algún modo compartían su malestar. Aunque no su alienación, la que llegó al punto de desear la creación de una pared que lo aislase del público. Sin embargo, ese muro era mucho más alto y poderoso de lo que Roger pudiera haber llegado a comprender en su momento. Y, además, esa pared ya estaba construida con los ladrillos de sus más profundos temores que lo aguardaban, pacientes, en la fortaleza de su propio inconsciente.

Esa fue la génesis de The Wall, una de las obras más impresionantes que haya generado el rock y que lo trasciende. Es la historia de un hombre parapetado detrás de un formidable muro con la vana esperanza de que lo proteja del mundo. Es el cuento de una estrella de rock atribulada, incapaz de establecer contacto con nadie, ni siquiera consigo mismo, que se consume en el ardor de su propia locura. Es la ligera ilusión de librarse de los propios miedos colocando una pared imaginaria que los detenga y le ponga fin al dolor interior. Pero más que nada es el titánico esfuerzo de un hombre que utiliza el arte como metáfora de su propia vida y como arma destructora de sus propios traumas. The Wall es el alucinante intento de Roger Waters de llegar a buenos términos consigo mismo y poder resolver todas las cuentas pendientes de su propia psiquis.

Al igual que John Lennon, Roger Waters utilizó el rock no solamente como herramienta de expresión de sus propias ideas, sino también como un agente curativo que le permitiera sublimar su propio padecer. Cuando Mick Jagger y Keith Richards compusieron “(I Can’t Get No) Satisfaction”, oficiaron como catalizadores de un sentimiento juvenil compartido: era toda una generación que se rebelaba, ahora abiertamente y con todas las armas en la mano y a la vista, contra el modo de vida de sus padres en 1965. Había algo de catarsis colectiva en aquel “I can’t get NO”; existía una felicidad maliciosa en el subrayado: “¡No, no, no!”. Amy Winehouse supo utilizar ese truco en el tema “Rehab”, donde se burlaba de los problemas que pocos años más tarde le costarían la vida.

En los aullidos desgarradores de John Lennon en el tema “Mother”, cuando la canción se extingue, hay algo absolutamente personal: sus sentimientos de pérdida más intensos. “¡Mamá, no te vayas! ¡Papá, volvé a casa!”, gritaba Lennon en carne viva, reviviendo el dolor que había padecido por los reiterados e intensos abandonos que sufrió. El primero sucedió cuando su padre desertó de su familia y lo dejó solo con su madre; después, cuando su madre lo envió a vivir con la célebre tía Mimí; más tarde, cuando su padre retornó para llevárselo con él, y con la posterior intervención de su madre Julia, que lo puso en la difícil disyuntiva de decidir con quién quedarse. John era un chico de cinco o seis años que no debía haber sido expuesto a tan doloroso escenario. Al comienzo se decidió por su padre, para salir corriendo después tras las piernas de su madre, quien volvió a dejarlo al cuidado de Mimí. Un padre fugitivo (que lo abandonó dos veces y que retornó en una tercera ocasión cuando se enteró de la fama de su hijo) y una madre ausente que repite el abandono con asombrosa tenacidad y con la que John fue entablando un extraño vínculo que terminó de un modo espantoso: con la muerte de Julia atropellada por un policía borracho fuera de servicio.

En 1970, cuando John sublimó aquellos sentimientos en “Mother”, ya era un dios para multitudes. En ese momento, Lennon ya había dejado atrás a The Beatles, el grupo más exitoso de todos los tiempos. Lo que no pudo dejar atrás fue ese terrible sentimiento de pérdida que lo había acompañado durante treinta años. Necesitó gritárselo al mundo estimulado por la terapia con el psicoanalista Arthur Janov, un estadounidense, autor del libro

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