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Rubén Juste - IBEX 35: una historia herética del poder en España

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Rubén Juste IBEX 35: una historia herética del poder en España
  • Libro:
    IBEX 35: una historia herética del poder en España
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    ePubLibre
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    2017
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IBEX 35: una historia herética del poder en España: resumen, descripción y anotación

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RUBÉN JUSTE Toledo 1985 Licenciado y doctor en Sociología por la - photo 1

RUBÉN JUSTE (Toledo, 1985). Licenciado y doctor en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid, ha realizado su tesis doctoral sobre puertas giratorias en el IBEX 35. Especializado en Metodología de la Investigación y en Análisis de Redes Sociales, ha publicado diferentes artículos académicos sobre redes empresariales, redes de comunicación en prensa o preferencias electorales. Al igual que muchos compañeros de generación, tuvo que salir del país tras el estallido de la crisis económica. Su trayectoria ha transcurrido en un largo peregrinaje por países como Australia, Paraguay y Ecuador. En América Latina fue consultor político para diversas formaciones políticas, además de docente en varias universidades. Está especializado en política paraguaya, sobre la cual ha escrito varios artículos en prensa y revistas especializadas.

Su más reciente publicación es Cartismo y el proyecto de una clase transnacional. Durante los últimos años ha estado buceando en la base de datos de la CNMV, rodeado de abogados, inversores y preferentistas desesperados, mientras extraía datos para poder explicar quiénes eran y cómo se organizaban los que han decidido en las últimas décadas el futuro del país. Actualmente es articulista de política y economía en el semanario CTXT, donde se dedica a contar la historia de los que mandan y no se presentan a las elecciones.

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El PSOE de Solchaga inaugura
el IBEX 35 y el nuevo Estado

M il novecientos noventa y dos. El dígito, el noveno, anunciaba el fin de siglo y de milenio. En España, su simbolismo lo convertía en una redondeada llave; más aún, en aquella que encajaba a la perfección en la cerradura de una puerta tenebrosa: tras ella, oculto, agazapado —y al fin encerrado con llave—, se encontraba aquel espíritu sin humor, gris, de bigote negro y cejas pobladas, y tendencia a empujar recurrentemente al país a las simas más profundas. Ese espíritu, que encarnaba la historia trágica de España, había desaparecido. Supuestamente, el nueve había dispuesto las garantías de no retorno a partes iguales: el olvido y demonización de la experiencia soviética y la desaparición de arengas franquistas y de soflamas militares golpistas eran condición necesaria para mantener dicha puerta cerrada. «En la nueva sociedad internacional que hemos de diseñar entre todos, ya no hay modelos de referencia con los que alinearse. Existe la voluntad de asentar firmemente los valores democráticos y el respeto a los derechos humanos como los principios básicos que han de guiar las relaciones internacionales», dijo Felipe González, solemne y ante 1800 distinguidos asistentes de todo el mundo, incluido el Gobierno en pleno. Era un primaveral 20 de abril de 1992, día de la inauguración de la Exposición Universal de Sevilla y solo faltaban tres meses para que el flameante pebetero de Montjuïc diera el pistoletazo de salida a los Juegos Olímpicos. Tres meses antes, la campana de la bolsa había anunciado, sin tanto bombo y platillo, el arranque del índice bursátil IBEX 35, con 35 consejeros de dichas empresas procedentes de las entrañas del Estado franquista.

Aquel horizonte irreversible fue durante largo tiempo suficiente para que el PSOE y Felipe González sostuvieran el bastón de mando. Aferrados al argumentario coacher, en una y otra elección ambos se presentaban como ejemplo de superación de la historia trágica de España —la que «nunca acaba bien», que retrataba Jaime Gil de Biedma—. Obstinado, González cavó una y otra vez una zanja entre el PSOE y sus adversarios; desde el Partido Comunista de Carrillo al Partido Socialista Popular de Tierno Galván; y luego frente a Izquierda Unida, capitaneada por Julio Anguita. A todos los puso al lado del Partido Popular: los tristes y peligrosos, frente a una España en positivo. Junto a él, en la misma zanja soleada, Juan Carlos I. Aquella fórmula funcionó hasta 1996 y aún entonces solo le separaban 15 diputados y 290 328 votos del victorioso Partido Popular de Aznar.

Durante catorce años representaron los papeles protagonistas de la nueva era: González, de la mano del rey, borraron la marca de continuismo del sistema salido de la constitución de 1978. Simbolizaban una transición sin traumas, convertidos en amas de llaves de la transición política al permitir cerrar bajo candado el pasado —ley de amnistía mediante—, con la promesa de no confrontar las dos Españas, y de unir las fuerzas del pasado (rey) y del futuro (González) para modernizar España. Todo cambiaba, y el PSOE y el rey eran la garantía de no retorno desde las elecciones del 28 de octubre de 1982, en que un pletórico Alfonso Guerra, con un Gobierno y una mayoría absoluta aplastante de 200 diputados bajo el brazo, sentenció: «Vamos a poner a España que no la va a reconocer ni la madre que la parió». Las expectativas eran elevadas, era el primer Gobierno desde la II República integrado por miembros de un partido denominado socialista. «¡Por el cambio!», gritaba el eslogan del PSOE en las elecciones.

Apariencia y esencia de aquel 1992:
el nuevo poder discreto

Aquella década de los ochenta terminó siendo un rompecabezas para aquellos que intentaban descifrar sus códigos. Marcada por aquel «quien que no esté colocado, que se coloque» —que gritó el alcalde de Madrid, Enrique Tierno Galván—, aquella década, al igual que aquella expresión, se anunciaba ambivalente: oscilaba entre sueños prometeicos, altibajos y ambiciones frustradas. No es para menos, pues la ansiada democracia trajo bajo el brazo una crisis económica aguda que se cebó con la población más joven, aquella que había crecido con el entusiasmo de ver morir al régimen en la cama, había ido a la universidad con el PSOE, y hacía la cola en el INEM mientras escuchaba que «España es el país donde es más fácil hacerse rico». La realidad y la ficción volvieron loca a aquella generación, que transitaba entre la idea de colocarse en la sociedad o ser devorada por la heroína.

Todo aquello pareció caer con el muro de Berlín. Los noventa, en cambio, entraban con un matiz más amplio de colores y un dominio del principio de realidad, un sentido de las cosas alejadas del marxismo suspicaz de los ochenta, o de la mirada sospechosa de Foucault, que nos advertían del trasfondo oscuro y conspirador del poder y empujaban al desencanto existencial. Los noventa eran otros tiempos y aunque el nivel de paro parecía anunciar un retroceso, la nueva y arrasadora cultura del consumo dilapidaba toda voz divergente con su sentencia progresista: «Cualquier tiempo pasado fue peor».

En la fuerza de aquellos símbolos intervino una cultura de consumo que entró en tromba para quedarse. Aquella cultura reemplazó los cantautores de la Nova Cançó de los setenta como símbolos de una nueva sociedad en libertad, por las nuevas boybands como Backstreet Boys o 'N Sync que reivindicaban el hedonismo juvenil sin límites. En el plano de la cultura underground, la new wave berlinesa que atrapó a David Bowie dio paso a la nueva ola de punk-rockers con acento californiano, que servían de banda sonora de las hipersexualizadas series de verano. Alaska y Almodóvar dejaban su sitio a Australian Blonde e Historias del Kronen.

Escondido detrás de los nuevos símbolos de la cultura norteamericana del consumo, entraba sigilosamente el capital extranjero. España se había convertido en destino codiciado por inversores internacionales, y entre 1980 y 1990 se multiplicó por trece el stock. Estos llegaban pletóricos a España, viendo la apertura de grandes nichos de mercado que se abrían al capital extranjero, gracias a la desregulación de múltiples sectores. Pero no solo fue una simple llegada en masa de inversores foráneos, sino de una gama de productos nunca antes vistos.

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