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Ryszard Kapuściński - La jungla polaca

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Ryszard Kapuściński La jungla polaca

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Las andanzas de Kapuciski reportero del semanario Polityka por la Polonia - photo 1

Las andanzas de Kapuściński, reportero del semanario Polityka por la Polonia profunda, fructificarían en 1962 con la publicación de su primer libro, La jungla polaca, escrito entre las décadas cincuenta y sesenta del siglo XX, entre viaje y viaje africano. El ambiente literario era favorable a los reportajes, que se habían convertido en asignatura obligatoria para las plumas más destacadas del país. En medio de la profusión de la que en Polonia se llamó «literatura de los hechos», el delgado volumen de un debutante, apenas treintañero, suscitó el interés del público y de la crítica, que destacó la manera novedosa de concebir el reportaje, convertido en literatura con mayúsculas. «Kapuściński encuentra a sus héroes entre los habitantes de aldeas de mala muerte, entre personas de profesiones poco corrientes y aquellas cuyas vidas —también poco corrientes— están marcadas por la complejidad de la época en la que les ha tocado vivir» (Zycie literackie).

Ryszard Kapuciski La jungla polaca ePub r11 Titivillus 060416 Título - photo 2

Ryszard Kapuściński

La jungla polaca

ePub r1.1

Titivillus 06.04.16

Título original: Busz po polsku

Ryszard Kapuściński, 1962

Traducción: Agata Orzeszek

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

PASEO MATUTINO Todas las mañanas nada más levantarme me tomo un café y salgo - photo 3

PASEO MATUTINO

Todas las mañanas, nada más levantarme, me tomo un café y salgo a dar mi paseo. Son las siete. Recorro la calle en la que vivo, Prokuratorska, en dirección a Wawelska. Paso junto al consulado británico: ante la verja, a esta hora, ya espera un nutridísimo grupo de personas. Pasan allí la noche, duermen en los coches, en los céspedes, en los bancos: han venido para solicitar un visado. Enseguida sé que estoy en el Tercer Mundo. Tamañas aglomeraciones no se dan ni en Oslo ni en Berna, pero sí en Kampala y en Kuala Lumpur.

Los habitantes de los países más o menos pobres —como Polonia sin ir más lejos— ofrecen su barata mano de obra; los países ricos se defienden, tienen de sobra donde elegir. Hambrientos, aunque no tanto como para no poder moverse (como mis miserables del Sahel), intentan tomar por asalto Occidente, donde, si se logra conseguir un empleo, aún se puede ganar un buen sueldo (un vecino de mi madre, pan Kucharski, un albañil ya entrado en años, preguntado un día sobre cuál era su mayor deseo, le respondió sin pensárselo dos veces: «¿Sabe, señora?, sueño con ganarme un buen pellizco, ¡aunque sea una sola vez en mi vida!»).

El anhelo de un buen sueldo no se limita al simple deseo de llenarse los bolsillos. Al fin y al cabo se trata de una necesidad de autoafirmación: así demostraré públicamente lo que valgo, qué lugar ocupo en el escalafón de la jerarquía social. La pregunta por los ingresos es, sobre todo, una pregunta por mi persona: cómo me ven y califican, en cuánto me aprecian.

Justo detrás del consulado está el cruce entre Wawelska y la avenida Niepodległości, lugar donde se encuentran los límites de los tres barrios céntricos: Mokotów, Ochota yśródmieście. Tengo delante, enfrente de la sede central del Instituto de Estadística, el edificio en que vivió antes de la guerra el autor de Gente clandestina, el gran maestro masón y senador socialista Andrzej Strug. Fue en su piso donde Witkacy conoció a Czesława Oknińska, el último amor de su vida. Corría el año 1929. Una década más tarde, en 1939, partieron juntos rumbo a Polesia. Allí, en un bosque cercano a la aldea de Jeziory, cometieron su doble suicidio (al que sin embargo ella, salvada a tiempo, sobrevivió).

Cruzo la calle Wawelska y entro en los Campos de Mokotów. Veo desde lejos la sede de la Biblioteca Nacional, siempre en obras. Llama la atención que, antes de empezar a erigirla, habían levantado todo un conjunto de edificios y sólidos barracones para albergar a los burócratas de la empresa constructora, como si hubiesen asumido de antemano que la biblioteca —tampoco gigantesca que digamos— tardaría años en edificarse, cuando no generaciones enteras. Y, en efecto, ¡no se equivocaban! Los despachos de la administración están a rebosar de oficinistas desde primera hora de la mañana, mientras a pie de obra, en un andamio ya corroído, se ve un solo albañil y, un poco más allá, un segundo obrero mezcla un puñado de argamasa en una hormigonera desvencijada.

Ahora (estamos a finales de mayo) me adentro en la verde exuberancia de los Campos de Mokotów. Aquí, junto al cruce de Wawelska con la avenida Niepodległości, habían construido en 1945 un pequeño barrio de minúsculas casas unifamiliares de madera, conocidas como finlandesas. Poco después de la guerra nos concedieron una de ellas, porque mi padre trabajaba entonces en la Empresa Social de Construcción. Aquella estrecha casita, sin cuarto de baño y sin calefacción central, era un lujo, el colmo de la felicidad, pues hasta entonces habíamos vivido apiñados (una familia de cuatro personas) en una diminuta cocina de la calle Srebrna, en medio de los escombros, en los terrenos ocupados por unos almacenes de cemento y ladrillo, cerca de la vía muerta llamada Siberia (en tiempos, de allí partían transportes de deportados a Sibir).

Nuestra casita (dirección: Colonia núm. III, casa núm. 6) estaba situada junto a un terraplén de arena del que, en invierno, los niños bajaban en trineo. En el mismo terraplén, en 1935, se había colocado la cureña con el ataúd de Piłsudski. Desde aquel sitio el mariscal presidió su póstumo desfile, antes de que el cortejo fúnebre partiera en dirección a Cracovia, al castillo real de Wawel.

Enfilo un sendero que se adentra en la hierba —a esa hora de la mañana, plateada por brillantes gotas de rocío—, flanqueado por altos chopos. Recuerdo cómo los plantaban justo al terminar la guerra; aquellos arbustos frágiles y quebradizos se han convertido en unos árboles esbeltos y robustos. Y me topo con un grupo de manzanos, perales y ciruelos; precisamente ahora florecen exhalando un olor fuerte y dulce. ¿Un huerto? ¿Aquí? ¿En un parque público? Sí, porque se trata de los árboles que había plantado alrededor de su casa el señor Stelmach, un tranviario y también, como se ha demostrado, estupendo jardinero y hortelano. El señor Stelmach ya está muerto, pero sus árboles siguen en pie, y sus manzanas, peras y ciruelas las recogerán en verano los niños del barrio, así como los borrachines de tres al cuarto que acuden a este paraje para apurar una botella de vino barato.

Lamentablemente, mi sendero también pasa cerca de un lugar muy triste. Hoy transcurre por un bonito prado, pero entonces, después de la guerra, era un lodazal arcilloso de cuyos surcos salían, aquí y allá, cuatro palitos de madera atados con un trozo de alambre. Tal cosa quería decir que en la tierra había una mina. Y recuerdo el día en que, yendo a la escuela, aún medio dormido y helado de frío, vi a un niño pequeño sentado entre aquellos palitos, y antes de que me diera tiempo a despabilarme y pensar cualquier cosa, de repente vi una llamarada, oí un estruendo seco y agudo, y vi cómo aquel niño se inclinaba, se encogía y se quedaba inmóvil.

Enseguida se oyeron gritos y empezó un gran trasiego de gente; habían salido los vecinos de las casas colindantes, pero cuando llegamos al lugar de la explosión, el niño yacía muerto en medio de un charco de sangre. Debió de ocurrir aquí, junto a este chopo. Pero ¿dónde exactamente? Alrededor no hay más que hierba, en todas partes igual de exuberante.

Entro en la calle principal de nuestro barrio. Se llama Leszowa. No está asfaltada, ni tan siquiera empedrada. Negra, cubierta con polvo de carbón, cuando llueve aparece llena de charcos sucios, como de brea. En medio de la calzada está tumbado un chucho negro. Siempre está allí, y siempre tumbado. Cuando paso a su lado, me ladra. Sin moverse. Los suyos son unos ladridos pasivos, displicentes; podría dar la impresión de que el perro no es un ser vivo, capaz de sentir, sino un juguete de cuerda ladrador. Es como si yo, al caminar, pulsase algún botón invisible que accionara un mecanismo de ladridos apáticos y deprimentes.

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