Roberto Gómez Bolaños - Sin querer queriendo
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- Libro:Sin querer queriendo
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2006
- Índice:3 / 5
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Sin querer queriendo: resumen, descripción y anotación
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Roberto Gómez Bolaños, «Chespirito», es uno de los comediantes más queridos y respetados en el mundo de habla hispana. Sus divertidos programas de televisión y entrañables personajes han marcado la infancia —y la vida— de varias generaciones de televidentes.
«Sin querer queriendo» es un testimonio apasionante de las andanzas, luchas y triunfos de un hombre que supo conquistar el mundo del espectáculo mediante el trabajo, la tenacidad y el sentido humano. A través de innumerables anécdotas —las hay curiosas e insólitas, trágicas y cómicas—, Gómez Bolaños relata sus travesuras de infancia; sus pendencias de juventud; su ingreso casi fortuito al mundo de la radio y la televisión; la manera en que nacieron personajes entrañables como el «Chapulín Colorado» o el «Chavo»; y muchos otros aspectos de su vida y su trabajo que comparte por vez primera con los millones de hispanohablantes que lo admiran.
Esta autobiografía del genial «Chespirito», sazonada con su inconfundible humor, nos acerca al corazón de un hombre íntegro que ha hecho del noble oficio de entretener, un auténtico arte.
Roberto Gómez Bolaños
Memorias
ePub r1.0
SebastiánArena 18.11.14
Título original: Sin querer queriendo
Roberto Gómez Bolaños, 2006
Retoque de cubierta: SebastiánArena
Primer editor: Dirdam (r0.1 a 09)
Segundo editor: SebastiánArena (r0.9 a 10)
ePub base r1.2
ROBERTO GÓMEZ BOLAÑOS (1929). El director de cine mexicano Agustín Delgado bautizó a Roberto Gómez Bolaños con el mote de Chespirito porque lo consideraba un pequeño Shakespeare, gracias a su talento como escritor y a su estatura de 1.60 metros. Gómez Bolaños estudió ingeniería pero nunca ejerció. Sabía que había nacido para las letras, así que decidió poner a prueba su talento y a los 22 años comenzó a trabajar en una agencia de publicidad. A partir de la segunda década de los años cincuenta, su trabajo como guionista fue muy intenso escribiendo para radio, televisión y cine. Entre 1960 y 1965, los dos programas ―Estudio de Pedro Vargas y Cómicos y canciones― que se disputaban los primeros lugares de audiencia en la televisión mexicana eran de su autoría.
Luego, a finales de 1968, creó las series Los supergenios de la mesa cuadrada y El ciudadano Gómez a la vez que despegaba su carrera como actor. Para 1970 la televisora extendió el tiempo de retransmisión de estos programas que pasaron a llamarse Chespirito, en el que se incluía sketches en los que nacieron personajes como El Chapulín Colorado y El Chavo del Ocho. Tal fue su éxito, que consiguió un programa para cada uno de los personajes en horario estelar. Ambos programas abrieron las puertas del mercado internacional a la televisión mexicana. Para 1973 ya se transmitían en casi toda América Latina. En 1984, el programa volvió a llamarse a Chespirito y durante 25 años ininterrumpidos llegó a los hogares de los mexicanos. En 1978 produjo, escribió y actuó en la cinta El Chanfle, que rompió todos los récords de taquilla existentes hasta esa fecha en México.
Además de ser conocido por sus papeles del Chavo y del Chapulín Colorado, también fue creador de simpáticos personajes como el Chómpiras, el Doctor Chapatín, Vicente Chambón y Chaparrón Bonaparte.
[1] Para entonces el número de Aracuanes había seguido creciendo. Algunos habían ingresado desde tiempo atrás, como los hermanos Porter (Wallace y Pancho), Jaime Arvizu, José Luis Ramírez Cota, Adrián Herrera, Alfonso y Roberto San Vicente (más conocidos como Los Capullos), Ángel, Kelo, Ruiz, Rafael Legorreta «Rafita», Agustín de la Garza, Paco Ruiz, Crispín Aguilar, Jesús Tijerina, Horacio Alemán, etcétera, a los que muy pronto se sumarían Agustín Robles, Raúl, el Ruly, González, Esteban Escalante, Arsenio Rosado «Tuts», Alejandro Estévez «El España», Toño Rodrígez, Óscar Cuéllar, Jorge «El Médico». Carrillo, Gustavo Adolfo Rosier, Enrique Hernández «El Timo», Isauro Villar «El Bolas» y los hermanos menores de algunos, como Roberto Ramírez y Jorge Ruíz.
[2] Es necesario señalar que conozco a muchos boxeadores profesionales que son excelentes personas y todos ellos (los muchos que son buenas personas y los pocos que no lo son tanto) carecen de culpa en lo que se refiere a la triste realidad que los rodea.
Fue mi tío Gilberto quien me contó la anécdota: me dijo que le había hablado por teléfono una paciente a quien él había atendido ya en ocasiones anteriores, para decirle que padecía un resfriado muy fuerte, a pesar de lo cual no se quería perder un baile al que estaba invitada para esa misma noche. Pero aclaró que el motivo de su llamada no era solicitar un permiso médico, sino una receta que le ayudara a cortar el fuerte resfriado que tenía. Y resultó inútil que mi tío le explicara que lo único recomendable era meterse a la cama y guardar reposo, ya que, para colmo, se habían pronosticado fuertes aguaceros para esa noche. No obstante, ella había tomado ya la decisión de ir y no hubo razonamiento que la hiciera cambiar de idea. Por lo tanto, mi tío Gilberto terminó por recetarle un medicamento, además de recomendarle que no se expusiera a chiflones, que no saliera a la intemperie cuando estuviera sudando y etcétera.
Ella prometió acatar las recomendaciones, pero algunas horas después volvió a hablar por teléfono para decir que se sentía casi al borde de la tumba. Eso fue suficiente para que el responsable médico que era mi tío se trasladara como de rayo hasta el hogar de la mujer, donde ésta le preguntó si la causa de su enorme malestar podría ser la medicina que le había recetado él, a lo que el doctor le respondió que no, a menos que estuviera embarazada. ¡Y eso era precisamente lo que sucedía!
—¡Es que ese medicamento contiene quinina —exclamó mi tío—, que es un abortivo sumamente poderoso!
—¿Pero yo cómo podía imaginar eso? —preguntó la mujer esforzándose en soportar el dolor que la aquejaba.
Entonces mi tío tuvo que aceptar su responsabilidad, reconociendo que debía haber sido él quien indagara antes de recetar la medicina en cuestión. Sin embargo añadió que, de cualquier modo, el caso no admitía otro remedio más que «la expulsión del producto».
Las palabras del médico parecían haber producido el efecto de un golpe en el cerebro de la mujer, quien apenas pudo balbucear:
—Es que… es que ya perdí un hijo el año pasado.
—Lo sé —respondió el doctor—; y eso mismo hace que en esta ocasión aumente el peligro.
—¿Peligro para mí?
—Por supuesto.
La mujer guardó silencio durante algunos segundos, reflexionando acerca de lo que había dicho el médico, y después señaló tajantemente:
—No. No haré eso.
—¿Qué es lo que no harás?
—Permitir que le suceda algo a mi bebé.
La respuesta era categórica, amén de haber sido pronunciada en un tono de firmeza y convicción que no admitía réplica. Aunque, el galeno se empecinó en tratar de convencer a la enferma de que era preciso deshacerse del producto, para lo cual recurrió a todos los argumentos posibles, pero no hubo poder humano capaz de persuadirla, de modo que, consciente de los riesgos a que estaban sujetos ella y su bebé, incluidos los padecimientos y las privaciones concernientes, la mujer decidió afrontarlos a cambio de continuar con la gestación del ser al que no quiso arrancar la oportunidad de vivir.
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