Roland Auguet - Crueldad y civilización: los juegos romanos
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- Libro:Crueldad y civilización: los juegos romanos
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1970
- Índice:4 / 5
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Crueldad y civilización: los juegos romanos: resumen, descripción y anotación
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La diversión con mayúsculas del mundo romano es el circo o los juegos circenses. En el circo encontramos deporte, pasión e incluso ideas religiosas o políticas por lo que algunos especialistas lo consideran como algo más que espectáculo. La tradición hace referencia a los reyes etruscos como los creadores de los juegos en Roma, ya en el lugar donde posteriormente se instalaría el Circo Máximo. Estas ceremonias posiblemente tuvieran un origen funerario, con el fin de conjurar los poderes de ultratumba. Los emperadores recreaban al pueblo con grandes y repetidas fiestas. En Roma había ciento sesenta y cinco días de fiesta al año, algunas, la inauguración del Coliseo verbigracia, duraron cien días seguidos. Dichas fiestas eran espectáculos que se celebraban en el teatro, en el circo y en el anfiteatro. Empezaban por la mañana y se terminaban a la puesta del sol. Cuando asistía el emperador se repartían sorpresa, golosinas y vino.
Roland Auguet
ePub r1.1
Rob_Cole 20.08.2018
Título original: Cruauté et civilisation: les jeux romains
Roland Auguet, 1970
Traducción: Carmen Marsal
Retoque de cubierta: Thalassa
Editor digital: Rob_Cole
Primer editor: Thalassa (r1.0)
ePub base r1.2
De todos los monumentos que nos han legado los romanos, los anfiteatros son los más imponentes y, sin lugar a dudas, los mejor conocidos por el público —tal vez porque algunos de ellos, diseminados por los territorios que constituyeron el Imperio, aparecen todavía casi intactos—. Todo el mundo sabe también qué clase de espectáculos —escándalos organizados podríamos decir, como han subrayado a menudo los historiadores— tenían lugar tras aquellas arcadas a las que los arquitectos romanos prestaron una nobleza que alcanzaba los límites de la grandilocuencia.
Con todo, no existía sobre el tema de los juegos romanos ninguna obra de conjunto. A decir verdad, comprende una gran cantidad de materias. Se refiere a la historia de Roma y del Imperio Romano, al arte monumental, a la sociología; engloba uno de los capítulos más importantes de la vida cotidiana, tanto de la masa popular como del príncipe y de su corte. Fácil es comprender que, en el cuadro restringido que nos ha sido señalado, no nos ha sido posible ser exhaustivos. Hemos tenido que elegir y dejar de lado muchos episodios, a veces significativos, de la historia de los juegos. Éste es el caso de los juegos votivos, para no referirnos más que a un ejemplo, de los cuales no es posible hablar sin entrar a fondo en la complejidad de los problemas polines y religiosos propios de una época.
Nos hemos visto, pues, constreñidos a presentar una serie de aspectos sugestivos del tema con la intención de ofrecer ante todo al lector, a través del estudio de los espectáculos, la manera de ser de una ciudad y de su población, de una civilización, de un imperio.
Por otra parte, el volumen de la bibliografía a que hemos debido recurrir (a menudo se ha tratado de artículos de difícil acceso) no nos ha permitido hacer en cada página una mención de nuestras fuentes, ya que con ello habríamos sobrecargado considerablemente este libro, el cual, por lo demás, no pretende ser una obra erudita. En consecuencia, nos hemos limitado a indicar a lo largo del texto las referencias a las fuentes más importantes.
LA CRUELDAD ROMANA: ¿Una mentalidad particular?
¿Quién de nosotros no recuerda la angustia y la fascinación horrorizada experimentadas ante las imágenes que aparecen en los libros de lectura de la escuela primaria entre las chozas de los primeros pobladores de nuestro país y los sólidos contrafuertes sobre los que se yerguen los primeros torreones de la Edad Media? Un gladiador, de movimiento torpe y rígido a causa de su armadura, se inclina, rodilla en tierra, mientras levanta hacia las tribunas, apenas esbozadas, su visera arqueada y extrañamente agujereada, en tanto que su mano derecha dirige hacia el hombre que yace a sus pies la espada curva con la que acaba de vencerle —y su calma, la mesura de sus ademanes, su indiferencia no son, para el niño que contempla la escena, los menores motivos de estupefacción—. Más allá, la leona se dispone a saltar sobre el condenado cuyo vestido casi transparente se arremolina alrededor de la víctima; más lejos, algunas frágiles siluetas se apretujan entre sí ante otra fiera que avanza hacia ellas; o tal vez ésta descansa, tranquila, con las patas replegadas sobre una masa informe, desafiando a un público cuya esquematización parece aumentar su densidad.
En cierto sentido, esas imágenes algo traumatizantes nos enseñan lo que en este caso nos importa saber: que la vida de un hombre no siempre ha tenido el valor que nuestra moral se esfuerza en darle; en otros tiempos pudo ser un objeto, y la muerte el instrumento de una diversión colectiva. Pero al «porqué» de naturaleza metafísica que semejante descubrimiento sugiere generalmente en el niño, poca respuesta le da el texto explicativo que figura al pie de la imagen: estas escenas se graban en nuestra mente por la fuerza conjugada de lo monstruoso y lo inexplicable que muestran. Y su aparente gratuidad nos incita poco a poco a atribuir la violencia que nos revelan a una crueldad exclusiva de los romanos: prejuicio que ni un contacto más estrecho con el mundo antiguo consigue corregir.
La verdad es que nada hay más incompatible con la mentalidad romana, en lo que tiene de específico, que la forma de crueldad llamada sadismo, sin la cual es difícil explicarse la persistencia y el éxito de algunos de esos «juegos» que han llegado a ser siniestramente célebres.
En una medida muy amplia, semejante crueldad es gratuita: destruye y consume sin provecho, para satisfacer una pasión, o, como suele decirse, por puro placer. Es un lujo. Ahora bien, el romano no es solamente realista, sino también rigurosamente esclavo de lo útil: el sacrificio de lo que puede representar una riqueza, llevado a cabo con la intención de satisfacer un instinto, una inclinación, un sentimiento puramente subjetivos, significa a sus ojos una falta grave, una ofensa al más elemental principio de su moral. Y ello es cierto, tanto para las cosas pequeñas como para las grandes: existía, por ejemplo, en Roma, una serie de leyes que prohibían la pérdida de riquezas que ocasionaba la costumbre de quemar y enterrar con el muerto algo de lo que le había pertenecido. Y, ciertamente, los romanos no enterraban con él, como con el Gran Khan, a su mujer y a su caballo, sino pequeños objetos o animales domésticos como gatos o pájaros. Con mayor razón todavía, la ley obligaba a abstenerse de inundar la pira con perfumes costosos, o de poner oro en el féretro, con la excepción, formalmente especificada, de aquel oro que el difunto pudiera llevar en la boca.
Si no cedían al despilfarro a que incita el dolor, los romanos también ofrecían resistencia al que dicta la venganza: trataban generalmente al vencido con una generosidad cuidadosamente calculada; así evitaban atizar un deseo de desquite más o menos latente y preservaban un territorio que para ellos se había convertido en un capital. El aniquilamiento, la matanza despiadada era para ellos un último recurso frente al adversario irreductible; tal fue el caso de Cartago, o el de las hordas bretonas que fueron exterminadas en masa en los anfiteatros porque eran demasiado indómitas para ser aprovechadas como soldados, y demasiado salvajes para servir de esclavos: únicamente eran buenas como enemigos. El realismo y la prudencia imponían entonces el recurso a las violencias extremas.
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