Pierre Grimal - La civilización romana
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- Libro:La civilización romana
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1960
- Índice:4 / 5
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La civilización romana: resumen, descripción y anotación
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Aun hoy en día, cuando han transcurrido ya muchos siglos desde su desaparición, la civilización romana continúa siendo uno de los fenómenos históricos más importantes, decisivos y estudiados. El presente libro, no obstante, se propone analizarla desde un punto de vista decididamente original: como un sistema complejo en el cual aparecen indisolublemente unidos lo humano y lo inhumano, es decir, lo material y lo espiritual. La razón de todo ello es que la historia humana no sería la historia de los hombres y de las mujeres si no interviniera en ella el pensamiento o, mejor dicho, el pensamiento consciente, ese inmenso subconsciente que se transmite de una generación a otra y que hace que la batalla de Cannas, por poner un ejemplo, sea un acontecimiento parecido, en su naturaleza, tanto a la construcción del Coliseo como a la redacción de La Eneida.
De esta manera, la obra pretende definir un cierto estilo, el estilo romano, que aplica indistintamente al arte militar, la arquitectura, la poesía, la moral, la política o la legislación. Y así, a medida que el lector va adentrándose en el texto, también va descubriendo todas las constantes del espíritu romano: el amor a la tierra, la pasión por la justicia, la obsesión por lo sobrenatural y el gusto por la vida, por mencionar sólo algunas. En otras palabras, todo lo que nos han legado Cicerón y Virgilio, los juristas y políticos de Roma y, a través de ellos, el resto de los romanos que vivieron aquel instante irrepetible de la historia.
Pierre Grimal
Vida, costumbres, leyes, artes
ePub r1.0
Titivillus 01.09.16
Título original: La civilisation romaine
Pierre Grimal, 1960
Traducción: J. de C. Serra Ràfols
Diseño/Retoque de cubierta: Víctor Viano
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
PIERRE GRIMAL (París, 21 de noviembre de 1912 —ibídem, 11 de octubre de 1996) fue un historiador y latinista francés apasionado por la civilización romana, que promovió la herencia cultural de la Antigua Roma, tanto a los especialistas como al gran público.
Admitido en la Escuela Normal Superior en 1933, quedó el tercero en la oposición a la Cátedra de Filología Clásica en 1935. Fue miembro de la Escuela Francesa de Roma (1935-1937). Después ejerció de docente de latín en el Liceo de Rennes. Fue profesor de la asignatura de civilización romana en las facultades de Caen, Burdeos y en la Universidad de La Sorbona, donde fue profesor emérito durante treinta años.
Publicó estudios sobre la civilización romana. Tradujo a autores clásicos latinos como (Marco Tulio Cicerón, Séneca, Tácito, Plauto, Terencio). Después de su jubilación, publicó también biografías y ficciones históricas noveladas, como Mémoires d’Agrippine (Memorias de Agripinila), Le procès Néron (El proceso Nerón), destinadas al gran público.
Fue miembro de las Academias de Historia de varios países, también fue miembro de la Sociedad Francesa de Arqueología Clásica y de la Sociedad Francesa de Egiptología.
Leyendas y realidades de los primeros tiempos
Zona brillante entre las tinieblas de la prehistoria italiana y las no menos densas en que la descomposición del Imperio sumergió al mundo occidental, Roma alumbra con una viva luz unos doce siglos de historia humana. Doce siglos en los que no faltan, sin duda, guerras y crímenes, pero cuya mejor parte conoció una paz duradera y segura: la paz romana, impuesta y aceptada desde las orillas del Clyde hasta las montañas de Armenia, desde Marruecos hasta las riberas del Rin, algunas veces incluso las del Elba, y no terminando hasta los confines del desierto, en las riberas del Eufrates. Todavía hay que añadir a este inmenso Imperio toda una teoría de Estados sometidos a su influencia espiritual o atraídos por su prestigio. ¿Cómo extrañarse de que estos doce siglos de historia figuren entre los más importantes para el desarrollo de la raza humana y de que la acción de Roma, a despecho de todas las revoluciones, de todas las ampliaciones y cambios de perspectiva sobrevenidos desde hace milenio y medio, se haga aún sentir, vigorosa y permanente?
Esta acción penetra en todos los dominios: cuadros nacionales y políticos, estética y moral, valores de todos los órdenes, armadura jurídica de los Estados, maneras y costumbres de la vida cotidiana; nada de lo que nos rodea habría sido lo que es si Roma no hubiese existido. La misma vida religiosa conserva la huella de Roma. ¿No fue en el interior del Imperio donde nació el cristianismo, donde consiguió sus primeras victorias, formó su jerarquía, y, en una cierta medida, maduró su doctrina?
Después de haber dejado de ser una realidad política, Roma se convirtió en un mito: los reyes bárbaros se hicieron coronar emperadores de Romanos. La noción misma de Imperio, tan fugitiva, tan compleja, sólo se comprende desde la perspectiva romana; la consagración de Napoleón, en Nuestra Señora de París, no podía ser oficiada de una manera válida sino por el propio obispo de Roma. La súbita reaparición de la idea romana no fue, en estos comienzos de diciembre de 1804, el producto de la fantasía de un tirano, sino la intuición política de un conquistador que, por encima de mil años de realeza francesa, volvía a encontrar una fuente viva del pensamiento europeo. Sería fácil evocar otras tentativas más recientes, cuyo fracaso no puede hacer olvidar que han desvelado poderosos ecos cuando todo un pueblo oyó proclamar que el Imperio renacía sobre las «colinas fatales de Roma».
Las colinas de Roma, las siete colinas, que los historiadores antiguos no sabían de una manera exacta cuáles eran, se elevan todavía en las riberas del Tíber. El polvo de los siglos, sin duda, se ha acumulado sobre los valles que las separan hasta el punto de embotar su relieve y hacerlas aparecer menos altas. Únicamente el esfuerzo de los arqueólogos puede descubrir la geografía de la Roma primitiva. No se trata de un juego inútil de erudición: conocer la geografía del lugar, en sus primeros tiempos, importa extremadamente a quien quiera comprender la extraordinaria suerte de la ciudad, y esto importa también para desenredar la madeja de tradiciones y de teorías sobre los comienzos de dicha fortuna.
Cicerón, en un pasaje célebre del tratado Sobre la República, elogia a Rómulo, el fundador de la ciudad, por haber escogido tan acertadamente el lugar donde trazar el surco sagrado, primera imagen del recinto urbano. Ningún otro lugar, dice Cicerón, estaba más adaptado a la función de una gran capital; Rómulo había evitado, muy sabiamente, la tentación de establecer su ciudad a la orilla del mar, lo que le habría dado, de momento, una fácil prosperidad. No solamente, argumenta Cicerón, las ciudades marítimas están expuestas a múltiples peligros, de parte de piratas y de invasores venidos del mar, cuyas incursiones son siempre repentinas y obligan a mantener una guardia incesante, sino que, sobre todo, la proximidad del mar acarrea más graves peligros: del mar afluyen las influencias corruptoras, las innovaciones traídas del extranjero, al mismo tiempo que las mercancías preciosas y el gusto inmoderado del lujo. Además, el mar —camino siempre abierto— invita diariamente al viaje. Los habitantes de las ciudades marítimas detestan permanecer en reposo en su patria; su pensamiento vuela, como sus velas, hacia países lejanos, y con él sus esperanzas. La perspicacia que Cicerón atribuye a Rómulo, le hizo preferir una tierra situada a una distancia suficiente de la costa para evitar estas tentaciones, pero lo bastante próxima, de todas maneras, para que Roma, una vez sólidamente asentada, pudiese comerciar cómodamente con los países extranjeros. Su río, el más caudaloso y el más regular de toda la Italia central, permitía el transporte de las mercancías pesadas, no solamente desde Roma hasta el mar, sino también hacia el interior, y cuando deja de ser navegable, su valle no deja de ser una vía de comunicación que penetra profundamente hacia el norte. Desde este punto de vista, el análisis de Cicerón es perfectamente justo: es cierto que el Tíber desempeñó un papel esencial en la grandeza de Roma, tanto permitiendo al joven Estado tener bien pronto «pulmón marítimo», que determinó en parte su vocación de metrópoli colonial, como, por otra parte, atrayendo hacia él muy pronto y sometiéndolas a su «control» las corrientes comerciales y étnicas que convergían de los valles apeninos y se dirigían hacia el sur.
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