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Mario Bellatin - Lecciones para una liebre muerta

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Mario Bellatin Lecciones para una liebre muerta
  • Libro:
    Lecciones para una liebre muerta
  • Autor:
  • Editor:
    Anagrama
  • Genre:
  • Año:
    2005
  • Índice:
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Doscientos sesenta fragmentos, pequeños relatos que se alternan, saltan en el tiempo y constituyen una enigmática narración que los acepta a todos como partes alusivas (y elusivas). Es así que un escritor sin nombre, aunque algunas cosas parecen coincidir con hechos de la vida de Bellatin, cuenta en primera persona que tiene una mano artificial que a veces le juega malas pasadas, y un hijo al que le cuenta sueños que aluden a algunos de los fragmentos ?o los generan?. Cuenta la historia de su abuelo de supuesto origen quechua, quien le contaba la historia de Macaca, una mujer que después de la muerte de su amante, fabricante de zapatos de piel de roedores que él mismo cazaba, se dedicó a la venta de propiedades, de las que también se enamoraba. Y es aquí cuando el lector comienza a ver que Bellatin ha querido construir una máquina de contar desde dentro de la literatura. Los relatos se desdoblan hasta pasar junto a la liebre muerta del título, el hilo subterráneo que vertebra relatos, uniendo y desuniendo hermanos, produciendo gemelos sin brazos, lenguaje, literatura.


Sinopsis
Doscientos sesenta fragmentos, pequeños relatos que se alternan, saltan en el tiempo y constituyen una enigmática narración que los acepta a todos como partes alusivas (y elusivas). Es así que un escritor sin nombre, aunque algunas cosas parecen coincidir con hechos de la vida de Bellatin, cuenta en primera persona que tiene una mano artificial que a veces le juega malas pasadas, y un hijo al que le cuenta sueños que aluden a algunos de los fragmentos ¿o los generan? Cuenta la historia de su abuelo de supuesto origen quechua, quien le contaba la historia de Macaca, una mujer que después de la muerte de su amante, fabricante de zapatos de piel de roedores que él mismo cazaba, se dedicó a la venta de propiedades, de las que también se enamoraba. Y es aquí cuando el lector comienza a ver que Bellatin ha querido construir una máquina de contar desde dentro de la literatura. Los relatos se desdoblan hasta pasar junto a la liebre muerta del título, el hilo subterráneo que vertebra relatos, uniendo y desuniendo hermanos, produciendo gemelos sin brazos, lenguaje, literatura.
©2005, Bellatin, Mario
©2005, Anagrama
Colección: Narrativas hispánicas, 370
ISBN: 9788433968715
Generado con: QualityEbook v0.70
Mario Bellatin
Lecciones para
una liebre muerta
málika, adjándulillah
Aparecieron también una serie de palabras dichas en otro idioma, el quechua.
1
En uno de los escritos del cuadernillo de las cosas difíciles de explicar, el poeta ciego habla de cierto suceso ocurrido en una institución conocida como la ciudadela final. Ese edificio ubicado en las afueras, donde internan forzosamente a las personas afectadas por enfermedades transmisibles, fue creado con el fin de evitar que el contagio se difunda entre el resto de los habitantes. El escrito menciona una sociedad en la que los pobladores, por razones bastante complicadas que tienen que ver principalmente con cierto perfil de carácter político, aceptan de buena gana la reclusión y rechazan, a veces con manifestaciones algo violentas, el libre albedrío. Algunos ciudadanos, especialmente los llamados universales, incluso piden ser confinados de manera perpetua a pesar de no padecer enfermedad alguna. Lo hacen porque, en líneas generales, las condiciones de vida dentro de la institución son menos duras que en el exterior, pues para acallar las posibles protestas que un método de reclusión así suscitaría se dotó a los internados de ventajas con las que no cuentan las personas sanas. Las peticiones de los no enfermos nunca son escuchadas. Muchos internos son jóvenes adictos a las drogas, pese a que en la ciudadela final está totalmente prohibido el consumo de estupefacientes.
2
Casi todos han oído hablar de la puntualidad del servicio de ferrocarriles de los estados unidos. Todos menos el amigo de la infancia que se ofreció generosamente a acompañarme esa mañana a penn station, donde supuestamente debía tomar un tren que había partido media hora antes. Yo debía llegar a la residencia de escritores de ledig house, ubicada en el valle de río hudson, a casi tres horas de la ciudad de nueva york. Meses atrás había recibido una notificación donde se me invitaba a disfrutar durante un tiempo de los servicios que ofrecía la casa. En medio de una quietud casi total, la institución aportaba todo lo necesario para que sus huéspedes trataran de hacer literatura con la menor interferencia posible. Acepté de inmediato. Envié un correo electrónico pidiendo el tiempo máximo de permanencia que tuviesen contemplado. Lo hice olvidando, por supuesto, las fallidas e innumerables oportunidades en que había tratado de encontrar un lugar propicio para escribir sin ser molestado. Traté de no recordar, por ejemplo, las esporádicas huidas de la casa paterna. Hastiado de los ruidos domésticos, en cierta ocasión me puse de acuerdo con una tía soltera que vivía sola para que me rentara en las tardes una especie de estudio que tenía desocupado. Por supuesto que no aceptó el dinero que le ofrecí. La primera vez que me hice presente, con mis manuscritos y una vieja máquina de escribir Underwood portátil que había pertenecido a mi abuelo, la tía me esperaba con la comida servida. Fue en vano tratar de explicarle que no tenía hambre, que lo único que necesitaba era sentarme a escribir. Tuve no sólo que comer nuevamente sino que pasé la tarde escuchando una serie de historias que versaban, casi todas, sobre las señoras que se reunían en la parroquia de la zona para hacer obras de caridad. Si bien hubiese podido aprovechar la situación y recolectar algo de material para narraciones futuras, en ese momento lo único que deseaba era un espacio de silencio donde poder concentrarme.
3
El traductor se sienta a su mesa de trabajo. Acaba de recibir una llamada de su país de origen anunciando que la hermana literata, que lo crió desde que era niño, acaba de morir. Hubiera querido olvidar el trabajo pendiente y salir al malecón a caminar el resto de la tarde. Pero debía mantenerse cerca de su mesa. Aquél era el año en que franz kafka quedaba libre de los editores que habían monopolizado su obra. Kafka se convertía en patrimonio de la humanidad. Del mismo modo como beethoven y vivaldi servían para anuncios de publicidad, así también kafka iba a estar al alcance de cualquiera. El traductor había recibido el encargo de hacer la primera traducción liberada del escritor. Algo similar le había sucedido algunos años atrás con thomas mann, cuando los traductores oficiales de muerte en Venecia perdieron sus derechos y la editorial para la que trabajaba le pidió una traducción inédita de ese autor.
4
Los atardeceres en times square tienen una exaltación particular, que no se sabe bien si proviene de los cientos de personas que cruzan la esquina de broadway y la calle 42, o de los monstruosos avisos de publicidad que hacen de la gente real seres insignificantes y de los personajes que aparecen en los carteles el símbolo de la exacerbación de lo humano. Casi nunca las personas elegidas para que vean representadas sus imágenes, en una dimensión casi cien veces mayor que la real, son cotizados supermodelos. Sencillamente se trata de gente que aparece tal como es en la vida diaria, quizá como una reafirmación de que los paraísos ofrecidos están al alcance de cualquiera.
5
Cierta mañana de verano me encontré de pie junto a mi abuelo. Estábamos en el zoológico. Delante de nosotros había una serie de camellos. Eran animales viejos. Tristes. Aburridos quizá. Tenían el típico color cenizo que suelen mostrar. Mi abuelo me sujetaba con fuerza la mano. Nunca más volví a verlo. Seguramente murió al poco tiempo. Pero yo en ese entonces no me enteré de nada. Sólo dejé de tenerlo a mi lado y en algún punto la ausencia se convirtió en una costumbre. Mi historia con él reapareció años después. Durante una sesión en la que estaba sumergido en otro plano de la realidad vi de nuevo a mi abuelo enfrente de aquellos camellos. No sólo aprecié la escena sino que sentí también, en toda su rudeza, la carga emocional que su muerte quizá trajo consigo. Caí en una tristeza profunda. Empecé a recordar las historias que contaba. Principalmente la de macaca: mujer a la que mi abuelo, lo advertí en ese momento, aludía con frecuencia. Junto a la imagen del abuelo y el relato de macaca aparecieron también una serie de palabras dichas en otro idioma, el quechua, lengua de mis antepasados.
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