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SANDRA LORENZANO
Leer es soñar el agua de un oasis en el desierto, beberla y despertar con otro tipo de sed que ya no está en la boca.
HAFIZ
Soñar, leer, crear… son palabras que van hilándose y construyendo mundos. Con la idea de explorar esos mundos posibles acompañados por quienes se dedican a la palabra literaria, la Universidad del Claustro de Sor Juana, con el apoyo del Fondo de Cultura Económica, organizó el IV Encuentro Latinoamericano de Escritores.
Era el año 2008 y se cumplían diez años de la muerte de Octavio Paz, por eso quisimos dedicar el Encuentro a su memoria, con la certeza de que no hay mejor forma de homenajear a un poeta, a un enamorado de la palabra como lo era Paz, que propiciando la reflexión sobre la literatura, las complicidades entre escritores y las confesiones en torno a los secretos del oficio de escritura. Escribió Paz alguna vez:
La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz de cambiar al mundo, la esclavitud poética es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior. La poesía revela este mundo; crea otro. Pan de los elegidos; alimento maldito. Aísla; une. Invitación al viaje; regreso a la tierra natal. Inspiración, respiración, ejercicio muscular. Plegaria al vacío, diálogo con la ausencia: el tedio, la angustia y la desesperación la alimentan. Oración, letanía, epifanía, presencia. Exorcismo, conjuro, magia.
Y qué mejor manera de abrirle las puertas a los misterios y maravillas de la creación que hablar de “las pasiones y las obsesiones” que marcan el trabajo literario. De ahí la elección de nuestro tema.
Pero ¿qué son las pasiones? La infaltable María Moliner dice que la palabra deriva del latín pasio- pasionis, que a su vez viene de pati, padecer; y después de dar las acepciones vinculadas a la religión, define en quinto lugar: “Sentimiento, estado de ánimo o inclinación muy violentos, que perturban el ánimo; como el amor vehemente, el odio, la ira, los celos o un vicio”. Tiendo a pensar que doña María no tuvo una convivencia muy feliz con sus pasiones; no encontré una sola de sus definiciones que no tuviera cierta carga negativa. ¿Dónde quedan entonces el amor loco, el éxtasis, las pasiones que nos acercan a los sueños, al azar, al inconsciente? Si Spinoza consideraba que la alegría y la tristeza son las dos pasiones básicas, el Diccionario de uso del español relega a la primera: la alegría, con toda su carga hedonista, lúdica, placentera. Queda fuera por supuesto la noción de pasión que hizo que Roland Barthes, por ejemplo, transformara cierta vez su académico curso sobre la poesía romántica alemana en una maravillosa declaración de amor que dio origen al libro Fragmentos de un discurso amoroso. La pasión, lo sabemos, es también cuerpo, piel, entrañas, locura. Letra vuelta descubrimiento, sorpresa, vértigo.
Y ¿cuáles son las pasiones de los escritores? ¿De qué se enamoran perdidamente, peligrosamente, violentamente? ¿Qué odian? ¿A qué le temen? ¿Son diferentes sus pasiones que las del resto de los mortales? Claro que la pasión corre el riesgo siempre de volverse amenazante, peligrosa, ¿quién no corre el riesgo de volverse peligroso?
¿Cuándo una pasión se vuelve obsesión? ¿La obsesión de Borges por los tigres, los laberintos y los espejos viene de una pasión? ¿O quizá del miedo? ¿Nos obsesiona sólo lo que nos apasiona o también lo que nos asusta? ¿Es la pasión una obsesión llevada al extremo? En su Geometría de las pasiones el filósofo italiano Remo Bodei da cuenta de la obsesión de la sociedad contemporánea por dominar las pasiones, por controlar el deseo y sus efluvios, por hacer reinar la razón a cualquier precio, o por volverlas —a las pasiones— objeto de consumo. Y sin embargo, ahí están; reaparecen permanentemente, no sólo como tema de tangos o boleros (“Ojalá que te vaya bonito…”), en películas y novelas que hablan de amor, odio, sexo, celos y una larguísima lista de etcéteras, sino también como el motor de la creación, de las relaciones, de la vida.
Escribe Bodei:
Las pasiones, entonces, como posibilidad de vida, como espacio de encuentro con el otro, con la otra, con ese otro que me da plena existencia, como escribiera el poeta, como posibilidad de nuestro encuentro con el mundo y con nosotros mismos. Aun a riesgo de que se vuelvan obsesiones, como la del bolero aquel llamado precisamente “Obsesión”: “Yo vivo obsesionado contigo y el mundo es testigo de mi frenesí / por más que se oponga el destino, serás para mí, para mí” (ustedes le ponen la música).
También hay obsesiones menos románticas o menos desgarradas, menos cargadas simbólicamente, digamos, más cotidianas, por llamarlas de algún modo, más de “entrecasa”. Es entonces quizá cuando las obsesiones se alejan de las pasiones y se acercan, orgullosamente digo yo, a las manías.
¿Quién no tiene una pequeña y querida manía que lo ha acompañado a lo largo de la vida? ¿Quién no cultiva sus manías, con el cuidado y la pasión del que cuida un sembradío de orquídeas extrañas o, mejor aún, de suculentas plantas carnívoras?
Cuentan que Hemingway, por ejemplo, escribía de pie y en pantuflas, pero no podía comenzar si no tenía una hilera de veinte afiladísimos lápices delante de sí. Paul Auster no ha podido abandonar su vieja Underwood. Alejandro Dumas se ponía sandalias y una especie de sotana roja. Dicen que García Márquez necesita una rosa amarilla en su escritorio, y Vargas Llosa la imagen de (¡oh sorpresa!) un hipopótamo. Algunos precisan una taza de café como Toni Morrison, quien se lo sirve cuando aún es de noche y va viendo cómo amanece mientras lo toma. Otros eligen la noche y un vaso de whisky junto a la pantalla de la computadora. Algunos hasta meten la cabeza en el heno, como dicen que hacía Rousseau, en busca de silencio absoluto, y otros no pueden escribir una sola línea si no están sumergidos en el ruido ajeno de un bar. La protagonista de