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Mario Bellatin - Damas Chinas

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Mario Bellatin Damas Chinas

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Annotation

Un ginecólogo combina el pulcro ejercicio de su profesión con visitas regulares a prostíbulos. Un niño con una cabeza de dimensiones algo anormales le cuenta al ginecólogo la historia de una vieja tocada con una corona, mientras aguarda a su madre en la sala de espera. No hay espacio ni tiempo, sino únicamente aconteceres pasados narrados en un presente distante, lejano, en el que se articulan los recuerdos de las relaciones entre individuos y el vacío que éstas conllevan: la relación del ginecólogo con su mejore, con su trabajo, con sus hijos, con las pacientes, con un niño, con sus amantes, con la enfermedad, con el dinero, con los propios padres...


MARIO BELLATIN
Damas Chinas
Anagrama
Sinopsis
Un ginecólogo combina el pulcro ejercicio de su profesión con visitas regulares a prostíbulos. Un niño con una cabeza de dimensiones algo anormales le cuenta al ginecólogo la historia de una vieja tocada con una corona, mientras aguarda a su madre en la sala de espera. No hay espacio ni tiempo, sino únicamente aconteceres pasados narrados en un presente distante, lejano, en el que se articulan los recuerdos de las relaciones entre individuos y el vacío que éstas conllevan: la relación del ginecólogo con su mejore, con su trabajo, con sus hijos, con las pacientes, con un niño, con sus amantes, con la enfermedad, con el dinero, con los propios padres...
Autor: Mario Bellatin
©2006, Anagrama
Colección: Narrativas hispánicas, 394
ISBN: 9788433971326
Generado con: QualityEbook v0.72
DAMAS CHINAS
MARIO BELLATIN
Diseño de la colección:
Julio Vivas
Ilustración: «Apron and Sardines», 1994, foto © Michiko Kon, cortesía de Photo Gallery International
© Mario Bellatin, 2006
© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2006
Pedro de la Creu, 58
08034 Barcelona
ISBN: 84-339-7132-8
Depósito Legal: B. 9284-2006
Printed in Spain
Liberduplex, S. L. U., ctra. BV 2249, km 7,4 - Poligono Torrentfondo
08791 Sant Llorenc d’Hortons
...así también están forzados a entregar
a los padres sus cuerpos muertos.
Efecto invernadero
I
Cada vez que ingreso al consultorio me hago las mismas preguntas. Mirar la mesa de metal, con las cintas de cuero colgando de sus lados, hace que me cuestione si estoy realmente interesado en recibir a la docena de pacientes que diariamente llena mi consulta. El constante trato con mujeres parece haber modificado mi carácter. Siento que tocar sus cuerpos sólo con fines médicos deforma de algún modo mis deseos. De otra manera no entiendo por qué a mi edad necesito tanto acudir a los salones de masajes, ni por qué detengo el auto cuando veo a una muchacha caminando por alguna zona oscura de la ciudad. Rara vez me hacen caso, aunque hay ocasiones en que aceptan subir y dar una vuelta. Las suelo llevar a tomar una copa en un lugar discreto, o estaciono el auto frente a la orilla del mar. Esos encuentros suelen terminar en uno de los tantos moteles que alquilan por horas sus habitaciones. Nunca llevé a ninguna al consultorio: el olor clínico y el recuerdo de las escenas médicas que allí se han desarrollado, anulan desde el principio cualquier entusiasmo. Por eso he rechazado a las pacientes que me han hecho insinuaciones. También, a una enfermera que me habló de cosas impropias pocos días después de haberla contratado. La despedí antes de que cumpliera su primera semana de trabajo. Prefiero las experiencias anónimas. No son más que aventuras de escasa duración. Casi siempre se propician al salir del consultorio. Otras tienen lugar en las primeras horas de la tarde. No me puedo exceder y olvidar el reloj. A pesar de que mi esposa no está pendiente de mis horarios, no quiero que comience a albergar ninguna sospecha sobre mi comportamiento.
Hace ya mucho tiempo que he dejado de preguntarme lo que siento realmente por mi esposa. Parece que estoy demasiado acostumbrado a su presencia. Creo que al momento de casarnos no calculé como es debido el asunto de las edades. Mi esposa es dos años mayor, hecho que carece de importancia cuando se es joven. Sólo cuando comenzó la maternidad y la crianza de los hijos, se fueron haciendo visibles los años que nos separan. En algunas reuniones les cuento a otros hombres mis aventuras en la calle. Al principio me hacían caso, algunos incluso me preguntaban por los detalles. Sin embargo, de un tiempo a esta parte noto que evitan el tema. De muchos, conozco una que otra lejana experiencia. Ahora parecen preferir la tranquilidad del hogar. Durante los inviernos organizan almuerzos a los que invitan a sus hijos y a sus nietos. En el verano suelen pasar los fines de semana en sus casas de playa sin preocuparles mayormente lo que ocurre en el exterior. Con mi esposa llevamos una vida semejante, aunque en los primeros años de matrimonio intentamos establecer una rutina algo mundana. La primera casa, por ejemplo, la compramos porque el área social era bastante atractiva. Contaba con dos salas espaciosas y una terraza con vista a un cuidado jardín. Que los dormitorios fueran un tanto incómodos, o que no contáramos con espacios privados cuando nacieran los hijos, no nos importó demasiado. En esos años, dedicábamos buena parte de nuestro tiempo a planificar cócteles y fiestas. Cuando mi esposa salió embarazada decayó en algo nuestro ritmo, pero inmediatamente después de dar a luz se hizo cargo de nuestra hija una niñera calificada.
He tenido dos hijos, uno de los cuales está muerto. La mayor se casó con un joven industrial, que parece estar satisfecho con el matrimonio. Tienen a su vez dos hijos, que me han convertido en abuelo. Pero, pese a las apariencias, noto que mi hija no está contenta con su situación. La siento nerviosa buena parte del tiempo. No creo que nadie lo advierta. Tal vez yo sea el único. Quizá deba esa percepción a los años que llevo como profesional. Al hecho de haber visto las reacciones de las mujeres ante distintas circunstancias. Cuando diagnostico que la protuberancia que aparece en el pecho puede ser maligna, cuando propongo una operación o cuando señalo que la criatura que está por llegar quizá tenga problemas al momento del parto, me enfrento a respuestas que a muchos dejarían con la boca abierta. No creo que mi hija pueda hacer mucho para remediar aquel estado. Tal vez le sirva de ayuda dedicarse a la crianza de sus hijos. Sé, además, que se toma un tiempo para seguir un curso de fotografía. Incluso me ha hecho algunas fotos. En una de ellas llevo el mandil blanco que utilizo cuando atiendo en la consulta. En fin, mi hija me ha dado una que otra alegría, pero de quien me es difícil hablar es de mi hijo menor. No sé qué sucedió durante su formación. Tal vez no hice caso a los síntomas que comenzaron a aparecer cuando aún era un adolescente. Recuerdo que empezó a presentarse en la casa con magulladuras en el cuerpo. Podía tratarse de una herida en la frente, algún rasguño en los brazos o una cojera pronunciada.
La seguridad económica la conseguí relativamente pronto. Aparte del consultorio con el que contaba, en cierto momento de mi carrera me asocié con otros médicos. Juntos, fundamos una clínica. En esa época nos mudamos de casa. Nos convenía un barrio más apartado y de mayor clase. Mi esposa fue quien se encargó de los pormenores. La nueva casa era tan grande, que cada miembro de la familia contaba con sus propios ambientes. Mi esposa decoró una sala para que mis hijos recibieran a sus amigos. Estaban entrando entonces en la adolescencia, y creo que los hechos que definieron sus caracteres ocurrieron entre esas paredes. Todo parecía marchar bien, aunque yo había comenzado hacía un tiempo a sufrir una especie de crisis relacionada principalmente con mi trabajo. Cuando era estudiante, la medicina absorbía todo mi tiempo. Mi mayor deseo en ese entonces era llegar a ejercer sin preocupaciones mi profesión. Me parece importante aclarar que soy hijo natural. Mi madre tenía un carácter severo y mi padre, un médico famoso, estaba casado a su vez con una mujer con la que tenía tres hijos. Tal vez para demostrar que ni ella ni yo éramos menos que nadie, mi madre dedicó toda su energía a prever mi futuro. Me matriculó en colegios de prestigio y se preocupó por cada aspecto de mis estudios universitarios. Fue mi madre quien me instaló el primer consultorio. Luego comenzó el ascenso. Se inició con el matrimonio ventajoso que contraje: mi esposa pertenecía a una familia de renombre. Siguió con el cambio de consultorio a otro en una zona de más categoría. Vino después la compra de la primera casa, y cosas de ese estilo. Pero, hasta ese momento, mi vocación de médico era lo más importante. Ni mi boda ni el nacimiento de mi hija podían competir con la satisfacción de atender un parto o de intervenir quirúrgicamente a una paciente. Sin embargo, de pronto algo cambió. En determinado momento no quise seguir avanzando. Eso ocurrió precisamente cuando mis colegas me propusieron fundar la clínica. Por alguna razón desconocida, empecé a pensar que seguir adelante podía poner en peligro mi vocación. Recuerdo que en esa época disfrutamos con mi esposa un viaje de vacaciones. Recorrimos las islas más importantes del Caribe. Creo que apreciar la forma en que mi esposa disfrutó de ese crucero me llevó a olvidar mi deseo de quedarme con lo que había conseguido hasta entonces. A nuestro regreso, firmé de inmediato el trato con los demás médicos.
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