Kénizé Mourad - De parte de la princesa muerta
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- Libro:De parte de la princesa muerta
- Autor:
- Editor:Booket
- Genre:
- Año:2013
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De parte de la princesa muerta: resumen, descripción y anotación
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Título Original: De la part de la princesse morte
Traductor: Wacquez, Mauricio
Autor: Mourad, Kénizé
©2012, Booket
Colección: Novela, 2465
ISBN: 9788467008302
Generado con: QualityEbook v0.60
Generado por: Selubri, 13/04/2013
HERMOSO relato acerca de la vida de una princesa otomana quien sale de una jaula de oro a fin de dar a su hija no nacida la libertad que nunca tuvo.
Estambul, 1918: esta historia comienza en la corte del último sultán del Imperio otomano. La princesa Selma tiene siete años cuando ve cómo se desmorona su mundo. Condenada al exilio, la familia del sultán se traslada a Líbano. Éste será el principio del complicado viaje que Selma hará a lo largo de su azarosa vida, un camino que la conducirá a la India y a París en el que encontrará al amor de su vida... y lo perderá para siempre. De parte de la princesa muerta es una novela inolvidable que ha cautivado a millones de lectores de todo el mundo.
A los niños de Badalpur
En la aventura que representó la redacción de este libro me ayudaron muchos amigos en Turquía, en el Líbano, en la India y en Francia. Su recuerdo, sus consejos, me permitieron no sólo reconstruir treinta años de historia —a menudo diferente de la historia oficial— sino también hacer revivir pequeños hechos y gestos de la vida cotidiana.
Citarlos por sus nombres podría incomodarlos, pero quisiera que conocieran mi enorme gratitud.
Por razones evidentes, el nombre de algunas personas vivas o desaparecidas ha sido alterado.
La historia comienza en enero de 1918, en Estambul, capital del Imperio otomano que, durante siglos, hizo temblar a la cristiandad.
Los Estados occidentales, respaldados por su poderío, se disputan los despojos de aquel viejo imperio llamado desde hacía tiempo «el enfermo de Europa».
En cuarenta y dos años se sucedieron tres hermanos en el trono: el sultán Murad, destronado y hecho cautivo por su hermano Abd al-Hamid quien, a su vez, fue derrocado por la revolución «Joven Turquía» y reemplazado por Reshat (Muhammad V).
Al comenzar esta historia, el sultán Reshat sólo es un monarca constitucional. El verdadero poder se encuentra en manos de un Triunvirato, que ha arrastrado al país a la guerra al lado de Alemania.
—¡EL tío Hamid ha muerto! ¡El tío Hamid ha muerto!
En el vestíbulo de mármol blanco del palacio de Ortakoy, iluminado por candelabros de cristal, una niña corre: quiere ser la primera en anunciar la buena nueva a su mamá.
En su prisa ha estado a punto de derribar a dos damas de edad, cuyos tocados —diademas de piedras preciosas adornadas con penachos de plumas— atestiguan fortuna y rango.
—¡Qué insolente!— exclama indignada una de ellas, mientras su compañera añade furiosa:
—¿Cómo podría ser de otra manera? La sultana la mima demasiado: es su única hija. Por cierto, es preciosa, pero temo que más tarde tenga problemas con su marido… Debería aprender a comportarse: a los siete años ya no se es una niña, sobre todo cuando se es princesa.
Lejos de inquietarse por las quejas de un hipotético marido, la niña sigue corriendo. Finalmente llega sin aliento a la puerta maciza de los apartamentos de las mujeres, el haremlik custodiado por dos eunucos sudaneses tocados con fez escarlata. Hoy hay pocas visitas y se han sentado para conversar con más comodidad. Al ver a la «pequeña sultana», se levantan precipitadamente, entreabriendo la puertecilla de bronce y saludándola con tanto más respeto cuanto temen que ella informe del atrevimiento. Pero la niña tiene otras cosas en la cabeza: sin siquiera mirarlos, franquea el umbral y se detiene un momento delante del espejo veneciano para comprobar el orden de sus bucles pelirrojos y de su vestido de seda azul; luego, sintiéndose satisfecha, empuja la puerta de brocato y entra en el saloncito en el que su madre acostumbra a pasar las tardes, después del baño.
En contraste con la humedad de los corredores, en la habitación reina una agradable temperatura, mantenida por un brasero de plata que dos esclavas se ocupan de mantener ardiendo. Tendida en un diván, la sultana mira cómo la gran Kavedji vierte ceremoniosamente el líquido en una taza colocada sobre una copela incrustada de esmeraldas.
Presa de una oleada de orgullo, la niña se ha inmovilizado y contempla a su madre con su largo caftán. Fuera, en el exterior, la sultana usa la moda europea introducida en Estambul a partir de fines del siglo XIX, pero en sus habitaciones quiere vivir «a la turca»; aquí, nada de corsés, de mangas jamón o faldas ajustadas; ella usa con gusto los trajes tradicionales en los que puede respirar sin trabas y tenderse confortablemente en los mullidos sofás que amueblan los grandes salones del palacio.
—Acercaos, Selma sultana.
En la corte otomana no se permite la familiaridad y los padres se dirigen por sus títulos a sus hijos para que éstos se empapen, desde pequeños, en su dignidad y sus deberes. Mientras las criadas se inclinan en un gracioso temenahs, la profunda reverencia en la que la mano derecha, subiendo desde el suelo hacia el corazón y luego hacia los labios y la frente, reafirma la fidelidad de los sentimientos, de la palabra y del pensamiento, Selma besa rápidamente los perfumados dedos de la princesa y se los lleva a la frente en señal de respeto; luego, demasiado excitada para contenerse más tiempo, exclama:
—Annedjim, ¡el tío Hamid ha muerto!
Un fulgor ha atravesado los ojos gris verdosos, en el que la niña cree leer el triunfo, pero de inmediato una voz glacial la llama al orden.
—Supongo que querréis decir Su Majestad el sultán Abd al-Hamid. ¡Qué Alá lo acoja en el paraíso! Era un gran soberano. ¿Y quién os ha dado tan triste noticia?
¿Triste…? La niña mira estupefacta a su madre… ¿Triste la muerte del cruel tío abuelo que había destronado a su propio hermano, el abuelo de Selma, haciéndolo pasar por loco?
A menudo su nodriza le cuenta la historia de Murad V, un príncipe amable y generoso cuyo advenimiento fue saludado por el pueblo con raptos de alegría pues de él se esperaban grandes reformas. ¡Ay!, Murad V sólo reinó tres meses… Sus frágiles nervios se vieron deteriorados por las intrigas de palacio y los asesinatos que habían acompañado su llegada al poder; había caído en una profunda depresión. El gran especialista de la época, el médico austríaco Liedersdorf, había afirmado que con reposo Su Majestad se repondría en pocas semanas, pero los que lo rodeaban no tuvieron en cuenta su diagnóstico. Destituyeron a Murad y lo encerraron con toda su familia en el palacio de Cheragán.
El sultán Murad vivió durante veintiocho años en cautividad, constantemente espiado por servidores a sueldo de su hermano, que temía un complot que pudiera reponerlo en el trono. Tenía treinta y seis años cuando entró en la prisión. Sólo después de muerto salió de ella.
Cada vez que Selma pensaba en su pobre abuelo, sentía que poseía el alma de Charlotte Corday, la heroína cuya historia le había contado su institutriz francesa, mademoiselle Rose. Y ahora el verdugo había muerto, tranquilamente en su cama…
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