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Diógenes Laercio - Vidas y opiniones de los filósofos ilustres

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Diógenes Laercio Vidas y opiniones de los filósofos ilustres
  • Libro:
    Vidas y opiniones de los filósofos ilustres
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    ePubLibre
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INTRODUCCIÓN:
LOS DISCRETOS ENCANTOS DE DIÓGENES LAERCIO. REIVINDICACIÓN DE UN ERUDITO TARDÍO

A la memoria de Marcello Gigante,

maestro de filólogos, óptimo traductor

y comentador de Diógenes Laercio

Ante la extensa obra de Diógenes Laercio, el lector actual suele experimentar una sensación ambigua. Mientras avanza en la lectura de su abigarrado texto, le asalta la admiración suscitada por la cantidad y variedad de noticias que nos transmite, y por la agudeza de sus anécdotas y citas y sus curiosos datos biográficos y, de otro lado, una cierta desilusión ante la exposición bastante rápida y poco profunda de las ideas y los sistemas filosóficos y ante el estilo descuidado de su prosa, en ese centón erudito que multiplica tantos nombres propios, tantas citas y tantos títulos de obras pronto perdidas. La reserva de los lectores más críticos está en efecto fundamentada; pero también el aprecio de los otros, como veremos. Es indudable que estas Vidas y opiniones de los filósofos ilustres constituye un testimonio insustituible sobre la tradición de las escuelas filosóficas griegas. Es la única narración extensa y antigua de la historia de la filosofía antigua que ha llegado hasta nosotros. A la vez, siendo una fuente singular por su extensión y su riqueza de noticias, suele dejar una cierta insatisfacción en el lector que aspiraría a encontrar una historia filosófica de un talante más crítico, más valorativo; en definitiva, un estudio más riguroso y penetrante en la exposición de las ideas y menos recargado de anécdotas y detalles pintorescos.

Ésa es la impresión que recoge bien Leopoldo Marechal, en el breve prólogo a la edición argentina de la obra (Losada, Buenos Aires, 1945):

La sucesión de biografías está lejos de responder al orden en que las escuelas filosóficas se fueron sucediendo armoniosamente; por el contrario, Diógenes trata la vida de los maestros y después las de los discípulos como si las familias filosóficas le interesaran más que el planteo y desarrollo de los problemas metafísicos. Por otra parte, cada biografía de Diógenes Laercio está constituida por un conjunto de filiaciones minuciosas, anécdotas verdaderas o falsas, epitafios, breves exposiciones de doctrinas y hasta fragmentos epistolares que el autor atribuye a sus biografiados, manejando estos materiales con una arbitrariedad que, a pesar de no hallarse exenta de animación y de graciosa vitalidad, le ha valido crueles vituperios de la crítica moderna. En lo que coincide, al parecer, casi toda ella es en señalar la poca versación filosófica de Diógenes Laercio, o el desdén que hacia ella muestra en sus Vidas, para cuyo trazado parecen preocuparle de modo más inmediato los rasgos existenciales de sus biografiados que el sentido y concatenación de sus doctrinas. Esta opinión, a mi entender, es bastante injusta…

El indudable interés del texto le ha hecho merecer su inclusión —en la edición de H. S. Long, de 1964— entre los editados en la serie de «Oxford Classical Texts», un honor reservado a los grandes clásicos, y, de modo excepcional, a este erudito de comienzos del siglo III d. C., escritor prolijo y más bien de desmañado estilo. Las censuras al estilo laerciano de historiar la tradición filosófica vienen ya de antiguo, pero en general suelen basarse en ciertos prejuicios modernos acerca de cómo debería escribirse una buena historia filosófica. No en vano fue Hegel uno de los lectores más despectivos de nuestro autor, al que trató de «amontonador de opiniones varias» y «chismorreador superficial y fastidioso». Como hemos dicho, se le viene a reprochar al buen Diógenes Laercio que no compusiera su historia atendiendo más a las ideas de fondo, a los grandes textos, al núcleo metafísico doctrinal de los grandes maestros del pensamiento, y que, en cambio, gustara de demorarse en las citas de tantos nombres propios, en referencias bibliófilas de segunda y tercera manos, anteponiendo así lo anecdótico y desatendiendo las ideas esenciales, combinando un cierto desorden, una curiosa chismografía y cierta erudición pedante y pintoresca.

En ese menosprecio crítico se parte, pienso, de un cierto malentendido, pues se le viene así a reprochar al viejo Laercio el no haber compuesto una «Historia de la Filosofía» en sentido moderno, sin preguntarse previamente si era eso lo que él tenía intención de escribir, y, por otra parte, si él podría haberse fijado tal objetivo. Pero no está de más ver las críticas modernas a su obra, porque con sus rigurosas observaciones nos ayudan a perfilar el alcance de una concepción ciertamente prehegeliana de esta historia filosófica.

Maurice Croiset, en su Historia de la Literatura Griega, escribe:

Enumerar los principales representantes de cada escuela, resumir su biografía a partir del mayor número posible de anécdotas y sentencias, dar a continuación una lista de sus obras y una panorámica de sus teorías; eso es todo lo que él toma en cuenta. Parece considerar que ésa era toda la historia de la filosofía.

Y el conocido traductor francés de D. L., Robert Genaille, piensa que Laercio conserva bien el interés por sus muchas anécdotas, pero que es confuso, escritor de mal estilo y muy poco filosófico:

La superficialidad de su pensamiento también la encontramos en su sintaxis —escribe. Y añade—: D. L. se limita, así pues, a menudo al trabajo preliminar de lo que hoy denominamos un estudio verdaderamente científico. Recopiló documentos, elaboró fichas por el nombre del autor. No parece que comprendiera lo que faltaba por hacer lo esencial: clasificar, estudiar, criticar, cribar todos esos documentos para conseguir una obra coherente y armoniosa. Al elaborar, por tanto, un fichero copioso pero desordenado, no nos presenta una historia de la filosofía, sino, en realidad, un catálogo de lo que se ha dicho sobre los filósofos.

Esto se debe a que también él carecía de rigor en su pensamiento. Sus ideas surgen siempre un poco al azar. Mal ligadas, nos ofrecen un razonamiento confuso y poco ágil. Acentúa este defecto un estilo extraordinariamente descuidado, enmarañado y monótono.

A estas exigencias de mayor rigor en el desarrollo de las ideas y de orden en las exposiciones y más claridad de estilo, podemos sin embargo contraponer los elogios de un lector de buen gusto, Michel de Montaigne (citado por Genaille), que dejó escrito:

Me apena bastante que no tengamos una docena de Laercios, o que no esté más difundido o sea más escuchado, pues conocer los avatares y la vida de estos preceptores del mundo me interesa tanto como sus dogmas y ocurrencias.

Ciertamente, en este apasionado elogio de Montaigne pesa su aprecio por las anécdotas estupendas y las frases ingeniosas. Ese mismo aprecio podría haberlo tenido en mente otro tenaz lector de Diógenes Laercio, Friedrich Nietzsche, cuando escribía:

Con la ayuda de tres anécdotas se puede presentar la imagen de un hombre; en cualquier sistema yo trato de sacar a luz anécdotas y tiro el resto (La filosofía en la época trágica de los griegos, 1873).

Y

De sistemas refutados ya no puede interesarnos más que lo personal, como que es lo eternamente irrefutable. En base a tres anécdotas es posible trazarla estampa de un hombre; trato de destacar en cada sistema tres anécdotas, dejando de lado el resto (Prefacio, de 1879).

He ahí una observación para reivindicar el método seguido por el buen Diógenes Laercio, con el que el joven filólogo Nietzsche fue alguna vez demasiado severo.

Entre el reconocimiento de las limitaciones y los encantos de las Vidas y opiniones de los filósofos ilustres me gustaría citar aquí unas líneas del traductor castellano de las mismas, José Ortiz y Sanz, que publicó su versión —la única completa en nuestra lengua— en 1792, con un breve y jugoso prólogo, en el que dice:

Su estilo no es elegante; sus descuidos y faltas de memoria, frecuentes; su exactitud, no mucha, ni grande su crítica; pero su libro siempre será precioso por el tesoro de noticias antiguas que encierra, fruto de una lectura de muchos años.

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