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Pedro Insua Rodríguez - El orbe a sus pies

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Pedro Insua Rodríguez El orbe a sus pies

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Pero me da risa cuando veo cuántos han trazado ya los circuitos de la tierra: ¡nadie los ha dibujado de manera razonable! Representan el Océano fluyendo alrededor de la tierra, la cual es circular, como si estuviera hecha a golpe de compás.

HERÓDOTO

Es una sutileza tan grande que un hombre con un compás y unas rayas señaladas en una carta sepa rodear el mundo.

PEDRO DE MEDINA

Prólogo

El libro que el lector tiene entre sus manos responde de la mejor manera posible a la conmemoración del quinto centenario de la primera vuelta al globo de Magallanes y Elcano. Decir «de la mejor manera posible» no es gratuito, pues cuenta con detalle cómo se forjó esa hazaña, recorriendo desde las peripecias de sus protagonistas hasta los conflictos diplomáticos relacionados con ella, pasando por la geoestrategia y la filosofía que dominaban la época. Sin duda, todo un ejercicio de aquel lema según el cual únicamente se puede amar lo que se conoce, y Pedro Insua demuestra ser —ya que de conmemorar se trata— un gran conocedor de la historia de España.

Ahora bien, lejos de caer en el nacionalismo estrecho —el adjetivo, en este caso, es redundante—, el autor reconoce que el peso de la gesta recayó en el portugués Magallanes, antes que en Elcano, aunque la empresa fue íntegramente española. Una circunstancia, la de la nacionalidad de sus artífices, que, en cualquier caso, no puede ocultar el hecho de que la expedición que por primera vez circunnavegó la Tierra afecta a todas las naciones, y marca un hito por el que toda otra fecha histórica anterior o posterior queda por ella interpretada.

En efecto, ante la primera «globalización» de la historia, debemos fijarnos en que hay, al menos, dos pares de conceptos involucrados en ella: «antiguos» frente a «modernos» y, por otra parte, Oriente y Occidente.

En cuanto a la conocida distinción entre «antiguos» y «modernos», este libro pone pie en pared a los excesos de la Posmodernidad como el gran rótulo de la «última filosofía» que se ha atrevido a proclamar el «fin de la modernidad» e incluso «el fin de la Historia». Y es que la Edad Moderna no se abre ni se termina en virtud de cualquier fecha que pueda elegirse. Si el año 1492 —que, por cierto, da título al anterior libro de Insua— es el hito que cierra la Edad Media, lo hace porque acaba con lo que hasta entonces se consideraba el saber definitivo del mundo, la obra de la Creación de Dios. América sacaba a la luz la «omisión de funciones» (podría decirse) del Espíritu Santo —representado por la Iglesia católica—, al no haberse propagado allí el mensaje evangélico, desconocido para los indígenas americanos.

Con el descubrimiento del Nuevo Mundo comienza propiamente la Historia universal, es decir, la historia de los grandes Imperios universales —el primero de los cuales fue España—, que iban a «sustituir» las funciones que hasta entonces había venido cumpliendo, al parecer de forma negligente, la Iglesia católica. Y así fue como la teología fue perdiendo su papel de ciencia superior, mientras que las humildes «artes», las técnicas, en virtud del prestigio de sus conquistas, nunca mejor dicho, instauraron el único criterio estrictamente histórico al que los hombres podían atenerse: la escritura acerca de sus hazañas.

La Edad Media pasó a ocupar de este modo el lugar intermedio, como época oscura, entre los antiguos y los modernos, siendo aquellos el espejo en el que estos se miraban. Ahora bien, había que reconocer que los modernos habían superado a los antiguos en su saber, especialmente en cuanto a la cosmografía se refiere. Al plan de estudios que Platón estipulaba en su República, del que proceden las artes durante toda la Edad Media —el trivium, en el que se integraban la gramática, la lógica (o dialéctica) y la retórica, y el quadrivium, que comprendía la música, la aritmética, la geometría y la astronomía—, se añadirán en la Edad Moderna nuevas artes entre las que destacará la cosmografía. En su libro El Scholástico (1550) el escritor Cristóbal de Villalón, autor también de la Ingeniosa comparación entre lo Antiguo y lo Presente (1539) —en cuyo título aparece por primera vez esta distinción—, defiende la importancia que para el escolástico (esto es, el académico, el hombre sabio de la época) debe tener el conocimiento cosmográfico:

[…] porque es ciencia muy principal para la doctrina y estima de los sabios: y necesaria para entender la historia y poesía. Adorna mucho el juicio de cualquier varón saber el sitio de las provincias, el clima y hemisferio: y dar cuenta de cualquier navegación demostrada o incógnita.

Debe dudarse, por tanto, de que hayamos terminado la Modernidad, así como del fin de la Historia, como querrían los discípulos del filósofo Martin Heidegger o del politólogo Francis Fukuyama, porque el «presente universal» en el que vivimos es aquel que inauguraron Magallanes y Elcano, el de un planeta en disputa por los imperios de hoy, donde el control de las ciencias, hijas de las artes del siglo XVI, sigue determinando quién tiene el mayor poder sobre el globo.

Siguiendo la bella expresión de Villalón, «navegación demostrada», enlazamos con la segunda distinción, entre Oriente y Occidente, con la que queremos señalar la importancia de lo que enseña este libro: la «demostración» de la esfericidad de la Tierra. Esta constatación práctica —operatoria, no solo teórica como en los antiguos griegos— implica, y bien lo advierte el autor, un nuevo hallazgo en el que no se suele reparar: al volver al punto de partida, los navegantes se dan cuenta de que han perdido un día, con lo que se demuestra, por añadidura, el movimiento de rotación del planeta sobre su propio eje, dando por terminada —casi un siglo antes de que Galileo lo hiciera— la noción de la Tierra inmóvil.

Esta demostración permite a Insua denominar «política esférica» al nuevo gobierno global que tanto Portugal como España se estaban disputando en el Pacífico, al «otro lado del mundo». Pues si bien el Tratado de Tordesillas (1494) establecía sobre el plano del mapa, al compás de los descubrimientos, la parte del orbe que correspondía a cada una de las dos potencias trazando una raya en el Atlántico, de polo a polo, menos conocido es el Tratado de Zaragoza (1529), del que en esta obra se da cumplida noticia, por el cual ambos imperios se reparten la zona de influencia en el Pacífico mediante la determinación del antimeridiano. Dos tratados capitales por los que, también por primera vez en la Historia, la política cobra una verdadera dimensión global.

Por ello mismo, esta distinción entre Oriente y Occidente es válida en el plano, pero cuando ambas potencias converjan en las Molucas, Portugal rodeando África y España rodeando América, se borrará. «Llegar al levante por el poniente», este fue el objetivo cumplido de España. Ahora bien, la referencia del amanecer y el ocaso se disipa cuando, con el desarrollo de esa política esférica, se sepa que en sus dominios —los del Imperio español— ya no se puede poner el sol. Lejos de ser una hipérbole, esta imagen —debida al poeta italiano Ariosto— se convertirá en una realidad tras la unión de las dos coronas, la española y la portuguesa.

Aún más, cuando todavía hoy la dualidad Oriente-Occidente se hace corresponder con la diferencia entre barbarie y civilización, llegando en el colmo de la «perspicacia» a hablar del «choque de civilizaciones», se ignora que desde aquel 6 de septiembre de 1522 en el que, tras tres largos años de navegación, Elcano arribó a Sanlúcar de Barrameda, en la Tierra solo hay ya una civilización. Se puede hablar así, como hizo Hegel, del «día de la universalidad». Seguirá habiendo diferencias entre civilización y barbarie, pero esta puede encontrarse en el mismo seno del ya mal llamado Occidente.

La universalidad en la política, entonces, no significa la paz perpetua, sino la característica de la función que un imperio ejerce sobre el resto de las sociedades políticas repartidas por la Tierra. Una universalidad, y tal fue la paradoja que nos legó España, que como una parte formal de la humanidad está dispuesta a hablar en nombre de toda ella. Pocos conocerán antes de leer este libro que, hacia 1588, hubo en España una intensa polémica —análoga a la más famosa entre Las Casas y Sepúlveda a cuenta de América— sobre la conquista de China. En ella se disputó si la ley evangélica debía o podía reinar en el orbe entero. Y así culmina Pedro Insua su trabajo, con el momento en el que Felipe II, en El Escorial, debe escuchar y valorar si es prudente o ambicioso utilizar la plataforma de las Filipinas como antesala para la conquista del misterioso Imperio del Centro. Para entonces, holandeses e ingleses ya estaban aprovechándose de los «caminos del agua» —en poética expresión del cosmógrafo y filósofo Pedro de Medina que Insua recoge— surcados por primera vez por los españoles.

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