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J. L. Rodríguez García - Sartre

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J. L. Rodríguez García Sartre

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La centralidad incuestionable de Sartre en el siglo XX
Un siglo en ebullición permanente

Puede asegurarse que en aquella noche de mediados de abril de 1980 se cerró una importantísima etapa del siglo XX: Sartre moría después de una terrible agonía, ingresado en un hospital parisino donde intentaban paliarle los dolores causados por el agravamiento de su enfermedad. Simone de Beauvoir, la que fuera su compañera de toda la vida a pesar de la libertad afectiva y sexual que se permitieron, dejaría testimonio de esas últimas horas febriles y apaciguadas en unas páginas memorables que se titularon La ceremonia del adiós. Baste para comprender la dimensión de lo sucedido —apenas la muerte de un hombre…— el hecho de que Giscard d’Estaign, a la sazón presidente de la República francesa y, desde luego, en las antípodas del pensamiento político sartreano, se ofreció para que el Gobierno francés se hiciera cargo del coste de sus exequias y se empeñó en recogerse unos minutos ante los restos mortales del filósofo.

La muerte de Sartre estuvo rodeada de una altísima dosis de espectacularidad. El escritor Jorge Amado, miembro del Partido Comunista brasileño, afirmó en una alocución muy sentida que había muerto el hombre «más importante desde la guerra, aquel que ha ejercido la más grande influencia sobre el mundo de hoy». El cortejo fúnebre, que recorrió las calles céntricas de París camino de Montparnasse, convocó a más de treinta mil personas.

Dos noticias de distinto calibre pueden ilustrar la centralidad incuestionable de Sartre en el momento de su muerte. Para empezar, merece la pena recordar el breve artículo que le dedicó Gilles Deleuze, acaso el único filósofo postsartreano capaz de cautivar como lo había hecho aquel a quien denominó «mi maestro»: en un artículo publicado en noviembre de 1964, poco después de que Sartre renunciara al Premio Nobel de Literatura, lo comparó con los otros grandes pensadores que habían ocupado la tribuna filosófica desde la Liberación —Albert Camus y Maurice Merleau-Ponty—, con la intención de destacar la importancia de Sartre sobre estos, no porque hubiera elaborado una filosofía sistemática más precisa y rigurosa que Merleau-Ponty, por ejemplo, ni porque hubiera ilustrado más ásperamente que Camus la situación atribulada de la generación que vivió la experiencia de los campos de concentración o sufrido los excesos del gobierno pronazi de Vichy, No, Sartre fue más importante porque fue el único capaz de «decir algo nuevo». No está mal. Pero ¿decírselo a quién?

Vamos con la segunda noticia ilustrativa. En 1965, Sartre fue entrevistado por la revista americana Playboy: resulta llamativo que en esa pieza periodística el filósofo reconociera que «los jóvenes constituyen la base de mis lectores». Y que se explayara de forma contundente ofreciendo un panorama de lo que había motivado su distinta relación con los lectores, añadiendo que:

Lo que saca de quicio a muchos es que soy doblemente traidor. Soy un burgués y me refiero sin contemplaciones a la burguesía; soy un hombre de edad que tiene sobre todo contactos con la juventud. Los jóvenes constituyen la base de mis lectores. Los hombres de más de cuarenta años manifiestan siempre su desaprobación respecto a mí, incluso aquellos que, siendo más jóvenes, me manifestaron simpatía… La generación de 1945 piensa que la he traicionado porque me conoció a través de La náusea y A puerta cerrada, obras escritas en una época en la que aún no había extraído las implicaciones marxistas de mis ideas.

De modo que, junto a lo que puede llamarse retórica filosófica, se suma el hecho de que Sartre ha encontrado eco, precisamente, entre los miembros de esa franja de edad a los que les interesa la literatura y la filosofía, y que le acompañarán tanto en su etapa existencialista como posteriormente cuando se aproxime al marxismo con una actitud crítica.

Para acabar de comprender la magnitud de la obra filosófica y literaria de Sartre cabe preguntarse cómo es posible que, desde los años treinta, cuando entró en escena, hasta la década de los setenta, cuando la ceguera y los achaques comenzaron a perturbarlo, su presencia fuera requerida constantemente por unos y otros, y su voz admitida como la de alguien que siempre tenía algo que decir. Pues bien, la importancia filosófica de Sartre se ancla en el hecho de que se convirtió en un testigo privilegiado de los acontecimientos que jalonaron el siglo XX. Y «testigo privilegiado» no significa literalmente que participara a fondo en todos ellos, sino que afrontó su importancia para valorarlos y que lo hizo desde una perspectiva filosófica que habría de reflejarse en las obras más importantes de esta naturaleza que publicó, pero también en su incansable papel de entrevistado y en sus innumerables apariciones públicas.

Una multitud acompañó el cortejo fúnebre de Jean-Paul Sarte por las - photo 1

Una mul­titud acom­pa­ñó el cor­te­jo fú­ne­bre de Jean-Paul Sa­r­te por las ca­lles de Pa­rís en 1980.

Antes de adentrarnos en el libro, referiremos tres marcos o acontecimientos que influirán en la filosofía de Sartre y su evolución constante. Conviene saber a qué circunstancias permaneció atento para abordarlas desde una perspectiva filosófica: en primer lugar, la situación de la Filosofía que encontró Sartre en su juventud; en segundo, las secuelas de la Primera Guerra Mundial; en tercer lugar, los efectos de la Revolución rusa.

Después de Nietzsche, ¿qué?

Iniciaremos la breve reconstrucción del contexto sociohistórico que alimentó el pensamiento sartreano recordando la situación filosófica en relación a la cual va a situarse. Y tenemos que remontarnos hasta el corazón del siglo XIX, ese momento en el que el horizonte filosófico está enmarcado por Hegel, esto es, por la fortaleza del pensamiento dialéctico, de esa consideración de lo real que entendía los juegos sociales como enfrentamientos que finalmente han de resolverse en un momento esplendoroso hasta el previsible final de la historia. No es solo Hegel quien se extiende en ese pensamiento central. He dicho que la fortaleza del pensamiento dialéctico es la marca fundamental del XIX y es que, en efecto, con las variaciones que intenten sumar autores como Marx o Bakunin, el núcleo de la dialéctica permanece, como si estas variaciones fueran algo secundario.

Sin embargo, la aventura hegeliana comenzó a ser tenida en cuenta por las autoridades conservadoras como un adversario al que convenía asediar. Tal operación de ataque se había hecho marcadamente explícita en 1841, cuando F. W. J. von Schelling, quien había sido condiscípulo de Hegel durante su aprendizaje juvenil en Tubinga, fue convocado por Federico IV de Prusia a la Universidad de Berlín algunos años después de la muerte de su antiguo amigo para intentar «extirpar las semillas del dragón hegeliano». El monarca sabía que dichas semillas habían comenzado a florecer en la conciencia y la praxis de lo que conocemos como izquierda hegeliana, ese grupo de estudiosos primerizos que intentaban orientar la dialéctica hacia un uso político y subversivo. ¿Se trataba de una cuestión de oportunidad tardía, producida tan solo cuando las autoridades percibieron la «perversión de la dialéctica»? ¿La dialéctica se concebía como peligro enemigo en 1841? ¿Es que con anterioridad era un saber inocente y neutral, soportable? No creo que pueda aceptarse tal idea si se tiene en cuenta la conocida animadversión e inquina que le profesaba Schopenhauer, docente simultáneo de Hegel y ferozmente antidialéctico y que, en vida del afamado filósofo, clamó una y otra vez contra las «tonterías» hegelianas y contra su «batiburrillo palabrero». Lo cierto es que había ido organizándose un frente antihegeliano que, por otra parte, no se presentaba como tal: se trataba más bien de apariciones dotadas de mayor o menor fragilidad pero que fueron cundiendo en las entrañas del oficio filosófico. En tal espíritu apareció Kierkegaard, que se desplazó a Berlín para estudiar Filosofía y se declaró fervoroso partidario de la subjetividad diferenciada, única en relación a la otra.

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