Umberto Eco - La búsqueda de la lengua perfecta
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- Libro:La búsqueda de la lengua perfecta
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1993
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La búsqueda de la lengua perfecta: resumen, descripción y anotación
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De Adán a la confusio linguarum
NUESTRA HISTORIA TIENE, sobre muchísimas otras, la ventaja de poder comenzar desde el principio.
Ante todo habla Dios, quien al crear el cielo y la tierra dice «Haya luz». Sólo tras esta palabra divina «hubo luz» (Génesis 1, 3-4). La creación se produce por un acto de habla, y sólo al nombrar las cosas a medida que las va creando les confiere Dios un estatuto ontológico: «Y Dios llamó a la luz “día” y a las tinieblas “noche”… (y) llamó al firmamento “cielo”».
En 2, 16-17 el Señor habla por vez primera al hombre, poniendo a su disposición todos los frutos del paraíso terrenal, y advirtiéndole que no coma el fruto del árbol del bien y del mal. Resulta dudoso saber en qué lengua habló Dios a Adán, y una gran parte de la tradición pensará en una especie de lengua de iluminación interior, en la que Dios, como por otra parte ocurre en otras páginas de la Biblia, se expresa mediante fenómenos atmosféricos: truenos y relámpagos. Pero si se interpreta así, se apunta entonces la primera posibilidad de una lengua que, aun siendo intraducible en términos de idiomas conocidos, es comprendida, no obstante, por quien la escucha, por un don o estado de gracia especial.
Llegados a este punto, y sólo entonces (2, 19 y ss.), Dios «formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves de los cielos y los condujo ante el hombre para ver qué nombre les daba; y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera». La interpretación de este fragmento es extraordinariamente delicada. De hecho, aquí se propone el tema, común a otras religiones y mitologías, del Nomoteta, es decir, del primer creador del lenguaje, pero no queda claro con qué criterio puso nombre Adán a los animales, ni tampoco la versión de la Vulgata, sobre la que se ha formado la cultura europea, contribuye a resolver la ambigüedad, sino que por el contrario prosigue diciendo que Adán llamó a los distintos animales nominibus suis, palabras que, traducidas por «con sus nombres», no resuelven el problema: ¿significa que Adán los llamó con los nombres que ellos esperaban por algún derecho extralingüístico, o con los nombres que ahora nosotros (en virtud de la convención adánica) les atribuimos? ¿El nombre que les dio Adán es el nombre que debía tener el animal a causa de su naturaleza, o el que el Nomoteta decidió asignarles arbitrariamente, ad placitum, instaurando así una convención?
Pasemos ahora a Génesis 2, 23, cuando Adán ve por vez primera a Eva. En este momento Adán dice (y es la primera vez que se citan sus palabras): «Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta será llamada varona [la Vulgata traduce ishshàh, femenino de ish, “hombre”]». Si consideramos que en Génesis 3, 20 Adán llama a su mujer Eva, que significa «vida», madre de los seres vivos, nos hallamos ante dos denominaciones que no son del todo arbitrarias, sino ante nombres «precisos».
El Génesis recupera, y de manera muy explícita, el tema lingüístico en 11, 1 y ss. Después del Diluvio, «toda la tierra tenía un solo lenguaje y unas mismas palabras», pero la soberbia llevó a los hombres a querer competir con el Señor construyendo una torre que llegara hasta el cielo. El Señor, para castigar su orgullo e impedir la construcción de la torre, decide: «¡Ea!, pues, bajemos y una vez allí confundamos su habla, de modo que unos no comprendan el lenguaje de los otros… Por esto se la llamó con el nombre de Babel, porque allí confundió Yahvé el habla de toda la tierra, y de allí los dispersó Yahvé sobre la superficie de toda la tierra». El hecho de que varios autores árabes (cf. Borst, 1957-1963, I, II, 9) consideren que la confusión se produjo por razones traumáticas al ver el derrumbe de la torre, ciertamente terrible, no afecta para nada ni a este ni a los relatos de otras mitologías, que de modo parcialmente distinto confirman que existen en el mundo lenguas diferentes.
Ahora bien, nuestra historia, explicada de este modo, resulta incompleta. Hemos pasado por alto Génesis 10 donde, al hablar de la dispersión de los hijos de Noé tras el Diluvio, a propósito de la estirpe de Jafet se dice que «estos son los hijos de Jafet por sus territorios y lenguas, por sus linajes y naciones respectivas» (10, 5), y con palabras casi iguales se repite la idea a propósito de los hijos de Cam (10, 20) y de Sem (10, 31). ¿Cómo hay que interpretar esta pluralidad de lenguas que se produce antes de Babel? Génesis 11 es dramático, iconográficamente fuerte, y prueba de ello es la riqueza de representaciones que la Torre ha inspirado a lo largo de los siglos. En cambio, las alusiones a Génesis 10 son casi irrelevantes y desde luego muestran un menor grado de teatralidad. Es lógico que la atención de toda la tradición se haya centrado en el episodio de la confusión babélica y que la pluralidad de lenguas se haya interpretado como la trágica consecuencia de una maldición divina. El episodio de Génesis 10, por el contrario, o bien no se ha tenido en cuenta, o bien se ha reducido durante mucho tiempo al rango de un episodio provinciano: no se trató de una multiplicación de las lenguas sino de una diferenciación de dialectos tribales.
Pero si bien Génesis 11 resulta de fácil interpretación (había en un principio una sola lengua y después hubo, según la tradición, setenta o setenta y dos) y, por lo tanto, se tomará como punto de partida de cualquier sueño de «restitución» de la lengua adánica, Génesis 10 contiene virtualidades explosivas. Si las lenguas ya se habían diferenciado después de Noé, ¿por qué no habrían podido diferenciarse incluso antes? Nos encontramos aquí ante una incoherencia en el mito babélico. Si las lenguas no se diferenciaron por castigo sino por tendencia natural, ¿por qué hay que interpretar la confusión como una desgracia?
De vez en cuando, a lo largo de nuestra historia, alguien opondrá Génesis 10 a Génesis 11, con resultados más o menos divergentes según las épocas y las posiciones teológico-filosóficas.
En distintas mitologías y teogonías aparece un relato que explica la multiplicidad de las lenguas (Borst, 1957-1963, I, 1). Pero una cosa es saber que existen muchas lenguas, y otra considerar que esta herida deba curarse hallando una lengua perfecta. Para buscar una lengua perfecta hace falta pensar que la propia no lo es.
Limitémonos solamente, tal como hemos decidido, a Europa. Los griegos de la época clásica conocían pueblos que hablaban lenguas distintas de la suya, y los denominaban precisamente bàrbaroi, o sea, seres que balbuceaban hablando de modo incomprensible. Los estoicos, con su semiótica articulada, sabían perfectamente que si en griego un determinado sonido correspondía a una idea, aquella idea indudablemente también estaba presente en la mente de un bárbaro, pero el bárbaro no conocía la relación entre el sonido griego y su propia idea y, por lo tanto, desde el punto de vista lingüístico su caso era irrelevante.
Los filósofos griegos identificaban la lengua griega con la lengua de la razón, y Aristóteles elabora la relación de sus categorías tomando como base las categorías gramaticales del griego. Esto no constituye una afirmación explícita de la primacía del griego: simplemente se identificaba el pensamiento con su vehículo natural, logos era el pensamiento, logos el lenguaje; del lenguaje de los bárbaros se sabía muy poco y, por tanto, con él no se podía pensar, si bien se admitía, por ejemplo, que los egipcios habían elaborado una sabiduría propia y antiquísima: pero las noticias que se tenían habían llegado transmitidas en griego.
Con la expansión de la civilización griega, el griego asume además un estatuto distinto y más importante. Si antes existían casi tantas variedades de griego como textos (Meillet, 1930, p. 100), en la época siguiente a las conquistas de Alejandro Magno se difunde un griego común, precisamente la
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