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Theodor Mommsen - Historia de Roma. Libro III

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Theodor Mommsen Historia de Roma. Libro III
  • Libro:
    Historia de Roma. Libro III
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    ePubLibre
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    2016
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Historia de Roma. Libro III: resumen, descripción y anotación

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Las guerras púnicas abren este segundo volumen, en el que se describe el imparable avance de la dominación romana hasta las fronteras naturales de Italia, primero, y luego mucho más allá, desde la unión de los Estados itálicos hasta la sumisión de Cartago y de Grecia.

Mommsen no se limita a la narración cronológica de los hechos militares: su objetivo es la reconstrucción sistemática de la civilización romana, tanto la explicación de su formidable expansión territorial como también el análisis de las relaciones entre gobernantes y gobernados, las características del sistema económico de los romanos, las creencias y costumbres, la literatura y el arte.

Theodor Mommsen Historia de Roma Libro III Desde la reunión de Italia - photo 2

Theodor Mommsen

Historia de Roma
Libro III

Desde la reunión de Italia hasta la sumisión de Cartago y de Grecia

ePub r1.1

liete30.12.16

Título original: Römische Geschichte

Theodor Mommsen, 1856

Traducción: Alejo García Moreno, 1876

Editor digital: liete

Primer editor: Macphist

Editor colaborador: Pepotem2

ePub base r1.0

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Suspiró entonces mío Cid, de pesadumbre cargado, y comenzó a hablar así, justamente mesurado: «¡Loado seas, Señor, Padre que estás en lo alto! Todo esto me han urdido mis enemigos malvados».

ANÓNIMO

LIBRO TERCERO

DESDE LA REUNIÓN DE ITALIA
HASTA LA SUMISIÓN
DE CARTAGO Y DE GRECIA

… Arduum res gestas scribere.

SALUSTIO

… ¡Difícil cosa es escribir la historia!

I
CARTAGO
LOS FENICIOS
SU COMERCIO. SU GENIO INTELECTUAL

Aunque colocada entre los pueblos del antiguo mundo clásico, la raza de los semitas ha quedado sin embargo fuera de ellos. Esta tiene por centro el Oriente, mientras que el mundo clásico tiene el suyo en el Mediterráneo. Por otra parte, a medida que la guerra o las emigraciones van extendiendo las fronteras y arrojando las naciones unas sobre otras, los indo-germanos y los sirios, los israelitas y los árabes se separan y alejan, obedeciendo al sentimiento creciente de su heterogeneidad. Otro tanto puede decirse de los fenicios o de la nación púnica, esa rama de los semitas que se ha extendido hacia el oeste más que ninguna otra de su raza. Tuvo por patria la zona estrecha situada entre el Asia Menor, las montañas de la Siria y el Egipto, la que se llama propiamente hablando la llanura o Canaán. En efecto, tal era el nombre que ella misma se daba, y, hasta los tiempos del cristianismo, el campesino africano fue denominado canaanita. Para los griegos, la tierra de Canaán era el país de la púrpura o la tierra de los hombres rojos (Φοίνικοι). Los italianos, y aun nosotros mismos, la llaman constantemente Fenicia. Por lo demás, este país, propio para la agricultura, tenía ante todo excelentes puertos, y maderas y metales en abundancia. Sobre esas playas de muchas y cómodas radas con las que el continente oriental, abundante en todo género de productos, pone límite al vasto mar interior sembrado de islas, es donde se ha visto, quizá por primera vez, nacer entre los hombres el movimiento comercial y tomar inmediatamente un vuelo inmenso. Los fenicios intentaron con audacia, inteligencia e inspiración dar a su comercio y a sus ramas accesorias, la navegación, la industria y la colonización, todo el desarrollo del que eran capaces, a fin de unir el Oriente con el Occidente mediante el lazo de las relaciones internacionales. Desde los tiempos más remotos los encontramos ya en la isla de Chipre y en Egipto, en Grecia y en Sicilia, en África y en España, y hasta en las costas del Atlántico y del mar del Norte. Su imperio comercial se extendía desde Sierra Leona y la tierra de Cornouailles en el oeste, hasta la costa de Malabar, en el este. Por sus manos pasaban el oro y las perlas del Oriente, la púrpura tiria, los esclavos, el marfil y las pieles de león y de pantera del interior de África, el incienso de Arabia, el lino de Egipto, el vidriado y los vinos generosos de la Grecia, el cobre de Chipre, la plata de España, el estaño de Inglaterra y el hierro de la isla de Elba. Las naves de los fenicios llevan a todos los pueblos cuanto pueden necesitar o comprar. Recorren los mares pero vuelven siempre a su patria, con la que están perfectamente unidos, aunque sus fronteras sean reducidas. Este pueblo ha merecido ser celebrado en la historia al lado de los griegos y de los latinos. Sin embargo, también en él, y quizá más que en otro pueblo, se verificó el fenómeno característico de las épocas antiguas: el aislamiento de las fuerzas vivas de las naciones, aun en medio de sus indiscutibles progresos. Por otra parte, no pertenecen directamente a la Fenicia esas creaciones grandiosas e indestructibles que ha producido la raza aramea en el orden intelectual. En cierto sentido, la ciencia y la fe han sido desde un principio propiedad exclusiva de los arameos, y, en efecto, los pueblos indogermánicos las han recibido de ellos; sin embargo, es necesario reconocer que ni la religión, ni la ciencia, ni las artes de la Fenicia han tenido jamás un lugar independiente dentro de esta civilización. Sus mitos religiosos están desprovistos de toda belleza; su culto despierta y desarrolla las pasiones de la lujuria y los instintos de la crueldad, en vez de refrenarlos. Y aún más, si nos limitamos a las épocas en que resplandece la verdad histórica, en ninguna parte encontramos vestigios de la más insignificante influencia de la religión puramente fenicia sobre las de los demás pueblos. Menos aún existen huellas de una arquitectura y de una plástica nacionales que puedan compararse, no ya con las de las ilustres metrópolis del arte, sino al menos con el arte italiano. La más antigua patria de las observaciones científicas, el lugar donde por primera vez fueron practicadas y se las consideró como cosa de algún valor, fue Babilonia, en la región del Éufrates. Allí se estudió por primera vez, según parece, el curso de los astros; allí también se distinguieron y anotaron los sonidos del lenguaje hablado, y empezó el hombre a meditar sobre las nociones del tiempo y del espacio, y sobre las fuerzas poderosas y activas de la naturaleza. Allí, en fin, se encuentran restos de los más antiguos monumentos de la astronomía, de la cronología, del alfabeto, de los pesos y de las medidas. Los fenicios sacaron un gran partido para su industria de las obras artísticas de Babilonia, en extremo notables. También para la navegación se aventajaron de la astronomía de este pueblo; y para su comercio, en cambio, de la escritura y del sistema de pesos y medidas de los asirios. Cabe destacar que los fenicios a su vez transportaron muy lejos todos los gérmenes fecundos de la civilización juntamente con sus mercancías. Pero nada demuestra que hayan jamás sacado de su propio fondo, por decirlo así, el alfabeto ni ninguna otra de las grandes creaciones del espíritu humano. ¿Se dirá acaso que los helenos han recibido de ellos muchas nociones religiosas y científicas? Puede suceder, pero, aun en el caso de que se las hayan llevado los fenicios, ha sido más semejante al grano de trigo que cae por casualidad del pico de un ave, que a la semilla inteligente esparcida por la mano del labrador. No tenían, ni con mucho, el genio civilizador y de asimilación de los pueblos con quienes se pusieron en contacto, ni el de los helenos ni el de los italianos. En los países conquistados, por ejemplo, los romanos ahogaron las lenguas indígenas; el ibero y el celta fueron reemplazados en adelante por el idioma latino. Los bereberes del África, por el contrario, hablan aún en nuestros días la lengua que hablaron en tiempos de Hannon y de los hijos de Barca.

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