Theodor W. Adorno - Mínima moralia
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- Libro:Mínima moralia
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- Año:1951
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Mínima moralia: resumen, descripción y anotación
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«Minima moralia», probablemente una de las obras más conocidas de Adorno, fue escrito en su mayor parte en los años finales de la Segunda Guerra Mundial. Con la perspectiva del intelectual en el exilio siempre presente, el autor articula en tres partes y un apéndice un corpus poderoso y coherente de aforismos, teñidos de un profundo sentimiento de desgarro, en los que aborda algunos de los ámbitos favoritos de su pensamiento, como la sociología, la antropología o la estética. El conjunto constituye, sin duda, una de las obras fundamentales de la filosofía de la segunda mitad del siglo XX, que se presenta ahora en una nueva traducción corregida y aumentada.
Theodor W. Adorno
Reflexiones desde la vida dañada
ePub r1.1
turolero 14.05.15
Título original: Minima Moralia. Reflexionen aus dem beschädigten Leben
Theodor W. Adorno, 1951
Traducción: Joaquín Chamorro Mielke
Editor digital: turolero
Aporte original: Spleen
ePub base r1.2
Para Max, con gratitud
y en cumplimiento de mi promesa.
THEODOR LUDWIG WIESENGRUND ADORNO (Fráncfort del Meno, 11 de septiembre de 1903 - Visp [Suiza], 6 de agosto de 1969). Fue un filósofo alemán que también escribió sobre sociología, comunicología, psicología y musicología. Se le considera uno de los máximos representantes de la Escuela de Fráncfort y de la teoría crítica de inspiración marxista.
Adorno nació en una familia burguesa acomodada de Fráncfort del Meno (estado de Hesse). Su padre, Oscar Alexander Wiesengrund, era comerciante de vinos, y su madre, Maria Calvelli-Adorno, era soprano lírica. Su madre y su hermana Agatha, una pianista de talento, se hicieron cargo de la formación musical de Adorno durante su infancia.
La ciencia melancólica de la que ofrezco a mi amigo algunos fragmentos, se refiere a un ámbito que desde tiempos inmemoriales se consideró el propio de la filosofía, pero que desde la transformación de ésta en método cayó en la irreverencia intelectual, en la arbitrariedad sentenciosa y, al final, en el olvido: la doctrina de la vida recta. Lo que en un tiempo fue para los filósofos la vida, se ha convertido en la esfera de lo privado, y aun después simplemente del consumo, que como apéndice del proceso material de la producción se desliza con éste sin autonomía y sin sustancia propia. Quien quiera conocer la verdad sobre la vida inmediata tendrá que estudiar su forma alienada, los poderes objetivos que determinan la existencia individual hasta en sus zonas más ocultas. Quien habla con inmediatez de lo inmediato apenas se comporta de manera diferente a la de aquellos escritores de novelas que adornan a sus marionetas con imitaciones de las pasiones de otros tiempos cual alhajas baratas y hacen actuar a personajes que no son nada más que piezas de la maquinaria como si aún pudieran obrar como sujetos y como si algo dependiera de sus acciones. La visión de la vida ha devenido en la ideología que crea la ilusión de que ya no hay vida.
Pero una relación entre la vida y la producción que reduce realmente aquélla a un fenómeno efímero de ésta es completamente anormal. El medio y el fin invierten sus papeles. Todavía no se ha eliminado totalmente de la vida la idea de un absurdo quid pro quo. La esencia reducida y degradada se resiste tenazmente a su encantamiento de fachada. El cambio de las mismas relaciones de producción depende en gran medida de lo que sucede en la «esfera del consumo», en la mera forma refleja de la producción y en la caricatura de la verdadera vida: en la vida consciente e inconsciente de los individuos. Sólo en virtud de su oposición a la producción, en tanto que no del todo asimilada por el orden, pueden los hombres dar lugar a una producción más dignamente humana. Si se eliminara completamente la apariencia de la vida, que la propia esfera del consumo con tan malos argumentos defiende, triunfaría la deformidad de la producción absoluta.
Sin embargo, hay mucho de falsedad en las consideraciones que parten del sujeto acerca de cómo la vida se tornó apariencia. Porque en la fase actual de la evolución histórica, cuya avasalladora objetividad consiste únicamente en la disolución del sujeto sin que de ésta haya nacido otro nuevo, la experiencia individual se sustenta necesariamente en el viejo sujeto, históricamente sentenciado, que aún es para sí, pero ya no en sí. Éste cree todavía estar seguro de su autonomía, pero la nulidad que les demostró a los sujetos el campo de concentración define ya la forma de la subjetividad misma. La visión subjetiva, aun críticamente aguzada contra sí misma, tiene algo de sentimental y anacrónico: algo de lamento por el curso del mundo. Que habría que rechazar no por lo que en éste haya de bondad, sino porque el sujeto que se lamenta amenaza con anquilosarse en su modo de ser, cumpliendo así de nuevo la ley que rige el curso del mundo. La fidelidad a la propia situación de la conciencia y la experiencia se encuentra a un paso de convertirse en infidelidad cada vez que se opone a la perspectiva que trasciende el individuo y llama a tal sustancia por su nombre.
Así argumentó Hegel —en cuyo método se ha ejercitado el de estos minima moralia— contra el mero ser para sí de la subjetividad en todos sus grados. A la teoría dialéctica, contraria a todo lo que viene aislado, no le es por eso lícito servirse de aforismos. En el caso más favorable podrían tolerarse —para usar la expresión del prólogo a la Fenomenología del Espíritu ó como «conversación». Aunque su época haya pasado. Sin embargo, ello no le hace olvidar al libro la aspiración a la totalidad de un sistema que no consiente que se salga de él al tiempo que protesta contra él. Ante el sujeto, Hegel no se somete a la exigencia que él mismo apasionadamente formula: la de permanecer en la cosa en lugar de querer «ir siempre más allá», la de «sumirse en el contenido inmanente de la cosa». Al desaparecer hoy el sujeto, los aforismos encuentran difícil «considerar como esencial a lo que desaparece». En oposición al proceder de Hegel, y sin embargo, de un modo acorde con su pensamiento, insisten en la negatividad: «La vida del espíritu sólo conquista su verdad cuando éste se encuentra a sí mismo en el absoluto desgarramiento. El espíritu no es esta potencia como lo positivo que se aparta de lo negativo, como cuando decimos de algo que no es nada o que es falso y, hecho esto, pasamos sin más a otra cosa, sino que sólo es esta potencia cuando mira cara a cara a lo negativo y permanece cerca de ello».
El gesto displicente con que Hegel, en contradicción con su propia teoría, trata continuamente a lo individual proviene, de un modo harto paradójico, de su necesaria adscripción al pensamiento liberal. La representación de una totalidad armónica a través de sus antagonismos le obliga a atribuir a la individuación, por más que la determine siempre como momento impulsor del proceso, sólo un rango inferior en la construcción del todo. El hecho de que en el pasado histórico la tendencia objetiva se haya impuesto por encima de las cabezas de los hombres, más aún: mediante la anulación de lo individual, sin que hasta hoy haya tenido lugar la consumación histórica de la reconciliación, construida en el concepto, de lo universal con lo particular, aparece en él deformado: con superior frialdad opta una vez más por la liquidación de lo particular. En ningún lugar pone en duda el primado del todo. Cuanto más problemática es la transición del aislamiento reflexivo a la totalidad soberana, como, al igual que en la historia, sucede en la lógica hegeliana, con tanto mayor empeño se engancha la filosofía, como justificación de lo existente, al carro triunfal de la tendencia objetiva. El propio despliegue del principio social de individuación hacia la victoria de la fatalidad le ofrece un motivo suficiente. Al hipostasiar Hegel la sociedad burguesa, así como su categoría básica, el individuo, no desentrañó verdaderamente la dialéctica entre ambos. Ciertamente él se percata, con la economía clásica, de que la propia totalidad se produce y reproduce a partir de la trama de los intereses antagónicos de sus miembros. Pero el individuo como tal tiene para él notoriamente, y de un modo ingenuo, el valor de una realidad irreductible que en la teoría del conocimiento él justamente disuelve. Sin embargo, en la sociedad individualista no sólo se realiza lo universal a través del juego conjunto de los individuos, sino que además es la sociedad la sustancia del individuo.
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