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Theodor Mommsen - Historia de Roma. Libro V

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Theodor Mommsen Historia de Roma. Libro V
  • Libro:
    Historia de Roma. Libro V
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    ePubLibre
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Historia de Roma. Libro V: resumen, descripción y anotación

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El cuarto y último volumen de la Historia de Roma trata de la fundación de la - photo 1

El cuarto y último volumen de la Historia de Roma trata de la fundación de la monarquía militar.

Comienza con la serie de golpes de Estado y de revoluciones que terminaron en la dictadura de Sila, para continuar con el ascenso de Pompeyo y su actuación en las campañas militares en Oriente y, por último, con la hegemonía de César, la conquista de las Galias y el avance de las fronteras de los dominios romanos en Occidente.

Las páginas dedicadas al análisis de las guerras civiles y al papel de los líderes políticos, en especial de César, se cuentan entre las más brillantes y polémicas de esta obra monumental.

Theodor Mommsen Historia de Roma Libro V Fundación de la monarquía - photo 2

Theodor Mommsen

Historia de Roma
Libro V

Fundación de la monarquía militar

ePub r1.0

liete13.09.13

Título original: Römische Geschichte

Theodor Mommsen, 1856

Traducción: Alejo García Moreno, 1876

Editor digital: liete

Primer editor: Macphist

Editor colaborador: Pepotem2

ePub base r1.0

LIBRO QUINTO FUNDACIÓN DE LA MONARQUÍA MILITAR A Otto Jah en prueba de buena - photo 3

LIBRO QUINTO

FUNDACIÓN DE LA MONARQUÍA MILITAR

A Otto Jah

en prueba de buena, antigua y fiel amistad

I
MARCO LÉPIDO Y QUINTO SERTORIO
LA OPOSICIÓN. LOS JURISTAS.
LA ARISTOCRACIA REFORMISTA. LOS DEMÓCRATAS

A la muerte de Sila (año 676), la oligarquía restaurada dominaba con un poder absoluto en el Estado romano; pero como la había fundado la fuerza, la necesitaba para sostenerse contra sus numerosos adversarios ocultos o declarados. Enfrente no tenía solo un partido con un fin y un color determinados, y con sus jefes reconocidos; además, tenía que habérselas con una masa compuesta de los más heterogéneos elementos, a la que en conjunto se daba el nombre de partido popular, pero cuya oposición contra el sistema constitucional de Sila variaba profundamente en sus motivos y en sus miras. En él se contaban a los hombres del derecho positivo, ignorantes e inactivos en política, pero que execraban a Sila y su arbitrariedad respecto de la vida y de la propiedad de los ciudadanos. Viviendo aún el dictador, y cuando toda oposición permanecía muda, habían levantado la cabeza los austeros juristas. En efecto, más de una sentencia judicial había negado su sanción a las Leyes Cornelianas cuando estas, por ejemplo, quitaban el derecho de ciudad a algunas comunidades itálicas, mientras que, por otra parte, habían mantenido en sus derechos al ciudadano prisionero de guerra o vendido como esclavo en el transcurso de la revolución. También en la oposición se contaban los restos de la antigua minoría liberal del Senado, aquella que había trabajado ya en otro tiempo para conseguir una transacción entre el partido reformista y los itálicos. Análogas eran sus tendencias en la actualidad, pues hubiera querido mitigar los rigores de la constitución oligárquica silana con oportunas concesiones hechas a los populares. Venían después los demócratas propiamente dichos, los de creencias radicales pero honradas y circunscritas, que se jugaban su cabeza y sus bienes por una palabra de orden y programa del partido. Sin embargo, a ellos les estaba reservada la sorpresa de ver, al día siguiente de la victoria, que habían luchado no por una causa, sino por una frase vacía. Su gran caballo de batalla era el restablecimiento del poder tribunicio que Sila no había suprimido en realidad, pero al que había despojado de sus atributos esenciales. El nombre del tribunado del pueblo electrizaba a las masas y les producía un misterioso encanto, tanto más poderoso cuanto que la institución había quedado por sí misma sin utilidad práctica: espectro vano, que diez siglos más tarde será suficiente para hacer una revolución. Por último, estaban en la oposición las clases ricas y notables a las que la restauración no había dado una satisfacción completa, o a las que había perjudicado en sus intereses políticos y privados.

LOS TRANSPADANOS. LOS EMANCIPADOS LOS CAPITALISTAS

De este modo se iban uniendo a la oposición las poblaciones numerosas y ricas de la región entre el Po y los Alpes. El haber ganado en el año 665 el derecho latino no era para ellas más que una pequeña suma dada a cuenta del completo derecho de ciudadanía; por lo tanto, la agitación tenía allí siempre dispuesto el terreno. Por lo demás, entre los opositores se encontraban también los emancipados, influyentes por su número y su riqueza, y muy peligrosos por estar reconcentrados en la capital: ellos no perdonaban a la restauración el haberlos anulado por completo. Estaban asimismo los hombres de la alta banca, por decirlo así, quienes se mantenían en una prudente tranquilidad, pero guardaban sus tenaces rencores con su poder no menos tenaz.

LOS PROLETARIOS DE ROMA. LOS EXPROPIADOS.
LOS PROSCRITOS Y SUS ADEPTOS.
LA GENTE ARRUINADA. LOS AMBICIOSOS

Las masas estaban a su vez descontentas porque no veían la libertad más que en los beneficios de la anona. Sin embargo, donde se ocultaba la guerra más encarnizada era en las ciudades a las que habían alcanzado las confiscaciones de Sila; ya fuera porque en algunos sitios los expropiados tuviesen que vivir reunidos dentro de los mismos muros, o en sus mermados dominios, con los colonos del dictador y expuestos a eternas querellas; o que ocurriese lo que a los arretinos y volaterranos, quienes, si bien habían conservado su territorio, veían suspendida sobre sus cabezas la espada de Damocles de las confiscaciones en nombre del pueblo romano; o que finalmente, como en Etruria, tuviesen que andar errantes como mendigos alrededor de sus antiguas fincas y moradas, o como ladrones en medio de las selvas. Por último, todos los jefes demócratas a quienes había decapitado la restauración, que andaban errantes y miserables, emigrados en las costas de Mauritania, o seguían a la corte o al ejército de Mitrídates, habían dejado detrás de sí a sus parientes, sus emancipados, la levadura de la venganza. Según las ideas políticas del tiempo, influidas por las afinidades exclusivistas de la familia, era un deber de honor el trabajar con todas sus fuerzas para que los parientes fugitivos volviesen a su patria. En cuanto a los muertos, importaba mucho abolir la nota de infamia que iba unida a su memoria y a la persona de sus hijos, y que se les restituyesen a ellos sus bienes. Los hijos de los proscritos, sobre todo, degradados por la ley del regente y reducidos al estado de parias políticos (volumen III , libro cuarto, pág. 276), tenían en esta misma ley el perpetuo motivo que los incitaba a la insurrección contra el actual orden de cosas. Agréguese a todas estas facciones la enorme masa de las familias arruinadas. La muchedumbre alta o baja, que no pensaba ni deseaba otra cosa que los goces refinados de la vida o las orgías del común del pueblo; los nobles a quienes no gustaba más que contraer deudas; los mismos soldados de Sila, a quienes una palabra de su jefe había convertido en propietarios pero no en labradores, y que, una vez que habían consumido la herencia de los proscritos, deseaban nuevos trastornos de los que pudiesen sacar provecho: todos estaban esperando la señal de combate contra el régimen presente, a pesar de que algunos escritores hayan asegurado lo contrario. La misma necesidad impelía hacia la oposición a todos los ambiciosos de talento, a todos los cortesanos de popularidad, y a todos aquellos a quienes la cerrada cohorte de los optimates negaba un puesto en sus filas, o impedía su rápida elevación. Así, rechazados violentamente de la falange, intentaban quebrantar con el favor del pueblo las leyes de la oligarquía exclusivista y la regla de la antigüedad. También estaban todos aquellos para quienes, en sus elevadas ilusiones, no era bastante el ser admitidos a gobernar el mundo en los consejos de un cuerpo deliberante, y ellos eran mucho más peligrosos. Aun cuando vivía Sila, en la tribuna de los abogados, único terreno que dejó abierto a la oposición legal, ya resonaba la ardiente palabra de los ambiciosos candidatos que llevaban en la mano el arma del formalismo jurista, y lanzaban contra la restauración los acerados dardos de su palabra. Entre estos se encontraba el gran orador Marco Tulio Cicerón (que nació el 3 de enero del año 648), hijo de un labrador de la aldea de Arpinum. Prudente y atrevido a la vez en su oposición contra el dictador, se había creado rápidamente un gran nombre. Semejantes aspiraciones no hubieran sido temibles mientras el héroe no pusiese sus miras más que en una silla curul, y quedase satisfecho con tomar posesión de ella al fin de sus días. Pero el reposo honorífico no podía bastar a un agitador popular; desde el momento en que Cayo Graco necesitó un sucesor, fue también necesario que se librase un combate a muerte. Sin embargo, todavía no se había pronunciado ningún nombre; nadie había revelado tan vastas aspiraciones.

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