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Tomás Abraham - El deseo de revolución

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Tomás Abraham El deseo de revolución
  • Libro:
    El deseo de revolución
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2017
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El deseo de revolución: resumen, descripción y anotación

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PRESENTACIÓN
Una revelación del profesor Jankélévitch

En un diálogo en el año 1975 entre dos eminentes filósofos como lo son Vladimir Jankélévitch y Michel Serres, en el que defendían la enseñanza de la filosofía en el nivel medio, Jankélévitch dijo algo sorprendente. Para responderles a las autoridades que sostenían que la filosofía era una disciplina anacrónica que no se adecuaba a las necesidades de nuestro tiempo, el profesor señaló que la filosofía francesa era joven, que no tenía más que treinta y dos años.

Sin conocer las razones de la referencia que puntualiza su origen en aquel año, y no en una figura como Montaigne o Descartes, con lo que su vida se prolongaría varios siglos, un rápido empleo de la regla de cálculo me dio por resultado que el año de tal nacimiento es 1943.

Año extraordinario porque coincide con la Ocupación alemana de Francia en la Segunda Guerra Mundial, y con la aparición de una obra filosófica: L’Être et le Néant (El ser y la nada) de Sartre.

¿Coincidencia? ¿O referencia? No lo sabemos. Ningún acontecimiento editorial que no fuera ese puede marcar el calendario filosófico de no ser ese tratado de ontología fenomenólogica que le da el sello teórico al existencialismo.

¿Es un homenaje tácito del profesor Jankélévitch a su autor? Desconocemos su valoración de Sartre. Algunos dicen que no lo apreciaba demasiado.

Pero setenta y cinco menos treinta y dos da cuarenta y tres, de eso no hay ninguna duda, y de que partir de esa fecha, el nombre de Sartre dominará unos cuantos años la escena intelectual y filosófica francesa, tampoco.

Y que la filosofía francesa fue uno de sus mejores productos de exportación de la posguerra, también es un hecho. En aquellos años Francia ofreció al mundo tres productos de alta gama: el general de Gaulle, Brigitte Bardot y Sartre.

Por supuesto que hubo filósofos anteriores a Sartre en el recorrido del siglo pasado, pero no dejaron estela alguna, desaparecieron con su portador. El caso más notorio es el de Henri Bergson, escritor destacado y consagrado con un premio Nobel, que no tuvo —a pesar de haber anticipado descubrimientos científicos, como recordaron algunos estudiosos— continuidad filosófica ni efectos culturales notorios más allá de su vida.

Esta limitación en el tiempo de lo que Jankélévich define como filosofía francesa, me permitió imaginar la posibilidad de marcar períodos en su reciente historia. Desde esa fecha de iniciación hasta hoy, han transcurrido siete décadas. Por un lado es una enormidad, aunque no tanto. La Segunda Guerra Mundial no data del Paleolítico. Muchos extienden las consecuencias de aquella conflagración hasta 1989, momento en que se desmorona el sistema soviético y se da por finalizado el mundo bipolar. Por lo que la fecha se aproxima a la nuestra.

La obra de Sartre no tiene la pátina de la de Rousseau o de Descartes. Estos últimos pertenecen a la era de las pelucas y de las cortes, Sartre es sinónimo de cigarrillo negro, de literatura y de revolución.

Cualquiera de nosotros que mencione a un joven de nuestros días la palabra «revolución», o «negro sin filtro», no buscará un diccionario ni una enciclopedia para saber de qué le hablamos. No es lo mismo una idea innata, el genio maligno, o la bondad natural de los primeros hombres que denunciar la opresión de los condenados de la tierra.

La palabra revolución insiste. Como decía Kant de la revolución francesa: no se mide por sus éxitos o fracasos, es una virtualidad permanente. La revolución es un acto sublime, despierta entusiasmo. Es un deseo, y como tal, no tiene fecha de vencimiento. La ilusión sí es una entidad perecedera.

Un deseo que insiste a pesar de la decepción, crea un problema que no se resuelve con la facilidad con la que Freud conjugó el principio de placer con el principio de realidad.

Por eso este libro es una paradoja, pretende trazar el obituario de una insistencia deseante.

Con este propósito, el de mostrar los modos en que el deseo de revolución se manifestó en la filosofía francesa contemporánea, la dividiré desde sus inicios que el profesor Jankélévitch sitúa a mediados de la década del cuarenta del siglo pasado, en siete períodos. Pero antes quisiera hacer una aclaración.

El profesor François Châtelet, mi tutor de maestría en filosofía en la Universidad de Vincennes, en una entrevista que le hice en el año 1983, a la pregunta sobre si existía una filosofía francesa, me respondió que de acuerdo con su parecer, se podía hablar de una filosofía en lengua francesa, esa era la identidad que le parecía conveniente.

Es posible que acotar la identidad a una lengua constituya una toma de posición pragmática, que evita así el encuadre en una nobleza de origen, expresada en raíces, honores y reivindicaciones que abundan en el nacionalismo identitario.

Las filosofías no tienen identidad nacional, no perpetúan una esencia ni expresan a su pueblo. Hay filósofos singulares. Las tradiciones pueden dar un tono, pero nunca monocorde. Cada filósofo da un salto en un vacío, si no fuera así ni siquiera podría ser nombrable y menos recordado.

Pero la falta de identidad no impide una repetición. En la filosofía francesa contemporánea hay un deseo de revolución. Y si la identidad se recibe, si, por otra parte, la voluntad se genera, el deseo insiste.

Otros no piensan lo mismo. Hay quienes denuncian que hay una campaña sistemática que reprime este deseo y lo borran del mapa político y cultural. Sostienen que durante años se ha remitido a las calendas griegas la épica revolucionaria ya sea en nombre del realismo, de los escándalos morales y la eliminación de poblaciones enteras del sovietismo, de las matanzas del maoísmo, de la censura y persecución de disidentes, de toda una literatura especializada en los análisis de los sistemas totalitarios.

Así funciona, dicen quienes se sienten afectados en su deseo, la trampa liberal.

En un número de la revista Lignes dirigida por Michel Surya —a quien nombraremos más adelante por ser un estudioso de las implicancias políticas de las obras de Georges Bataille y Maurice Blanchot— se hace una encuesta sobre el tema «deseo de revolución». Responden más de treinta intelectuales franceses, entre ellos Arlette Farge, coautora de El desorden de las familias, junto a Michel Foucault.

«El deseo de revolución ha sido prohibido (…) Hay un verdadero totalitarismo que se ejerce sobre cada uno de nosotros (…) la revolución liberal es responsable del rapto que se hizo sobre los espíritus y de una captura sobre los bienes, los cuerpos, y la injusta distribución de la riqueza y el destino de pobreza al que tantos fueron condenados…», dicen A. Farge y Chaumont en Lignes.

Los autores de este texto deben contestar a la pregunta de la revista sobre el deseo de revolución que de acuerdo con una frase del periodista y ensayista Emmanuel Berl se enuncia así: rechazo puro y simple que el espíritu opone a un mundo que lo indigna.

Farge y Chaumont dicen que se les hace sentir vergüenza por su cultura; que se les prohíbe le uso de cierto vocabulario; que hay una inhibición drástica del pensamiento; una renuncia de sí.

Hablan de «una revolución poderosa sin nombre que quiere matar el deseo de revolución, con la finalidad de declarar que “el bienestar social solo se hará una vez borrado de la memoria el recuerdo del enfrentamiento entre dominadores y dominados”».

La economía mercantil en sus nuevas formas, como los medios de comunicación que la refuerzan y expanden, son las piezas nucleares de este dispositivo represor.

En la misma revista, el compañero de ruta de Gilles Deleuze, René Schérer, tampoco renuncia a su deseo de revolución, y traza su genealogía: rechazo al colonialismo, la denuncia de la miseria sexual, y la indignación cotidiana ante lo que se llama media, cuya trivialidad, mediocridad, envilecimiento, nos condenan a la estupidez.

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