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Tomas Perales - Borrones ocultos

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Tomas Perales Borrones ocultos
  • Libro:
    Borrones ocultos
  • Autor:
  • Editor:
    TOMAS PERALES
  • Genre:
  • Año:
    2015
  • Índice:
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Borrones ocultos: resumen, descripción y anotación

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BORRONES OCULTOS
Tomás Perales
El parque viejo

Ella jamás había visto el color de la sangre derramada con saña ni conocía otra guadaña de la muerte que la natural. Su abuelo, su guía, su confidente, su proveedor de cuanto se le negaba en su nido, había muerto en la paz de su cama, rodeado de sus seres queridos, sintiendo en sus manos frías el calor de otras trémulas por su pérdida, llenando su alma de los sentimientos más nobles, advirtiendo con sus ojillos negros, empeñados en cerrarse para siempre, los primeros regueros de lágrimas de cuantos le rodeaban, llevándose a través de sus finos oídos el homenaje que le tributaron en forma de sincera y agónica congoja cuando exhaló su último suspiro. Su abuelo murió en la paz de los justos, de los que habían caminado siempre por sendas rectas, con su palabra oráculo délfico, sin un mal gesto, sin lances con sus semejanzas, desconociendo qué era una amenaza, una llamada al orden, una palabra hiriente. Era una vida a imitar, el propósito de su nieta, la única rama nueva que había surgido de sus dos vástagos. Para Anastasia el mundo era bueno, las personas felices, los policías innecesarios, excepto para dirigir el endiablado tráfico de la tarde. El jefe de los uniformados, un elegante y estirado gigantón, lucía muy bien y daba mucho esplendor en las fiestas patronales. Su ciudad dormía en paz. Su vida transcurría por aguas mansas sin advertir que algunas de su alrededor eran muy bravas, por momentos torrenciales, traicioneras y hasta asesinas. Ella, la heredera de los valores de su abuelo, la que buscaba su consejo en momentos de incertidumbre, juraba ante su tumba que nada ni nadie podría quebrantar la paz de espíritu que había conquistado con su buen hacer, con sus actos solidarios, con el cumplimiento estricto del deber, al que se sometía con sentimiento casi religioso. Pero se equivocaba: su nave, la que creía que estaba siendo conducida con brazos de acero, se encontraba a punto de zozobrar, de sumergirse en las tinieblas para ver de cerca el semblante más macabro de la muerte. Su cuerpo endeble y brioso, su sonrisa babieca, y sus redondos y hundidos ojos, grises como los cielos del invierno, se marchitarían para siempre, dejando en su lugar un recuerdo de incitación al piadoso llanto. La contemplación de una vida sin vida, segada miserablemente por mentes seguidoras de otros dioses, otras culturas, impregnaría para siempre su mundo con pies de barro. Su mirada, blanca y virginal, se mudaría indeleblemente al ceniciento. Su talante, tallado alrededor de la condición de hija única, mimada, protegida de todos los vientos huracanados de la vida, seria reducido a volátiles cenizas y alumbraría en ella, como el fulgor de un tenebroso relámpago, la madurez no deseaba. En el nuevo estadio invasor, vería muy de cerca la existencia real de los adultos, con sus luces y sus sombras, sus alegrías y sus llantos, sentimientos hartamente alejados de los pajareados que revoloteaban alrededor de su cabeza durante las primeras horas de la gélida mañana del día después de Reyes, cuando se dio de bruces con el primer cuerpo asesinado.

Anastasia saludaba cada nuevo día sin rastro de pereza en su rostro ovalado. Tras posar sus pequeños y delicados pies en la mullida alfombra, la que peinaba y aseaba con periodicidad inquebrantable, el mismo trato que prodigaba a sus muñecas de trapo, acompañantes incondicionales de la niñez que se resistía a volar, abandonaba la cama predispuesta a atildarse con esmero, a lustrar hasta la llamarada sus zapatos negros, y a acomodar a su cuerpo —bien escaso de gracias naturales— su uniforme de cartera. La gorra de Correos, entronizada en una silla de mimbre apoyada a la pared desnuda, esperaba ser ceñida a la cabeza de su dueña. Ahuecada con mimo maternal, se la colocaba buscando la simetría, el corte perfecto en su cráneo dividido en dos mitades por el pelo, acabado en trenzada coleta, sobre la que colgaban sencillos abalorios de colores siempre grises, como su vida. Conseguido, llegaba el solemne momento de someterse al arbitraje del confidente y confesor sustituto de los avezados ojos de su abuelo. Al viejo espejo varal, inseparable compañero de vaivenes de la puerta derecha de su armario, le preguntaba si había en el país —en el mundo, en ocasiones conquistadas por el júbilo, tras una provechosa jornada laboral— una servidora pública con más gallardía que ella. En el uniforme del mismo color que sus ojos, conseguido un manojo de meses atrás, se concentraba toda su vida, la culminación de un largo sueño, su secreto encerrado en lo más profundo de su alma (una persona sin secretos no es nadie, le dijo en una ocasión su abuelo): pertenecer nada menos que al Cuerpo de Correos. Desde aquel ansiado momento, las notas musicales de su querida flauta —el nombre desproporcionado que daba a su raquítico flautín— quedaron relegadas solo al fin de semana, entre emociones encontradas de su clan. Anastasia se sentía ufana con su trabajo y orgullosa por haber conseguido la proeza de romper la sucesión familiar de tintoreros, que se perdía en los zigzagueantes renglones del tiempo. Con una inmutable sonrisa asomada a sus labios, siempre sin mancha que suplantara su color natural, conducía con tino la bicicleta con la que llevaba hasta las manos de sus destinatarios la correspondencia llegada en el tren de la noche. Para su mente vacía de calamidades y maldades los sobres y paquetes, que cargaba con voluptuosidad a su espalda, no podían contener otras cosas que buenas noticias y fortuna. Anastasia se sentía realizada en todos los planos de la vida. Y útil y necesaria a su ciudad, depositaria del poso de tanta historia, de tantos legados culturales desde que las legiones romanas asentaron sus reales al amparo de su rio y racimo de lagunas, todas bien abastecidas de abundante agua clara y fresca. Era, se decía sin una sola briza de modestia, una excelente ciudadana y hacendosa servidora pública que saboreaba el triunfo llegado de la mano del tesón, el esfuerzo y el sacrificio sin medida, las líneas maestras que le trazó su desaparecido guía.

«No; el reparto de la correspondencia es sagrado». A la nueva cartera no le atemorizaba la copiosa nevada caída durante la noche ni la densa niebla que llegó con el alba. Sus compañeros ─todos varones, en edad espigada─ advirtieron en su tajante respuesta que su ánimo destilaba los efluvios de la alegría contenida. Los Reyes Magos, conmemoración que se resistía a abandonar, habían colmado sus deseos. Cándidamente asoció el hallazgo, junto a la agónica chimenea familiar, de todo lo que se atrevió a pedir, con el suculento aumento de sueldo que recibió al cabo de los primeros seis meses de cartera oficial del distrito número seis, su deseado espacio laboral, el que ella estaba dispuesta a defender con ardor numantino de invasores de su gremio.

Una vez más recordó que el que fue su brújula le alentaba al buen hacer «porque siempre tiene recompensa». Y desoyendo las advertencias de peligro, tomó la abultada cartera y abandonó el edificio de Correos sin volver la vista atrás. Minutos despues se encontraba atravesando la calzada principal del viejo parque, antesala de los barrios de la periferia norte de la ciudad. Entonces, a escasos metros del final de la alameda, cuando tenía a la vista los desgarbados edificios dormitorio de inmigrantes, iluminados tenuemente con unas pocas farolas tambaleantes, su objetivo, el destino de cuanto albergaba su cartera de cuero con hebillas doradas que ella lustraba como una parte más de su vestimenta, se produjo el acontecimiento que le cambió la piel y su visión del mundo: la rueda delantera de su bicicleta envistió enérgicamente a un objeto contundente que reposaba sobre el manto blanco que la niebla ocultaba y salió disparada como el proyectil de un cañón. Su liviano cuerpo de niña voló como las hojas al viento, trazó un acusado arco y se precipitó al suelo, sobre la nieve. Pero no se detuvo al tomar tierra: el desnivel del terreno quiso que comenzase a rodar hasta quedar situada junto a un cuerpo humano carente de movimiento, de vida. Sus brazos, libres de la abultada cartera, ahora recostada a un árbol, se posaron sobre el desconocido. Una mano palpaba el cinturón que rodeaba su abdomen y la otra, caprichosamente, el cráneo. El terror se apoderó de ella. Sus ojos no obedecían la orden de abrirse. Cuando lo consiguió, Anastasia advirtió que se encontraba junto a un cadáver, con su boca tan próxima a la suya que, en otra circunstancia, se hubiesen tomado por dos enamorados protagonizando una acalorada despedida. El despuntar del día le ofreció a la funcionaria una clara visión de las encías del finado, hinchadas y azuladas a cuenta de las bajas temperaturas y, quizás, del tiempo que llevaba tendido en aquel paraje bucólico que conservaba de antaño sus altas moreras blancas y un desértico estanque sin agua ni patos. Los ojos del hombre, dirigidos al firmamento, daban cuenta de la última imagen que contemplaron. En sus pobladas cejas, que rozaban las de Anastasia, se había congelado la nieve, formando pequeñas y graciosas estalactitas. Con el terror en aumento, asustada por la soledad, con su pecho latiendo a un ritmo endiablado, su tierna garganta recobró las fuerzas suficientes para emitir un grito prolongado que manifestaba en su vibrante sonoridad la angustia. Después, perdió la conciencia.

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