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Robert Boyle - El químico escéptico

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Robert Boyle El químico escéptico
  • Libro:
    El químico escéptico
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1661
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El químico escéptico: resumen, descripción y anotación

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ROBERT BOYLE Irlanda Waterford 25 de enero de 1627 - Londres 31 de - photo 1

ROBERT BOYLE (Irlanda, Waterford, 25 de enero de 1627 - Londres, 31 de diciembre de 1691). Filósofo natural, químico, físico e inventor irlandés.

Obras: Nuevos experimentos físico-mecánicos: Notas sobre la elasticidad del aire y sus efectos (1660), The Sceptical Chemist (1661), Consideraciones tocar la utilidad de la Experimental de la filosofía natural (seguido de una segunda parte en 1671) (1663), Experimentos y tocar Consideraciones de colores, con las observaciones en un diamante que brilla en la oscuridad (1664), Origen de las formas y cualidades de acuerdo a la filosofía corpuscular (1666), Los experimentos y las Notas sobre el origen mecánico o de producción de cualidades particulares, incluyendo algunas notas sobre la electricidad y el magnetismo (1676), Y en la observación de los experimentos de física (1691)

CONCLUSIÓN

Estas últimas palabras de Carnéades fueron inmediatamente seguidas de un ruido que parecía proceder del lugar donde se hallaba el resto de la compañía y que tomó como una advertencia de que había llegado la hora de concluir con su discurso, por lo que dijo a su amigo:

—Espero que a estas alturas, Eleuterio, vea usted que, de ser ciertos los experimentos de Helmont, no resulta absurdo poner en tela de juicio si se trata de una doctrina que no afirma la existencia de elementos en el sentido anteriormente expuesto. Pero, dado que varios de mis argumentos dan por supuesto el fantástico poder que se le atribuye al alcahesto para analizar los cuerpos, así como los efectos magníficos y sin parangón que se le atribuyen, pese a que no estoy seguro de que tal agente exista, con todo, parece ser necesario poco menos que una αυτοψια de Salomón, quien tras sus largos y tediosos viajes, traía a casa, además de oro, plata y marfil, monos y pavos reales, pues en sus escritos, muchos de vuestros filósofos herméticos, junto con experimentos sustanciales y de noble categoría, nos presentan teorías que son como las plumas de los pavos reales, vistosas aunque frágiles e inútiles, o como los monos, que aparentan poseer algo de racionalidad, si bien deslucida por algún que otro sinsentido, que cuando se considera atentamente los hace parecer ridículos.

Una vez finalizado el discurso de Carnéades en contra de las doctrinas de los elementos recibidas de los químicos, Eleuterio, estimando que no tenía tiempo para explayarse demasiado antes de su separación, se apresuró a decirle:

—Confieso, Carnéades, que ha disertado más de lo que esperaba a favor de sus paradojas. Aunque varios de los experimentos que ha mencionado no son ningún secreto y no me eran desconocidos, los que ha añadido de su propia cosecha los ha expuesto de un modo, aplicándolos a unos propósitos y llevando a cabo unas deducciones con las que hasta la fecha no me había topado nunca. Pero pese a que me inclino a pensar que Filopono, de haberle escuchado, apenas hubiera sido capaz de defender las hipótesis químicas frente a sus argumentos, me parece que con independencia de que sus objeciones evidencian la mayor parte de lo que pretenden poner de manifiesto, no lo hacen por completo, y hay numerosos experimentos hechos por aquellos a quienes usted llama químicos vulgares que también prueban algunas cosas. Por ello, si se concediera que usted ha logrado que parezca probable:

Primero, que las sustancias heterogéneas en las que los cuerpos mixtos acostumbran a dividirse merced al fuego no son de una naturaleza pura y elemental y continúan reteniendo gran parte de la naturaleza del concreto que los produjo, de manera que son en cierta medida compuestos y con frecuencia difieren en un concreto de los principios del mismo nombre en otro.

Segundo, que el número de esas sustancias no es exacta y precisamente tres porque entre los ingredientes de la mayoría de los cuerpos vegetales y animales también se encuentran flema y tierra. Tampoco hay un número determinado de ingredientes en los que el fuego, en el modo en como suele emplearse, descomponga universal y exactamente todos los cuerpos compuestos así como los minerales y aquellos que se tienen por perfectamente mixtos.

Tercero, que hay diversas cualidades que no pueden ser adjudicadas a ninguna de esas sustancias como si residieran en ellas y les pertenecieran originalmente, y que otras cualidades, pese a que en apariencia residan de modo principal y habitual en alguno de los principios o elementos de los cuerpos mixtos, no son sin embargo deducibles de ellos y hay que acudir a principios más generales para explicarlas.

Si, como digo, los químicos son tan espléndidos como para consentir en esas tres concesiones, espero que usted, por su parte, sea tan considerado y equitativo como para admitir estas tres proposiciones, esto es:

Primero, que diversos cuerpos minerales y, por tanto, posiblemente todos los demás, pueden descomponerse en una parte sulfurosa, una mercurial y otra salina; y que la mayoría de los concretos animales y vegetales pueden dividirse, si no únicamente por el propio fuego, sí merced a las habilidades de un maestro de las artes químicas que lo use como su principal instrumento, en cinco sustancias diferentes, sal, espíritu, aceite, flema y tierra, de las cuales, las tres primeras, en razón de que son mucho más operativas que las otras dos, merecen ser consideradas como los tres principios de los cuerpos mixtos.

Segundo, que pese a que estos principios no puedan ser totalmente desprovistos de toda heterogeneidad, no hay ningún inconveniente en designarlos como los elementos de los cuerpos mixtos y en que porten los nombres de esas sustancias a las que más se asemejan y que de modo manifiesto predominan en ellos; y que, concretamente por esta razón, ninguno de esos elementos puede dividirse merced al fuego en cuatro o cinco sustancias distintas como sucede con el concreto del que han sido separados.

Tercero, que algunas de las cualidades de un cuerpo mixto y, en especial, sus virtudes medicinales, se alojan fundamentalmente en uno u otro de sus principios y, por tanto, es legitimo buscar separar ese principio de los otros por puro provecho.

También considero que, tanto usted como los químicos, pueden coincidir fácilmente en que el proceder más seguro consiste en aprender por medio de experimentos particulares de qué partes heterogéneas constan los cuerpos particulares y por qué medios, ya se trate de fuego actual o de fuego potencial, pueden separarse del modo mejor y más adecuado sin confiar su descomposición absolutamente al uso del fuego, sin pugnar estérilmente por forzar a los cuerpos a más elementos que aquellos con que la naturaleza los hizo y sin despojar a los principios ya separados, desnudándolos a tal punto, que haciéndolos tan exquisitamente elementales se tornen inútiles.

Propongo estas cosas sin desesperar por que usted las admita, y no únicamente porque sé que usted prefiere con mucho la fama de franco a la de sutil y que, una vez se le ha expuesto una verdad, nada le impedirá abrazarla si se le presenta con claridad, sino también porque, en la presente ocasión, no supondrá un descrédito para usted desistir de algunas de sus paradojas, habida cuenta de que la naturaleza y la oportunidad de su precedente discurso no le obliga a manifestar sus opiniones sino nada más a asumir el cometido de antagonista de los químicos. Así puede usted, si admite lo que propongo, añadir a su persona la fama de sincero amante de la verdad a la reputación de oponerse a ella de forma sutil.

Carnéades se apresuró a prohibirse a sí mismo responder a esa poderosa pieza de oratoria diciendo:

—Hasta que no tenga la oportunidad de familiarizarle con mis propias opiniones sobre las controversias de las que hemos estado discutiendo, confío en que no esperará que le haga partícipe del significado de la argumentación que he empleado. De suerte que únicamente le diré que no solo un filósofo natural penetrante es capaz de encontrar excepciones plausibles, sino incluso yo mismo; más aún, que algunas de ellas son tales que quizá no puedan ser respondidas con facilidad y forzarán a mis adversarios, cuando menos, a modificar y reformar sus hipótesis. Sé que no necesito recordarle que las objeciones que he planteado en contra del cuarteto de elementos y de la terna de principios no se oponían necesariamente a las doctrinas en sí mismas —ambas, y especialmente la última, pueden sostenerse con más verosimilitud de lo que hasta ahora algunos autores con los que me he topado parecen haber hecho—, sino más bien a la inexactitud y a lo escasamente concluyentes que se muestran los experimentos analíticos en los que se confía para demostrarlas.

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