Gregory Boyle - Amor incondicional: El poder de la hermandad

Gregory Boyle

Amor incondicional

El poder de la hermandad

Origen

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Dedicado a

Mike Hennigan,

Marge Sauer

y

Kathleen Conway Boyle

Dios, en su infinita misericordia, nos ama tal y como somos. Este libro es una invitación a encontrar esa misma chispa en nuestros corazones.

A partir de los testimonios de pandilleros rehabilitados o en proceso de rehabilitación, Gregory Boyle nos ofrece un retrato de los sectores marginados de la sociedad y los retos y alegrías que enfrentan. Perdón y superación personal son los hilos que nos muestran lo luminosa que es la vida cuando se asume desde el amor incondicional.

En estas páginas, Boyle se adentra en el corazón de quienes son el alma del programa Homeboy en Los Ángeles, y de manera cuidadosa y divertida nos recuerda que, en un mundo cada vez más violento y dividido, la solidaridad y la piedad son una manera única de acercarnos a Dios. También nos muestra cómo, en cada uno de nosotros e independientemente de nuestro pasado, hay un destello de bondad.

Amor incondicional: El poder de la hermandad es un canto a la compasión, a la inclusión y al poder de las segundas oportunidades.

Título original:: Barking to the Choir
The Power of Radical Kinship

Primera edición: enero de 2020

© 2017, Gregory Boyle
© 2020, Penguin Random House Grupo Editorial USA, LLC

8950 SW 74th Court, Suite 2010

Miami, FL 33156

Traducción: María José Hooft

Foto de cubierta: Master 1305/ Shutterstock.com

Fragmento de “Astonishment” de Collected Poems de Galway Kinnell

Copyright © 2017, The Literary Estate of Galway Kinnell.

Traducido y reproducido con autorización de Houghton Mifflin Harcourt Publishing Company.
Todos los derechos reservados.

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ISBN 978-1-64473-086-7

Conversión a formato digital: Libresque

S iempre que Gato, un pandillero grande y fornido, cuenta una historia y se aproxima al punto culminante, quiere decir «y he aquí». Nunca lo corrijo, porque su versión es mejor que la original, de hecho es algo sagrado y santo lo que está delante de nuestros ojos. Solemos pensar que algo sagrado tiene que verse de cierta forma. En nuestra mente, nos imaginamos los capiteles de una catedral, el incienso, un cáliz con joyas incrustadas, coros angelicales. Cuando imaginamos algo sagrado, pensamos en el santuario de una iglesia, y no en la sala de estar; en un cáliz, y no en una copa común; en un sacerdote ordenado, y no en nosotros mismos. Sin embargo, si miras lo que está justo frente a tus ojos, está sucediendo algo santo, incluso aunque no quieras creerlo.

El salmista dice que queremos evadir o escondernos del amor de Dios. «Si subo al cielo» o «si me tiendo en el abismo, estás presente». Pero en tu lugar más oscuro, o en lo que tú crees que son tus cosas espantosas más escondidas, aun allí habita Dios. Lo que Dios considera sagrado no está encasillado. Como seres humanos, nos resulta difícil reconocer lo que Dios considera santo. Nada está fuera del terreno de la santidad, porque el mundo está lleno de la presencia de Dios. Él no comprende esta división que hacemos entre lo sagrado y lo que creemos que es profano, pero eso es lo que hacemos los seres humanos: le ponemos límites a lo divino.

Ignacio de Loyola nos invita a encontrar a Dios en todas las cosas, en todas. Está en lo cierto cuando dice esto, ya que el mundo está lleno de Dios. En efecto, la gracia está en todos lados. Ignacio convence a sus jesuitas de que dejen de meditar en las verdades divinas, idealistas y abstractas, y los guía a meditar sobre el mundo y todo lo que sucede en él, a caminar hombro con hombro con Dios. Vivimos en medio de un universo empapado de gracia que nos invita a disfrutarla.

Cuando los cuates terminan el día de trabajo, a veces en mi oficina se forma un «salón» informal, donde conversamos entre todos. Una vez decidí mencionar el tema de la iglesia, porque quería oír la experiencia de los cuates en ella. Me daba curiosidad si alguno de ellos alguna vez había tenido una «experiencia religiosa» en una iglesia o en las formas tradicionales que imaginamos. Me respondieron encogiendo los hombros y diciendo «no sé». Los presioné un poco, pero ninguno pudo recordar algo sagrado.

Entonces Néstor habló:

—Sí, yo recuerdo algo —de inmediato acaparó la atención—. Yo era un niño. Tal vez estaba en la iglesia con mi mamá, no recuerdo bien. Pero había una mujer al final de mi banco. Era la mujer más hermosa que había visto. No podía dejar de mirarla. Ella tenía a su pequeño hijo sentado sobre sus piernas. De pronto, sacó su pecho y comenzó a amamantar a su hijo. ¡Caray!… fue increíble. A partir de ese momento supe que amaría a las mujeres por el resto de mi vida.

De acuerdo, no es exactamente lo que estaba buscando. Quería algo más estereotipado: una persona sola rezando en alguna iglesia, un destello de luz que entra por el vitral. Entra un coro de ángeles. Imaginé a Néstor entre lágrimas, diciendo como el profeta Samuel: «Habla, Señor, que tu siervo oye». Pero eso no fue lo que pasó. En su lugar, contó un recuerdo real y literal de un momento sagrado que no pude desestimar. Con el tiempo comienzas a aprender a no descartar el poder de una sola cosa para llevar la suprema santidad.

Aunque las palabras no eran su fuerte, sabía que mi padre me amaba. En mis años de preparatoria, en casa éramos diez. Durante el desayuno, mi hermano y mis hermanas menores llevaban sus tazones de Trix a la otra habitación para comer mirando dibujos animados, mientras que mi mamá se quejaba por la infinita cantidad de ropa para lavar. Normalmente eso nos dejaba a mi padre y a mí comiendo nuestros Cheerios y leyendo el The L.A. Times en la sala del desayuno. Él solía sentarse en un banco bajo en un extremo de la mesa, cerca de las ventanas. Yo me sentaba en medio, con el tazón agarrado y el periódico abierto delante de mí. No hablábamos. El entusiasmo estaba estrictamente prohibido. «¿Cómo dormiste anoche?» era una pregunta que nunca se hacía. Solo el periódico, los Cheerios y el silencio.