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Pascal Bruckner - La tentación de la inocencia

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Pascal Bruckner La tentación de la inocencia
  • Libro:
    La tentación de la inocencia
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1995
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La tentación de la inocencia: resumen, descripción y anotación

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El hombre menguante

Sobre el techo de la cabina de un barco, un hombre está tomando un baño de sol. De repente, una cortina de espuma lo sumerge, lo cubre de pequeñas gotitas, le deja sobre la piel una sensación de agradables picorcillos. Se seca sin darle mayor importancia. Poco después, constata que ha perdido algunos centímetros. El médico consultado procede a unos exámenes completos, no descubre ninguna anomalía, confiesa que no entiende qué le pasa. El hombre sigue menguando día a día. Los seres que le rodean se agrandan, su esposa, que hasta hacia poco le llegaba al hombro, le pasa ahora una cabeza y no tarda en abandonar a ese marido que se le ha quedado pequeño. Él se enamora de una enana de circo con la que comparte su última pasión humana antes de que la enana a su vez se transforme en una giganta. Inexorablemente sigue menguando, alcanza el tamaño de una muñeca, de un soldadito de plomo, hasta que acaba encontrándose ante su propio gato, un minino encantador, convertido en un tigre de inmensos ojazos que alarga hacia él una pata de aceradas garras. Más tarde, refugiado en el sótano de su vivienda, tiene que vérselas con una araña monstruosa…

En esta novela, el escritor norteamericano de ciencia ficción Richard Matheson ofreció una metáfora sorprendente del individuo insignificante sobrecogido por su pequeñez. En comparación con la inmensidad del mundo y la multitud de seres, todos somos unos pigmeos aplastados por el gigantismo de las cosas, todos somos unos hombres menguantes.

«La Tierra, eso es todo lo que hay», exclama en los años veinte Paul Morand con la desenvoltura del dandy al que, recién completada la vuelta al mundo, el planeta le parece ya demasiado exiguo y anhela nuevas fronteras, nuevos estupefacientes. Toda la tierra cabría decir ahora: pues la unificación del planeta, gracias a la tecnología, a los medios de comunicación, a las armas de destrucción total, hace que la humanidad en su totalidad esté copresente para sí misma. El reverso de esta conquista inmensa es terrible: aquí estamos, potencialmente cargados e informados de todo lo que sucede en cada instante. «La aldea global» no es más que la suma de las coacciones que someten a todos los hombres a una misma exterioridad, de la cual tratan de preservarse a falta de poderla dominar. Esta interdependencia de los pueblos y el hecho de que actos lejanos tengan para nosotros repercusiones incalculables resultan asfixiantes. Cuanto más acercan continentes y culturas los medios de comunicación, el comercio y los intercambios, más agobiante se vuelve la presión de todos sobre cada cual. El planeta se ha encogido tanto que ahora las distancias que nos separaban de nuestros semejantes se han vuelto insignificantes. La red se va tupiendo, suscitando un sentimiento de claustrofobia, casi de encarcelamiento. Explosiones demográficas, migraciones de masas, catástrofes ecológicas, se diría que los seres humanos no hacen más que caer unos encima de otros. ¿Y qué es acaso el fin del comunismo sino la irrupción en la escena internacional de lo innombrable? ¡Las tribus humanas son legión y todas, liberadas del yugo totalitario, aspiran al reconocimiento, pero nadie consigue recordar su nombre! Surge entonces la súplica muda que cada cual, en un mundo en el que no cabe un alfiler, dirige al cielo: «Libéranos de los demás», que hay que entender como: «¡Libérame de mí mismo!»

Llamo inocencia a esa enfermedad del individualismo que consiste en tratar de escapar de las consecuencias de los propios actos, a ese intento de gozar de los beneficios de la libertad sin sufrir ninguno de sus inconvenientes. Se expande en dos direcciones, el infantilismo y la victimización, dos maneras de huir de la dificultad de ser, dos estrategias de la irresponsabilidad bienaventurada. En la primera, hay que comprender la inocencia como parodia de la despreocupación y de la ignorancia de los años de juventud; culmina en la figura del inmaduro perpetuo. En la segunda, es sinónimo de angelismo, significa la falta de culpabilidad, la incapacidad de cometer el mal y se encarna en la figura del mártir autoproclamado.

¿Qué es el infantilismo? No sólo la necesidad de protección, legítima en sí, sino la transferencia al seno de la edad adulta de los atributos y de los privilegios del niño. Puesto que éste es en Occidente desde hace un siglo nuestro nuevo ídolo, nuestro pequeño dios doméstico, aquel al que todo le está permitido sin contrapartida, conforma —por lo menos en nuestra fantasía— ese modelo de humanidad que nos gustaría reproducir en todas las etapas de la vida. Así pues, el infantilismo combina una exigencia de seguridad con una avidez sin límites, manifiesta el deseo de ser sustentado sin verse sometido a la más mínima obligación. Si se impone con tanta fuerza, si tiñe el conjunto de nuestras vidas con su tonalidad particular, es porque dispone en nuestras sociedades de dos aliados objetivos que lo alimentan y lo segregan continuamente, el consumismo y la diversión, fundamentados ambos sobre el principio de la sorpresa permanente y de la satisfacción ilimitada. El lema de esta «infantofilia» (que no hay que confundir con una preocupación real por la infancia) podría resumirse en esta fórmula: ¡No renunciarás a nada!

En cuanto a la victimización, es esa tendencia del ciudadano mimado del «paraíso capitalista» a concebirse según el modelo de los pueblos perseguidos, sobre todo en una época en la que la crisis mina nuestra confianza en las bondades del sistema. En un libro dedicado a la mala conciencia occidental, definí antaño el tercermundismo como la atribución de todos los males de las jóvenes naciones del Sur a las antiguas metrópolis coloniales. Para que el Tercer Mundo fuera inocente, era necesario que Occidente fuera absolutamente culpable, transformado en enemigo del género humano. Y a algunos occidentales, sobre todo en la izquierda, les gustaba flagelarse, experimentando un goce particular describiéndose como los peores. Desde entonces el tercermundismo como movimiento político ha decaído: ¿cómo prever que iba a resucitar entre nosotros a título de mentalidad y que iba a propagarse con tanta velocidad entre las clases medias? Ya nadie está dispuesto a ser considerado responsable, todo el mundo aspira a pasar por desgraciado, aunque no esté pasando por ningún trance particular.

Lo que es válido para el individuo a título privado es válido para las minorías y los países en el mundo entero. Durante siglos los hombres lucharon para ampliar la idea de humanidad, con el propósito de incluir en la gran familia común las razas, las etnias, las categorías perseguidas o reducidas a la esclavitud: indios, negros, judíos, mujeres, niños, etc. Esta ascensión a la dignidad de las poblaciones despreciadas o sometidas está lejos de haber concluido; tal vez no llegue a estarlo nunca. Pero paralelamente a esta inmensa labor de civilización, si la civilización en efecto es la constitución progresiva del género humano como un todo, toma cuerpo un proceso basado en la fragmentación y la división: grupos enteros, incluso naciones, reclaman ahora, en nombre de su infortunio, un trato particular. Nada hay comparable, ni en las causas ni en los efectos, entre los gemidos del gran adulto pueril de los países ricos, la histeria miserabilista de determinadas asociaciones (feministas o machistas), la estrategia asesina de Estados, o de grupos, terroristas (como Serbia o los islamistas) que esgrimen el estandarte del mártir para asesinar con total impunidad y saciar su voluntad de poder. Todos a su nivel, sin embargo, se consideran víctimas a las que se debe reparación, excepciones marcadas por el estigma milagroso del sufrimiento.

Aunque a veces se solapen, el infantilismo y la victimización no se confunden. Se distinguen uno de otra como lo leve se distingue de lo grave, lo insignificante de lo importante. Consagran no obstante esa paradoja del individuo contemporáneo pendiente hasta la exageración de su independencia pero que al mismo tiempo reclama cuidados y asistencia, que combina la doble figura del disidente y del bebé y habla el doble lenguaje del no conformismo y de la exigencia insaciable. Y así como el niño, por su débil constitución, dispone de unos derechos que perderá al crecer, la víctima, por su sufrimiento, merece consuelo y compensación. Hacerse el niño cuando se es adulto, el necesitado cuando se es próspero, es en ambos casos buscar ventajas inmerecidas, colocar a los demás en estado de deudores respecto a uno mismo. ¿Es preciso añadir que estas dos patologías de la modernidad no son en ningún modo fatalidades, sino tendencias, y que es lícito soñar con otros modos de ser más auténticos? Pero la flaqueza y el miedo son inherentes a la libertad. El individuo occidental es naturalmente un ser herido que paga el insensato orgullo de pretender ser él mismo con una precariedad esencial. Y nuestras sociedades, al haber abolido las ayudas de la tradición y relativizado las creencias, obligan por decirlo de algún modo a sus miembros a buscar refugio, en caso de adversidad, en las conductas mágicas, los sustitutos fáciles, la queja recurrente.

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