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Stephen O’Shea - Los cátaros

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Stephen O’Shea Los cátaros
  • Libro:
    Los cátaros
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2018
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Los cátaros: resumen, descripción y anotación

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Título original The Perfect Heresy Stephen OShea 2000 Traductor Juan Soler - photo 1

Título original: The Perfect Heresy

Stephen O’Shea, 2000

Traductor: Juan Soler

Editor digital: Dermus

Primer editor: Dermus (r1.0 a 1.4)

Corrección de erratas: viejo_oso, liete y BathoryBaroness

ePub base r1.2

El Languedoc y la gran herejía El mosaico de viñas y olivos del Languedoc se - photo 2

El Languedoc y la gran herejía

El mosaico de viñas y olivos del Languedoc se extiende desde el mar a las montañas, un arco de prosperidad ganada a duras penas que va desde la desembocadura salada del Ródano al lento flujo del Garona. La tierra, quemada por el sol y batida por el viento, parece creada para una historia de cambio repentino. En las marismas de carrizos de la costa mediterránea están las ciudades de Nímes, Montpellier, Béziers y Narbona, ya bulliciosos puestos avanzados del Imperio cuando los centuriones de Roma denominaban a la región provincia Narbonnensis. En la época de los cátaros, hacía mucho tiempo que estos centros de rudimentaria urbanidad habían salido de la noche del caos que siguió al hundimiento del mundo clásico. Sus almacenes junto a los muelles rebosaban de nuevo de vino y aceite, lana y cuero; sus ciudadanos más prósperos, vestidos con caras sedas y brocados, comerciaban con sus homólogos de España, Italia y regiones más lejanas.

La cálida llanura litoral de los comerciantes enseguida da paso a un entorno más accidentado. Cerca de la costa se alzan las blancuzcas montañas de Corbiéres, una hilera de cumbres de piedra caliza que se extienden tierra adentro hasta el sur del río Aude. Las cimas de esta cadena, ahora rematadas por castillos en ruinas, eran ideales para vigilar la marcha de los ejércitos por el valle del río. Allí, en la arrugada geografía de campos y pueblos, filas de cipreses compiten con las vides para poner orden en el paisaje. Hacia el norte, a lo lejos, se perfila la rocosa meseta del Minervois, con su toldo de pinos balanceándose sobre escarpados barrancos, y la Montagne Noire, la montaña Negra, una amenazante elevación poblada de árboles tirada en el paisaje como una enorme ballena varada en la playa.

Más allá de los torreones y las murallas de Carcasona, a unos sesenta kilómetros de la costa, Corbiéres y la montaña Negra desaparecen, y la tierra se desparrama en abanico en una serie de leves estribaciones. En verano, el suelo se seca y cantan las cigarras; cultivos irregulares suavizan las largas montañas escarpadas en el ondulado panorama. Esta fértil región era el corazón del catarismo. En ciudades como Lavaur, Fanjeaux o Montréal, el dualismo logró el mayor número de adeptos.

Al oeste de estas aburridas poblaciones se halla la amplia y próspera llanura de Tolosa, de verde grisáceo bajo el calor. La gran ciudad, superada en tamaño sólo por Roma y Venecia en la cristiandad latina de 1200, está situada en un meandro del río Garona, que se despliega lentamente en su largo viaje hacia el Atlántico. Lejos, al sur, el río se eleva en la roca y la nieve que separan Francia de España. La majestad tenebrosa y desolada de los Pirineos señala el límite del Languedoc con una determinación inequívoca. A la vista de esas cumbres, puestos avanzados como Montségur y Montaillou presenciaron los últimos capítulos de la historia de los cátaros.

Encajado entre vecinos más famosos —al este, Provenza; al oeste, Aquitania; al sur, Aragón y Cataluña—, el Languedoc nunca ha sido redimido de su pecado original: albergar una herejía. Incorporado a la fuerza al reino de Francia a consecuencia de la cruzada de los albigenses, la región tardó varias generaciones en redescubrir el naciente nacionalismo que, en el siglo XIII, el caballero del norte y el inquisidor dominico estimularon primero y aplastaron después. En la actualidad, todavía es más un constructo imaginario que una entidad unida. No existe como nación o provincia hecha y derecha, lo que encaja en su papel de adalid de los cátaros invisibles.

Incluso su nombre refleja lo quimérico. El Languedoc es una contracción de langue d’oc , es decir, la «lengua del sí» —o, mejor, los idiomas en que la palabra «sí» es oc, no oui—. A la larga, el patois de París y su Île-de-France circundante evolucionó y se convirtió en el francés; las lenguas de oc, u occitano, y sus dialectos afines —languedociano, gascón, lemosín, auvernés, provenzal— se parecían mucho más al catalán y al castellano. Con el tiempo, el occitano quedó categóricamente exiliado en los márgenes más alejados de la conversación en romance, y la lengua suave y refinada de los norteños franceses acabó dominando el Languedoc. No obstante, permanece el recuerdo del idioma desplazado, aunque sólo sea en el modo gangoso que adopta el francés en el sur. Mientras que la algarabía de la discusión de café en, pongamos, Normandía, suena como un melifluo intercambio entre vacas parlantes, el tono de la misma conversación en el Languedoc nos recuerda a un músico que está afinando una guitarra grande y muy sonora. Por todas partes puede oírse este eco de la vieja Occitania.

Fue en la lengua occitana donde la poesía de los trovadores floreció por primera vez en el siglo XII. En los campos y arboledas del Languedoc se descubrió el amor y se reavivó lo erótico. Los juglares —intérpretes de las obras trovadorescas— cantaban un juego elegante y tímido de placer aplazado, sublimación exaltada y, al final, satisfacción adúltera. La idea de fine amour era una brisa fresca y embriagadora de trascendencia individual imbuida del espíritu del Languedoc medieval. Mientras más allá del Loira y el Rin los nobles todavía andaban agitados por la épica de las vísceras que se desprendían de la espada de Carlomagno, sus homólogos del soleado sur empezaban a seguir otros caminos. La naturaleza del deseo amoroso, tan enemistado con la mezcla de saqueo y piedad que pasaba por conducta normal en los demás lugares, le daba a la mentalidad espiritual un carácter distinto.

Durante este período, lo característico de la región se ponía de manifiesto en todas partes. En las ciudades costeras, los judíos del Languedoc inventaban y exploraban las repercusiones místicas de la Cábala, demostrando que el fermento espiritual no estaba de ninguna manera limitado a la mayoría cristiana. En el mundo más material, los burgueses del Languedoc arrebatan poder a las familias feudales que habían dominado la tierra desde la época de los visigodos. El dinero, enemigo del sistema agrario de castas, volvía a circular, al igual que las ideas. En los caminos y ríos del Languedoc de 1150 había no sólo mercaderes y trovadores sino también parejas de hombres sagrados itinerantes, reconocibles por la delgada tira de cuero que llevaban atada alrededor de la cintura de su hábito negro. Entraban en los pueblos y ciudades, se ponían a trabajar, a menudo como tejedores, y llegaron a ser conocidos por su labor dura y honrada. Cuando llegó el momento, hablaron primero a la luz de la luna tras los muros, después al descubierto, junto a la chimenea de nobles y burgueses, en las casas de los comerciantes, cerca de los puestos del mercado. No pedían nada, ni almas ni obediencia; sólo que los escucharan. En el espacio de una generación, esos misioneros cátaros habían convertido a miles de personas.

El Languedoc había llegado a albergar lo que vendría en llamarse la Gran Herejía.

A principios de mayo de 1167, la pequeña ciudad de Saint-Félix de Lauragais. El obispo católico, que se hallaba en su palacio de Tolosa, a un día de viaje en dirección al oeste, no había sido invitado.

Los habitantes de la ciudad saludaban prestos a los heresiarcas, que vestían hábito, inclinándose gravemente y rezando una oración en que pedían garantías de que su vida tendría un buen final. Este ritual, conocido como

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