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John Stuart Mill - Sobre la libertad

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John Stuart Mill Sobre la libertad

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El ensayo Sobre la libertad figura por derecho propio en la breve galería de - photo 1

El ensayo Sobre la libertad figura por derecho propio en la breve galería de obras de combate político que, tras modificar de manera decisiva las ideas de su época, continúan determinando, siglos después, los comportamientos de los hombres a través de las instituciones o formas generalizadas de pensar creadas bajo su influencia. El ensayo de John Stuart Mill (1806-1873) es una vibrante defensa de la libertad de pensamiento y expresión, una apasionada apología de la tolerancia y del respeto debido a las creencias o minorías disidentes, una audaz reivindicación de la espontaneidad y singularidad humana frente a la opresión ejercida por las autoridades, la costumbre o la opinión. Las circunstancias en que la obra fue escrita y sus supuestos filosóficos condicionan algunos de sus planteamientos, pero no ahogan el poderoso aliento que recorre sus páginas, ni privan de validez a las conclusiones generales que de ellos se derivan. «Es todavía —escribe Isaiah Berlin en el prólogo— la exposición más clara, simple, persuasiva y conmovedora de aquellos que desean una sociedad abierta y tolerante».

John Stuart Mill Sobre la libertad ePub r12 Titivillus 200815 Título - photo 2

John Stuart Mill

Sobre la libertad

ePub r1.2

Titivillus 20.08.15

Título original: On Liberty; prólogo de Isaiah Berlin: John Stuart Mill and the Ends of Life

John Stuart Mill, 1859

Prólogo: Isaiah Berlin

Traducción: Pablo de Azcárate (On Liberty) y Natalia Rodríguez Salmones (John Stuart Mill and the Ends of Life)

Diseño de portada: Titivillus

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Los principios proclamados en estas páginas deben ser más generalmente - photo 3

Los principios proclamados en estas páginas deben ser más generalmente admitidos como bases para la discusión de detalles, antes de que pueda intentarse con probabilidades de éxito su aplicación a las varias ramas del gobierno y la moral. Las pocas observaciones que me propongo hacer sobre cuestiones de detalle van destinadas a ilustrar los principios más bien que a seguirlas en sus consecuencias. Ofrezco, no tanto aplicaciones como muestras de aplicaciones, las cuales pueden servir para dar mayor claridad al sentido y límites de las dos máximas que juntas forman la doctrina entera de este ensayo; y a auxiliar el juicio, manteniendo la balanza entre ellas, en los casos en que aparezca dudoso cuál de los dos ha de ser aplicada.

Las máximas son: primera, que el individuo no debe cuentas a la sociedad por sus actos, en cuanto estos no se refieren a los intereses de ninguna otra persona, sino a él mismo. El consejo, la instrucción, la persuasión, el aislamiento, si los demás lo consideran necesario para su propio bien, son la únicas medidas por las cuales puede la sociedad, justificadamente, expresar el disgusto o la desaprobación de su conducta. Segunda, que de los actos perjudiciales para los intereses de los demás es responsable el individuo, el cual puede ser sometido a un castigo legal o social, si la sociedad es de opinión que uno u otro es necesario para su protección.

En primer lugar, no debe en modo alguno creerse que el daño o riesgo de daño a los intereses de los demás, única cosa que justifica la intervención de la sociedad, le justifica siempre. En muchos casos un individuo, persiguiendo un objeto lícito, necesaria, y por tanto legítimamente, causa dolor o pérdida a otro, o intercepta un bien que este tenía una esperanza razonable de obtener. Tales oposiciones de intereses entre individuos, frecuentemente tienen su origen en instituciones sociales defectuosas, pero son inevitables mientras estas duran y algunas lo serían con toda clase de instituciones. Cualquiera que tiene éxito en una profesión recargada, o en un concurso cualquiera, que es preferido a otro en la lucha para conseguir un objeto que ambos desean se beneficia con la pérdida de otros, con sus esfuerzos frustrados y con sus desengaños. Pero es cosa comúnmente admitida que por interés general de la humanidad es mejor que los hombres continúen persiguiendo sus objetivos, sin que les desanimen esta especie de consecuencias. En otras palabras, la sociedad no admite ningún derecho legal ni moral, por parte de los competidores fracasados, a la inmunidad de esta clase de sufrimiento; y sólo se siente llamada a intervenir cuando se han empleado con éxito medios inadmisibles por interés general, especialmente en el fraude, la traición y la fuerza.

Conviene repetirlo; el comercio es un acto social. Todo el que se dedique a vender al público mercancías de cualquier clase hace algo que afecta a los intereses de otras personas y de la sociedad en general; y, por consiguiente, su conducta cae dentro de la jurisdicción de la sociedad; de acuerdo con esto, se sostuvo en un tiempo que era deber de los gobiernos fijar los precios y regular los procesos de fabricación en todos los casos que se considerasen de importancia. Mas ahora se reconoce, no sin haber sostenido una larga lucha, que la baratura y buena calidad de los productos quedan más eficazmente asegurados dejando a productores y vendedores completamente libres, sin otra limitación que la de una igual libertad por parte de los compradores para proveerse donde les plazca. Esta es la doctrina llamada del libre-cambio, que se apoya en fundamentos distintos, aunque igualmente sólidos, que el principio de la libertad individual proclamado en este ensayo. Las restricciones al comercio o a la producción para fines comerciales constituyen verdaderas coacciones, y toda coacción, qua coacción, es un mal; pero las coacciones en cuestión no afectan sino a aquella parte de la conducta que la sociedad es competente para coaccionar, y son malas, sólo porque realmente no producen los resultados que con ellas se desea producir. Como el principio de la libertad individual es independiente de la doctrina del libre cambio, lo es también de la mayor parte de las cuestiones que se suscitan respecto a los límites de esa doctrina; como, por ejemplo, el de la cantidad de intervención pública admisible para prevenir el fraude por adulteración; en que tanto pueden los patronos ser obligados a tomar determinadas medidas sanitarias o de protección de los obreros empleados en trabajos peligrosos. Tales cuestiones envuelven, tan sólo, consideraciones de libertad, en cuanto dejar a las gentes entregadas a sí mismas, es siempre mejor, cœteris paribus, que someterlas a una intervención; pero es innegable que, en principio, pueden ser sometidas a intervención para estos fines. Por otra parte, hay cuestiones que se refieren a la intervención en el comercio, que son esencialmente cuestiones de libertad, tales como la ley del Maine, ya aludida; la prohibición de importar opio en China; la restricción en la venta de venenos; todos los casos, en suma, en los que se interviene para hacer imposible o difícil la obtención de una determinada mercancía. Estas intromisiones son censurables, no como atentatorias a la libertad del productor o vendedor, sino a la del comprador.

Uno de estos ejemplos, el de la venta de venenos, plantea una nueva cuestión: los límites propios de las que pueden ser llamadas funciones de policía; hasta qué punto la libertad puede ser legítimamente invadida para la prevención del crimen o del accidente. Constituye una de las funciones indiscutidas de gobierno, la de tomar precauciones contra el crimen antes de que se haya cometido, así como descubrirle y castigarle después. La función preventiva del Gobierno es, sin embargo, mucho más expuesta a abuso, en perjuicio de la libertad, que la función punitiva; pues difícilmente podrá encontrarse una parte de la legítima libertad de acción de un ser humano, que no admita ser fundadamente considerada como favorable a una u otra forma de delincuencia. No obstante, si una autoridad pública, y hasta una persona privada, ven a uno que evidentemente se prepara para cometer un crimen, no están obligados a contemplarle inactivos hasta que el crimen se haya cometido, sino que pueden intervenir para evitarlo. Si nunca se compraran ni usaran venenos más que para cometer asesinatos, sería justo prohibir su fabricación y venta. Sin embargo, pueden ser necesarios para fines no sólo inocentes, sino útiles, y las restricciones no pueden ser impuestas en un caso sin que se hagan sentir en el otro. Es, además, función propia de la autoridad pública la protección contra los accidentes. Si un funcionario público u otra persona cualquiera viera que alguien intentaba atravesar un puente declarado inseguro, y no tuviera tiempo de advertirle el peligro, podría cogerle y hacerle retroceder sin atentar por esto a su libertad, puesto que la libertad consiste en hacer lo que uno desee, y no desearía caer en el río. Sin embargo, cuando se trata de un daño posible, pero no seguro, nadie más que la persona interesada puede juzgar de la suficiencia de los motivos que pueden impulsarle a correr el riesgo: en este caso, por tanto (a menos que se trate de un niño, o que se halle en un estado de delirio, de excitación o de distracción que le imposibilite el completo uso de sus facultades reflexivas), mi opinión es que debe tan sólo ser advertido del peligro; sin impedir por la fuerza que se exponga a él. Semejantes consideraciones, aplicadas a una cuestión tal como la venta de venenos, pueden capacitarnos para decidir cuáles, entre los posibles modos de regulación, son o no contrarios al principio. Tal precaución como, por ejemplo, la de rotular la droga con alguna palabra que exprese su carácter peligroso, puede ser impuesta sin violación de la libertad; no es posible que el comprador desee ignorar las cualidades venenosas de la cosa que posee. Pero el exigir en todos los casos certificado de un médico, haría en ocasiones imposible, y siempre costosa, la adquisición de un artículo de uso legítimo. A mi juicio, el único modo de poner dificultades a la comisión de crímenes por estos medios, sin infringir la libertad de quienes deseen estas sustancias para otros fines, consiste en lo que tan propiamente denominó Bentham «previo testimonio»

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