Stuart - Deseos Ocultos
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- Libro:Deseos Ocultos
- Autor:
- Editor:Harlequín Ibérica
- Genre:
- Año:2008
- Ciudad:Madrid
- Índice:4 / 5
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Deseos Ocultos: resumen, descripción y anotación
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Era una prenda tupida de un tono verde parecido al de sus ojos. Se había hecho dos trenzas, pero había tenido que deshacerlas cuando se le había acentuado el dolor de cabeza, y había optado por recogerse el pelo húmedo en una gruesa cola que le llegaba más allá de la cintura. Suponía que en el convento harían que se la cortara, y sería toda una bendición; al fin y al cabo, nunca le había gustado su pelo.
Pero a pesar de que su endemoniado pelo rojo estaba oscurecido por el agua y recogido, seguía teniendo el problema del vestido. La incomodaba que le quedara demasiado ajustado al pecho, porque los generosos senos de la dama Joanna eran demasiado apreciables. Si los suyos eran incluso mayores, era posible que atrajera atenciones indeseadas.
La tela se le arremolinaba alrededor de las piernas, las suaves prendas interiores de lino le acariciaban la piel, y por un breve instante se imaginó cómo serían las cosas si fuera una mujer hermosa, cómo sería pasar todas las noches en la cama con un hombre que la adorara.
Sacudió la cabeza al recuperar el sentido común. Ni la ropa más exquisita del inundo podía cambiarla. Era una joven sin encantos que no estaba capacitada para vivir en el mundo real. Era demasiado lista, demasiado franca e impaciente, demasiado alta para los hombres.
El vestido exponía demasiado su pecho, pero como apenas tenía caderas, le cubría del todo sus largas piernas. Tal y como su padre le había dicho una y otra vez, ése era otro de sus defectos, porque las mujeres tenían que tener unas caderas anchas para dar a luz; sin embargo, ella no iba a tener hijos, y después de pasarse la noche oyendo los gritos de dolor de Margery, debía de dar gracias por ello a pesar de que se le habían saltado las lagrimas con la llegada del pequeño y berreón heredero de Thomas. El nacimiento de un bebé siempre la afectaba así… le producía una alegría agridulce más poderosa que cualquier otra cosa que hubiera sentido jamás.
Esa era una de las razones de que hubiera puesto tanto empeño en aprender de las parteras del castillo de Bredon. Si no podía tener niños, aunque sintiera una ilógica debilidad por ellos a pesar de lo fastidiosos que podían llegar a ser, al menos podía ayudar a traerlos al mundo. Aunque no le interesaba aliviar los sufrimientos de los hombres y consideraba que se merecían la mayoría de sus males, las mujeres necesitaban toda la ayuda posible.
Al fin y al cabo, los niños nacían a partir de un acto que sólo disfrutaban los hombres, y a pesar de que la madre disfrutaba del amor por los hijos, antes tenía que soportar que un hombre sudoroso invadiera su cuerpo, después meses de incomodidad mientras su vientre se hinchaba, y por último un terrible dolor que a veces terminaba en una muerte sangrienta. Y todo por el placer de un hombre.
Había métodos para evitar un embarazo, las parteras le habían enseñado aquellos secretos que se transmitían de mujer a mujer. Si la Iglesia tuviera conocimiento de tales cosas, sin duda las consideraría pecaminosas y dignas de la condenación eterna.
Pero la Iglesia estaba dirigida por hombres, y daba igual que las hermanas de Santa Ana no conocieran tales precauciones. A lo mejor encontraría la forma de poder utilizar sus conocimientos médicos cuando ingresara en el convento, porque la mayoría de las órdenes religiosas dividían el tiempo entre la meditación y las buenas obras. Con un poco de suerte podría seguir colaborando en partos, pero sin tener que responder ante su padre ni ante ningún otro hombre. Y ninguno tendría el derecho de forzarla a aceptar sus atenciones.
Acostarse con Thomas de Wakebryght no habría sido tan horrible, porque era un hombre atractivo, amable y sensible. Además, carecía de imaginación, así que sin duda el acto sería breve… y al final, habría hijos.
Pero ésa ya no era su función en la vida. Lo más sensato sería que se alegrara por haberse librado de aquellas obligaciones carnales, en vez de lamentar la pérdida de un hogar y una familia.
Aunque era posible que Thomas lamentara su decisión si la veía con aquel vestido verde. Los ojos hinchados y la cara pálida no favorecían en nada a lady Margery, y él siempre había tenido debilidad por las mujeres atractivas.
Se apresuró a darle la espalda al espejo. Era indudable que tenía mejor aspecto que nunca a pesar de la falta de sueño, quizás habría encontrado un esposo si su padre la hubiera vestido como correspondía. A lo mejor habría acabado casada con algún barón tosco que la habría dejado en paz después de saciarse con su cuerpo… pero eso no era lo que quería. Se sentía feliz con el futuro que la esperaba, y pensar en lo que quedaba del viaje le resultaba menos desalentador porque iba a contar con la compañía de Joanna. Nadie la miraría dos veces mientras aquella mujer espectacular estuviera a su lado, ni siquiera aquel príncipe con ojos profundos y oscuros.
Buscó su abrigo con la mirada, pero se dio cuenta de que se lo había dejado en el dormitorio de lady Margery. Decidió que iría ella misma a buscarlo, porque así podría comprobar si madre e hijo estaban recuperándose satisfactoriamente. Y si se topaba con Thomas, y al verla con aquel hermoso e inapropiado vestido él se arrepentía de la decisión que había tomado hacía tres años, pues mucho mejor.
Antes de salir de la habitación, echó una mirada por la ventana. Sus compañeros de viaje estaban en el patio, y alcanzó a ver al angelical hermano Matthew montado en su fino caballo, un poco distanciado del resto del grupo. No podía distinguir su expresión porque tenía la cabeza gacha, pero pudo imaginarse su dulce sonrisa, que carecía del matiz burlón de la del príncipe. Sus manos tersas sujetaban las riendas con suavidad…
Se obligó a apartarse de la ventana de inmediato, ya que marcharse de la casa de su padre parecía haberle arrebatado la sensatez. Era una mujer que sabía lo que quería para ser feliz, y distraerse pensando en Thomas y en el beato hermano Matthew no entraba en sus planes.
Aunque era preferible a recordar la sensación de los labios del príncipe contra los suyos. La había besado dos veces, la primera en la frente y la segunda en la boca, y si las cosas seguían por ese camino, ni siquiera quería imaginarse dónde la besaría la siguiente vez. Quizás el siguiente beso no sería tan casto como los otros dos.
Aunque lo más probable era que estuviera preocupándose sin razón. El príncipe William era un verdadero demonio, así que sólo la había besado para incomodarla… y lo había conseguido. Pero sin duda en adelante optaría por distraerse con Joanna, a pesar de que realmente estuviera decidido a mantenerse célibe durante aquel viaje. Seguro que ya no le prestaría ni la más mínima atención, así que podía respirar tranquila. Sí, por supuesto que se sentía aliviada.
Tuvo que pedir que le indicaran cómo llegar a la habitación de Margery, porque cuando Joanna se la había llevado de allí, estaba demasiado cansada para fijarse por dónde iba. Abrió la puerta sin llamar, y se detuvo en seco al ver a Thomas de Wakebryght tumbado junto a su esposa. La tenía tomada de la mano, y la contemplaba con una adoración total. El ama de cría estaba dando de mamar al joven heredero en una esquina, pero Thomas sólo tenía ojos para su desmejorada esposa, y Elizabeth permaneció allí boquiabierta.
Él debió de notar su mirada, porque alzó la cabeza y una beatífica sonrisa iluminó su atractivo rostro, el rostro por el que en otros tiempos ella había creído que sería capaz de morir; sin embargo, en ese momento se dio cuenta de que su barbilla era un poco débil, su nariz demasiado perfecta, y su frente carente de resolución. Si Thomas no la hubiera abandonado por su esposa, lo habría controlado como a un pelele.
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