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René Girard - Veo a Satán caer como el relámpago

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René Girard Veo a Satán caer como el relámpago
  • Libro:
    Veo a Satán caer como el relámpago
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1999
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Veo a Satán caer como el relámpago: resumen, descripción y anotación

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Es preciso que llegue el escándalo

Un análisis atento de la Biblia y los Evangelios muestra la existencia en ellos de una concepción original y desconocida del deseo y sus conflictos. Para percibir su antigüedad podemos remontarnos al relato de la caída en el Génesis, o a la segunda mitad del decálogo, toda ella dedicada a la prohibición de la violencia contra el prójimo.

Los mandamientos sexto, séptimo, octavo y noveno son tan sencillos como breves. Prohíben las violencias más graves según su orden de gravedad:

No matarás.

No adulterarás. No hurtarás.

No depondrás contra tu prójimo testimonio falso.

El décimo y último mandamiento destaca respecto de los anteriores por su longitud y su objeto: en lugar de prohibir una acción, prohíbe un deseo:

No codiciarás la casa de tu prójimo;

no codiciarás su mujer,

ni su siervo, ni su criada,

ni su toro, ni su asno,

ni nada de lo que a tu prójimo pertenece.

(Éxodo 20, 17).

Sin ser completamente erróneas, algunas traducciones de la Biblia conducen al lector por una falsa pista. En principio, el verbo «codiciar» sugiere que se trata aquí de un deseo fuera de lo común, un deseo perverso, reservado a los pecadores impenitentes. Pero el término hebreo traducido por «codiciar» significa, sencillamente, «desear». Con él se designa el deseo de Eva por el fruto prohibido, el deseo que condujo al pecado original. La idea de que el decálogo dedique su mandamiento supremo, el más largo de todos, a la prohibición de un deseo marginal, reservado a una minoría, es difícilmente creíble. El décimo mandamiento tiene que referirse a un deseo común a todos los hombres, al deseo por antonomasia.

Pero si el decálogo prohíbe incluso el deseo más corriente, ¿no merece el reproche que el mundo moderno hace de forma casi unánime a las prohibiciones religiosas? ¿No refleja el décimo mandamiento esa comezón gratuita de prohibir, ese odio irracional por la libertad que los pensadores modernos atribuyen a lo religioso en general y a la tradición judeocristiana en particular?

Antes de condenar las prohibiciones como «inútilmente represivas», antes de repetir extasiados el lema que los «acontecimientos de mayo del 68» hicieron famoso, «prohibido prohibir», conviene preguntarse sobre las implicaciones del deseo definido en el décimo mandamiento, el deseo de los bienes del prójimo. Si ese deseo es el más común de todos, ¿qué ocurriría si, en lugar de prohibirse, se tolerara e incluso alentara? Pues que habría una guerra perpetua en el seno de todos los grupos humanos, de todos los subgrupos, de todas las familias. Se abriría de par en par la puerta a la famosa pesadilla de Thomas Hobbes: la guerra de todos contra todos.

Para aceptar que las prohibiciones culturales son inútiles, como repiten sin reflexionar demasiado los demagogos de la modernidad, hay que adherirse al más radical individualismo, el que presupone la autonomía total de los individuos, es decir, la autonomía de sus deseos. Dicho de otra forma, hay que creer que los hombres se muestran naturalmente inclinados a no desear los bienes del prójimo.

Pero basta con mirar a dos niños o dos adultos que se disputan cualquier fruslería para comprender que ese postulado es falso. Es el postulado opuesto, el único realista, el que sustenta el décimo mandamiento del decálogo. Si los individuos se muestran naturalmente inclinados a desear lo que el prójimo posee, o, incluso, tan sólo desea, en el interior de los grupos humanos ha de existir una tendencia muy fuerte a los conflictos de rivalidad. Y si esa tendencia no se viera contrarrestada, amenazaría de modo permanente la armonía de todas las comunidades, e incluso su supervivencia.

Los deseos emulativos son tanto más temibles porque tienden a reforzarse recíprocamente. Se rigen por el principio de la escalada y la puja. Se trata de un fenómeno tan trivial, tan conocido por todos, tan contrario a la idea que tenemos de nosotros mismos, tan humillante, por tanto, que preferimos alejarlo de nuestra conciencia y hacer como si no existiera, por más que sepamos muy bien que existe. Esta indiferencia ante lo real constituye un lujo que las pequeñas sociedades arcaicas no podían permitirse.

El legislador que prohíbe el deseo de los bienes del prójimo se esfuerza por resolver el problema número uno de toda comunidad humana: la violencia interna.

Al leer el décimo mandamiento, se tiene la impresión de estar asistiendo al proceso intelectual de su elaboración. Para impedir a los hombres que luchen entre sí, el legislador intenta primero prohibirles todos los objetos que sin cesar se están disputando, y decide para ello confeccionar su lista. Pero enseguida cae en la cuenta de que esos objetos son demasiado numerosos: es imposible enumerarlos todos. En vista de lo cual se detiene en su camino, renuncia a hacer hincapié en los objetos, que cambian constantemente, y se vuelve hacia aquello, o más bien hacia aquel, que siempre está presente: el prójimo, el vecino, el ser de quien, sin duda, se desea todo lo que es suyo.

Si los objetos que deseamos pertenecen siempre al prójimo, es éste, evidentemente, quien los hace deseables. Así pues, al formular la prohibición, el prójimo deberá suplantar a los objetos, y, en efecto, los suplanta en el último tramo de la frase, que prohíbe no objetos enumerados uno a uno, sino todo lo que es del prójimo.

Aun sin definirlo explícitamente, lo que el décimo mandamiento esboza es una «revolución copernicana» en la inteligencia del deseo. Creemos que el deseo es objetivo o subjetivo, pero, en realidad, depende de otro que da valor a los objetos: el tercero más próximo, el prójimo. De modo que, para mantener la paz entre los hombres, hay que definir lo prohibido en función de este temible hecho probado: el prójimo es el modelo de nuestros deseos. Eso es lo que llamo deseo mimético.

El deseo mimético no siempre es conflictivo, pero suele serlo, y ello por razones que el décimo mandamiento hace evidentes. El objeto que deseo, siguiendo el modelo de mi prójimo, éste quiere conservarlo, reservarlo para su propio uso, lo que significa que no se lo dejará arrebatar sin luchar.

Así contrarrestado mi deseo, en lugar de desplazarse entonces hacia otro objeto, nueve de cada diez veces persistirá y se reforzará imitando más que nunca el deseo de su modelo.

La oposición exaspera el deseo, sobre todo, cuando procede de quien lo inspira. Y si al principio no procede de él, pronto lo hará, puesto que si la imitación del deseo del prójimo crea la rivalidad, ésta, a su vez, origina la imitación.

La aparición de un rival parece confirmar lo bien fundado del deseo, el valor inmenso del objeto deseado. La imitación se refuerza en el seno de la hostilidad, aunque los rivales hagan todo lo que puedan por ocultar a los otros, y a sí mismos, la causa de ese reforzamiento.

Lo contrario es también verdad. Al imitar su deseo, doy a mi rival la impresión de que no le faltan buenas razones para desear lo que desea, para poseer lo que posee, con lo que la intensidad de su deseo se duplica.

Como regla general, la posesión tranquila debilita el deseo. Al dar a mi modelo un rival, en algún modo le restituyo el deseo que me presta. Doy un modelo a mi propio modelo, y el espectáculo de mi deseo refuerza el suyo justo en el momento en que, al oponérseme, refuerza el mío. Ese hombre cuya esposa deseo, por ejemplo, quizás hacía tiempo que había dejado de desearla. Su deseo estaba muerto, y al contacto con el mío, que está vivo, ha resucitado…

La naturaleza mimética del deseo explica el mal funcionamiento habitual de las relaciones humanas. Nuestras ciencias sociales deberían considerar un fenómeno que hay que calificar de normal, mientras que, al contrario, se obstinan en estimar la discordia como algo accidental, tan imprevisible, por consiguiente, que es imposible tenerla en cuenta en el estudio de la cultura.

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