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René Girard - Mentira romántica y verdad novelesca

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René Girard Mentira romántica y verdad novelesca
  • Libro:
    Mentira romántica y verdad novelesca
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1961
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Mentira romántica y verdad novelesca: resumen, descripción y anotación

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CAPÍTULO XII
CONCLUSIÓN

La verdad del deseo es la muerte pero la muerte no es la verdad de la obra novelesca. Los demonios, como locos furiosos, se arrojan al mar y perecen todos. Pero el enfermo se cura. Stepan Trofimovich evoca este milagro en el momento de su muerte: «El enfermo se curará y se sentará a los pies de Jesús… y todos lo mirarán con asombro…».

El texto no se aplica únicamente a Rusia sino al propio moribundo. Stepan Trofimovich es ese enfermo que cura en la muerte y al que la muerte cura. Stepan se ha dejado llevar por la oleada de escándalos, de crímenes y de delitos que inunda la ciudad. Su fuga se arraiga en la locura general pero cambia de significación tan pronto como es emprendida. Es un retorno a la tierra materna y a la luz del día. Su vagabundeo conduce al anciano a un miserable camastro de pensión donde la vendedora ambulante de evangelios le lee el texto de san Lucas. El moribundo percibe la verdad en el relato de los demonios de Gerasa. Así pues, podemos decir que el orden sobrenatural nace del desorden supremo.

Cuanto más se aproxima Stepan a la muerte más se aleja de la mentira: «Amiga mía, he mentido toda mi vida. Hasta cuando decía la verdad. Nunca he hablado por amor a la verdad, sino por amor a mí mismo; esto ya lo sabía antes pero sólo ahora lo veo». Stepan pronuncia unas palabras que contradicen claramente sus antiguas ideas.

El apocalipsis no quedaría completo sin una cara luminosa. En la conclusión de Los Demonios hay dos muertes antitéticas: una muerte que es extinción del espíritu y una muerte que es espíritu; una muerte que sólo es muerte, la de Stavroguin, y una muerte que es vida, la de Stepan Trofimovich. Este doble desenlace no es excepcional en la obra de Dostoyevski. Reaparece en Los hermanos Karamazov donde se oponen la locura de Iván Karamazov y la conversión redentora de Dimitri. Reaparece en Crimen y castigo donde se oponen el suicidio de Svidrigailov y la conversión de Raskolnikov. La vendedora ambulante de evangelios que vela junto a Stepan juega un papel más desvaído pero análogo al de Sofía. Es una mediadora entre el pecador y el texto sagrado.

Raskolnikov y Dimitri Karamazov no mueren físicamente pero no por ello dejan de resucitar. Todas las conclusiones dostoyevskianas son comienzos. Se inicia una vida nueva, entre los hombres y en la eternidad…

Pero tal vez es mejor no llevar demasiado lejos este análisis. Muchos críticos se niegan a detenerse en las conclusiones religiosas de Dostoyevski. Las consideran artificiales, apresuradas, pegadas a la obra novelesca. El novelista las habría escrito una vez agotada su inspiración novelesca, para enjabelgar su obra de ortodoxia religiosa.

Dejemos, pues, ahí a Dostoyevski, y dirijámonos hacia otros finales novelescos. El de Don Quijote por ejemplo. La agonía del héroe se asemeja mucho a la de Stepan Trofimovich. La pasión caballeresca nos es presentada como una auténtica posesión de la que el moribundo se ve afortunada pero tardíamente liberado. Su lucidez reconquistada permite a Don Quijote, como a Stepan Trofimovich, repudiar su existencia anterior.

Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y con­ tinua leyenda de los detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa, leyendo otros que sean luz del alma.

El desengaño español tiene el mismo sentido que la conversación dostoyevskiana. Pero muchas personas inteligentes, una vez más, nos aconsejan que no demoremos esta conversión hasta la muerte. El final de Don Quijote no es mucho más apreciado que los finales dostoyevskianos. Y, cosa curiosa, se le reprochan exactamente las mismas faltas. Se le tacha de artificial, convencional, sobreañadido a la obra novelesca. ¿Por qué los dos mayores genios novelescos consideran igualmente bueno desfigurar las últimas páginas de sus obras maestras respectivas? Como hemos visto, Dostoyevski pasa por víctima de una censura interior. Y Cer­vantes sucumbiría, por el contrario, a una censura exterior. La Inquisición era hostil a los libros de caballería. Don Quijote, como afirman convencidos los críticos, es un libro de caballería. Así pues, Cervantes se vio obligado a escribir una conclusión «conformista» para adormecer las sospechas eclesiásticas.

Dejemos, pues, ahí a Cervantes, ya que no hay más remedio, y dirijámonos a un tercer novelista, Stendhal no era eslavófilo y no tenía nada que temer del Santo Oficio, por lo menos en la época en que escribió Le Rouge et le Noir. No por ello la conclusión de esta novela deja de ser una tercera conversión en la muerte. También Julien pronuncia unas palabras que contradicen claramente sus antiguas ideas. Condena su voluntad de poder, se aleja del mundo que lo fascinaba; lo abandona su pasión por Mathilde; vuela hacia Mme. de Rênal y renuncia a defender su cabeza.

Todas estas analogías son notables. Pero se nos conmina, una vez más, a que no concedamos importancia a esta conversión en la muerte. El propio autor, avergonzado, según parece, de su propio lirismo, se une a los críticos para denigrar su texto. No debemos tomar en serio, nos dice, las reflexiones de Julien pues «la falta de ejercicio comenzaba a alterar su salud y a darle el carácter exaltado y débil de un joven estudiante alemán».

Dejemos que Stendhal diga cuanto quiera, porque ya no puede engañarnos. Si permaneciéramos ciegos a la unidad de los fina­ les novelísticos, la hostilidad unánime de los críticos románticos bastaría para abrirnos los ojos.

Lo insignificante y artificial no son los finales sino las hipótesis de los críticos. Es menester apreciar muy poco a Dostoyevski para verlo como el censor de sus propias novelas. Hay que despreciar mucho a Cervantes para creerlo capaz de traicionar su pensamiento. La hipótesis de la autocensura no merece ser discutida, ya que para desmentirla basta la belleza de los textos. La solemne invocación de Don Quijote moribundo se dirige a amigos y parientes reunidos en torno a él, como a nosotros, lectores: «Que en tales trances como éste no se ha de burlar el hombre con el alma…».

La hostilidad de los críticos románticos es muy comprensible. En la conclusión, todos los héroes pronuncian palabras que contradicen claramente sus antiguas ideas, y estas ideas siempre son las de los críticos románticos. Don Quijote renuncia a sus caballeros, Julien Sorel a su rebelión y Raskolnikov a su superhombre. En cada ocasión, el héroe reniega de la quimera que le insuflaba su orgullo. Siempre es esta quimera la que exalta la interpretación romántica. Los críticos no quieren admitir que se han equivocado; así pues, necesitan defender que el final es indigno de la obra que corona.

Las analogías entre los grandes finales novelísticos destruyen ipso facto todas las interpretaciones que minimizan su importancia. Aparece un fenómeno único, y tenemos que explicarlo por un mismo principio.

Es la renuncia al deseo metafísico lo que constituye la unidad de los finales de las novelas. El héroe moribundo condena a su mediador: «Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje… ya, por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las abomino».

Condenar al mediador es renunciar a la divinidad y, por con­ siguiente, al orgullo. El menoscabo, físico del héroe expresa y a la vez disimula este aplastamiento del orgullo. Una frase con doble sentido de Le Rouge et le Noir expresa maravillosamente esta relación entre la muerte y la liberación, entre la guillotina y la ruptura con el mediador: «¡Qué me importan los otros, exclama Julien Sorel, mis relaciones con los otros van a ser decapitadas bruscamente!».

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