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Luis Bernardo Pérez - Cuentos relámpago

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Luis Bernardo Pérez Cuentos relámpago

Cuentos relámpago: resumen, descripción y anotación

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La velocidad y atractivo de las pantallas exige cada vez más atención de los lectores. Los libros no pueden (ni tendrían por qué) competir contra eso, pero hay géneros que pueden adaptarse al ojo acostumbrado a tuits y chats. Las minificciones que entrega el autor van desde lo culterano hasta lo costumbrista, pasando por la brevedad casi aforística. El libro agrupa cuentos de horror, de ciencia ficción y fantasía, de humor y los de corte filosófico.

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Cuentos relámpago — leer online gratis el libro completo

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U n hombre sin cabeza entra en una sombrerería y señala con el dedo la gorra de - photo 1
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U n hombre sin cabeza entra en una sombrerería y señala con el dedo la gorra de - photo 3

U n hombre sin cabeza entra en una sombrerería y señala con el dedo la gorra de marinero griego exhibida en el escaparate. Luego saca un billete del bolsillo y lo extiende sobre el mostrador. El dependiente, azorado y tembloroso, va por la gorra y se la entrega al insólito comprador, quien la toma y sale del establecimiento con toda tranquilidad. Tras recuperarse de la impresión, el empleado se percata de que en el billete figura un prócer que tampoco tiene cabeza.

S entado en la banca de un jardín público el viejo evocaba su vida y sus - photo 4

S entado en la banca de un jardín público, el viejo evocaba su vida y sus amores cuando, de pronto, vio venir a su cachorro, Duque, que traía en el hocico la pelota que él le había lanzado, en ese mismo parque, cincuenta años atrás.

E n medio de las burlas del populacho los condenados subieron al cadalso para - photo 5

E n medio de las burlas del populacho, los condenados subieron al cadalso para sufrir, uno a uno, la mortífera eficacia del aparato que el doctor Guillotin hizo famoso. El último fue un aristócrata que, a diferencia de los otros, no mostró miedo ni intentó resistirse. Indiferente, ofreció el cuello a la avidez del acero. Por un error de cálculo, su cabeza no cayó dentro del canasto dispuesto para tal fin, sino que fue a estrellarse contra el piso y se quebró como una cáscara de huevo. Entre estupefacta y decepcionada, la multitud descubrió que, en lugar de sesos y sangre, el cráneo partido revelaba un mecanismo compuesto por ruedecillas dentadas, pernos y diminutos resortes.

D urante décadas, en la penumbra de la casona abandonada, sucesivas generaciones de arañas tejieron y tejieron afanosas hasta crear con sus telas una soberbia ciudad. Era una urbe traslúcida, flotante y sutil, con amplias calles, hermosas plazas y altos edificios. Deseosas de presumir su destreza arquitectónica y sus conocimientos urbanísticos, invitaban a las moscas y a otros insectos a visitarla. El turismo floreció en aquel lugar, pero poco a poco los clientes escasearon hasta desaparecer por completo.

P ocos recuerdan el enfrentamiento final de los dos más encarnizados rivales que ha dado la lucha libre. Aquella noche de 1977, el técnico Ángel Misterio se subió a la tercera cuerda para realizar su famoso tope angelical , pero en lugar de caer sobre el rudo Silver Star, que casi estaba vencido a esas alturas, se elevó por encima del ring y, volando sobre los espectadores, abandonó la Arena Coliseo. Este hecho, como era de suponerse, hizo que el réferi descalificara a Ángel Misterio y diera la victoria su oponente.

U n hombre llega al consultorio de un oftalmólogo quejándose de una molestia en el ojo derecho. Al examinar el interior de la pupila, el médico descubre, flotando en el humor acuoso, a una diminuta bailarina de ballet que ejecuta, con gracia inigualable, algunos pasos del segundo acto de “Giselle”.

C uando nadie está mirando, la estatua de bronce instalada en la plaza aleja a manotazos a las irrespetuosas palomas que todas las mañanas insisten en ensuciarle las charreteras y la gorra de general.

D espués de casi ocho horas de aguantar clientes insufribles ignorar las - photo 6

D espués de casi ocho horas de aguantar clientes insufribles, ignorar las insinuaciones del cocinero y tolerar los gritos del gerente, lo único que quiere es terminar su turno sin contratiempos. Sin embargo, parece que su deseo no se cumplirá, pues el cliente de la mesa cinco se niega a pagar la cuenta. Para ello ha recurrido al pretexto más idiota que ella haya escuchado jamás:

—Discúlpeme. Lo que pasa es que de dónde yo vengo ya no utilizamos dinero.

Martha suspira. Le duele la espalda y los pies la están matando. Se dice que no es su problema y está a punto de llamar al gerente. Pero luego siente pena por el aquel joven flaco de rostro ingenuo y sonrisa fácil. No le gustaría que el gerente lo golpeara como ha hecho con otros pobres diablos que intentaron comer gratis. Además, el tipo solamente tomó una taza de café.

—No sé de dónde viene usted y no me interesa. Solamente pague y váyase.

—Ya le dije que no uso dinero, señorita.

El cliente no parece un vago. A lo mejor sólo es un loco. En parte por cansancio y en parte por lástima le dice en voz baja:

—Mire, salga sin hacer ruido. Yo me ocuparé de su cuenta; también he pasado por malos momentos.

—No estoy pasando un mal momento —le aclara el joven sonriendo—. Entré aquí por curiosidad. De donde yo vengo, este tipo de lugares ya no existen.

—Como sea, pero váyase —lo apura Martha mirando a su alrededor para asegurarse de que el gerente no los esté viendo.

—Pues muchas gracias. La próxima vez que venga, le pagaré. Se lo prometo.

El cliente se va, Martha recoge la taza y la lleva a la cocina. Después se quita el uniforme, corre para alcanzar el autobús y se olvida del incidente.

Veinte años más tarde, ella trabaja en un restaurante de comida china. Un joven flaco de rostro ingenuo entra y se dirige hacia ella.

—Hola. Vengo a pagarle. No pude venir antes porque mi máquina sufrió un desperfecto.

Martha mira al joven sin reconocerlo y sin comprender.

—Tome esto. De donde yo vengo esto no vale mucho, pero a usted puede servirle —le dice mientras le entrega un pesado lingote de oro.

S e cuenta que algunos hombres desesperados y sedientos, extraviados en la inmensidad del desierto, consiguen llegar a veces a un misterioso oasis en el que sólo crecen palmas datileras ( Phoenix dactylifera ). Allí son recibidos por hermosas jóvenes que les dan de beber, los alimentan con dulces dátiles y les ofrecen compañía durante la noche. A la mañana siguiente, las jóvenes les dan a elegir a los viajeros entre seguir su camino o quedarse a vivir allí. Los que eligen quedarse son convertidos en palmas cuyos frutos alimentarán a los próximos hombres desesperados y sedientos que lleguen al oasis.

L a flauta se transformó en canario; el clarinete, en pato; el tambor, en oso; el contrabajo, en elefante, y la tuba, en una serpiente pitón, que, ante el azoro del público, estuvo a punto de ahorcar al ejecutante. Todo porque al director, desesperado por la falta de progresos de la orquesta, se le ocurrió sustituir la batuta por una varita mágica.

U n jueves por la mañana después de bañarse el hombre abre su casillero del - photo 7

U n jueves por la mañana, después de bañarse, el hombre abre su casillero del gimnasio y encuentra un sobre amarillo sin rotular que no estaba allí cuando llegó. No le sorprende. Aproximadamente una vez al mes ocurre lo mismo. Nunca ha investigado quién deja el sobre y, en honor a la verdad, no le importa. Antes de abrirlo se viste, se peina y se pone loción. El contenido siempre es el mismo: la fotografía de una persona y una hoja con el nombre del individuo de la imagen y una dirección. Él memoriza el rostro, el nombre y la dirección. Luego rompe ambos documentos en pedazos muy pequeños que arroja al basurero de los vestidores. La información con la que cuenta es suficiente para hacer su trabajo. Es un profesional eficiente, frío y rápido. Nunca ha dejado que sus emociones interfieran con su labor; quizá por eso sus superiores (a los cuales nunca ha visto) continúan solicitando sus servicios y pagándole unos honorarios más que satisfactorios. Aquel jueves el hombre termina de vestirse y, tras acomodarse la corbata, abre el sobre. Un tipo esbelto, con el pelo corto y ojos de hielo lo observa desde la fotografía. No necesita enterarse del nombre ni la dirección, pues el rostro de la imagen es el suyo. Pero ni siquiera en ese momento renuncia a su profesionalismo. Con mano segura y actitud impasible, rompe ambos documentos en fragmentos muy pequeños, los arroja al basurero y busca la pistola que guarda en la mochila deportiva.

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