Yukio Mishima - El sol y el acero
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- Libro:El sol y el acero
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1968
- Índice:4 / 5
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El sol y el acero: resumen, descripción y anotación
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Últimamente, vengo observando dentro de mí una acumulación de toda suerte de cosas que no encuentran adecuada expresión en una forma objetiva de arte como la novela. Un poeta lírico de veinte años podría plasmarlas, pero yo ya no tengo veinte años y, en cualquier caso, nunca he sido poeta. Así pues, he buscado a tientas otra forma que se adaptara a temas personales como estos y he dado con una especie de híbrido entre la confesión y la crítica, un modo de expresión sutilmente ambiguo al que podríamos llamar «crítica confidencial».
Yo lo veo como un género crepuscular a medio camino entre la noche de la confesión y el día de la crítica. El «yo» del que voy a ocuparme no es el «yo» que concierne estrictamente a mí mismo, sino algo más, el residuo que queda después de que todas las palabras que he pronunciado redundan en mí, algo que ni concierne ni redunda.
Meditando sobre su naturaleza, llegué a la conclusión de que el «yo» en cuestión se correspondía exactamente con el espacio físico que yo ocupaba. En resumidas cuentas, lo que estaba buscando era un lenguaje del cuerpo.
Si mi ser era mi morada, entonces mi cuerpo era como un huerto alrededor de la misma. Una de dos, podía cultivar ese huerto en toda su extensión, o dejar que la maleza se adueñara de él. La elección era libre, pero esa libertad no era tan ostensible como se podría pensar. En efecto, mucha gente acaba llamando «destino» a los huertos de sus respectivas moradas.
Un día se me ocurrió la idea de cultivar mi huerto con todo el empeño posible. A tal efecto, me serví del sol y del acero. La luz del sol y las herramientas de acero se convirtieron en los principales elementos de mi labranza. Poco a poco, el huerto empezó a dar frutos y buena parte de mi conciencia fue ocupada por pensamientos acerca del cuerpo.
Todo esto, quede claro, no sucedió de la noche a la mañana. Y tampoco empezó sin que mediara una motivación profunda.
Cuando examino atentamente mi primera infancia, me doy cuenta de que mi recuerdo de las palabras precede con mucho a mi recuerdo de la carne. Imagino que, en general, el cuerpo precede al lenguaje. En mi caso, lo primero en venir fueron las palabras; después —tardíamente, a todas luces con la máxima renuencia y ya revestida de conceptos— vino la carne. Estaba ya, huelga decirlo, tristemente malograda por las palabras.
Primero viene el pilar de madera, luego la termita que se alimenta de él. Pero en lo que a mí respecta, las termitas estaban allí desde el principio y el pilar de madera surgió más tarde, medio carcomido ya.
Que el lector no me reprenda por comparar mi oficio con la termita. Esencialmente, todo arte que depende de las palabras utiliza su capacidad de carcomer —su función corrosiva— del mismo modo que el aguafuerte depende del poder corrosivo del ácido nítrico. Pero el símil no es del todo exacto, pues el cobre y el ácido nítrico que empleamos en el aguafuerte están a la par en el sentido de que ambos se extraen de la naturaleza, mientras que la relación de las palabras con la realidad no es la del ácido con la lámina. Las palabras son un medio de reducir la realidad a una abstracción a fin de transmitirla a nuestra razón, y detrás de su poder cáustico acecha inevitablemente el peligro de que las propias palabras sean corroídas. De hecho, sería más apropiado comparar su acción a la de un exceso de jugos gástricos que digieren y gradualmente corroen el estómago mismo.
Mucha gente se mostrará reacia a creer que semejante proceso pudiera darse ya en los primeros años de un individuo. Pero fue eso, sin duda alguna, lo que me sucedió a mí, allanando el terreno para dos tendencias contradictorias: una fue la determinación de avanzar con la función corrosiva de las palabras y hacer de ello la obra de mi vida; la otra, el deseo de hacer frente a la realidad en un terreno donde las palabras no jugaran ningún papel.
En un proceso evolutivo más «saludable», ambas tendencias pueden asociarse sin entrar en conflicto —aun en el caso de un escritor nato—, dando pie a un deseable estado de cosas en que el aprendizaje de las palabras lleva a descubrir de nuevo la realidad. Pero ahí lo que cuenta es el redescubrimiento; para que eso ocurra, es necesario, en el inicio de la vida, haber poseído la realidad de la carne no mancillada por las palabras. Cosa muy distinta de lo que me sucedió a mí.
Mi profesor de redacción solía mostrarse descontento con mis trabajos, que estaban exentos de toda palabra que pudiera considerarse acorde con la realidad. Parece ser que yo, a mi manera, tenía un presentimiento de las sutiles y meticulosas leyes del lenguaje, y que era consciente de la necesidad de evitar en lo posible entrar en contacto con lo real a través de las palabras si uno quería sacar provecho de su función corrosiva y eludir su faceta negativa; si uno, por decirlo de otra manera, quería conservar la pureza de las palabras. Mi instinto me decía que la única alternativa posible era mantener una constante vigilancia sobre esa acción corrosiva, no fuera que esta se topara con algún objeto que pudiera corroer.
El lógico corolario de esta tendencia era que yo solo debía admitir sin ambages la existencia de la realidad y del cuerpo allí donde las palabras no tenían parte alguna; realidad y cuerpo se convirtieron para mí en sinónimos, objetos, casi, de una suerte de fetichismo. Sin duda alguna, estaba ampliando inconscientemente mi interés por las palabras de forma que abarcara también ese mismo interés; esta clase de fetichismo se correspondía exactamente con mi idolatría de las palabras.
En esta primera fase, me identificaba yo con las palabras dejando la realidad, la carne y la acción en el otro lado. No hay duda, por lo demás, de que mi prejuicio respecto de las palabras venía reforzado por esta antinomia creada premeditadamente, y que mi arraigada incomprensión de la naturaleza de la realidad, la carne y la acción se formó de la misma manera.
Esta antinomia descansaba en la suposición de que yo mismo estaba desprovisto de carne, de realidad, de acción. Es cierto, desde luego, que al principio la carne llegó a mí tardíamente, pero yo ocupaba la espera con palabras. Sospecho que debido a la tendencia que he mencionado antes, yo no la percibía, entonces, como «mi cuerpo». De haberlo hecho, mis palabras hubieran perdido su pureza. Habría sido violado por la realidad, que se convertiría así en algo ineludible.
Curiosamente, mi obstinada negativa a percibir el cuerpo se debía ni más ni menos que a una bella pero errónea concepción de la idea de cuerpo. Desconocía que el cuerpo de un hombre jamás se manifiesta como «existencia». Pero tal como yo veía las cosas, el cuerpo debería haberse manifestado, de forma clara e inequívoca, como algo existente. De lo que se sigue que cuando se manifestó irrefutablemente como una aterradora paradoja de la existencia —como una forma de existencia que rechazaba la existencia—, me entró el mismo pánico que si hubiera visto un monstruo, y en consecuencia lo odié. No se me ocurrió pensar que para otros hombres —todos sin excepción— era lo mismo.
Posiblemente es lógico que este tipo de pánico, aunque claramente producto de un error de concepto, postule otra y más deseable existencia física, otra realidad más deseable. Sin llegar a imaginar que el cuerpo existente en una forma que rechazaba la existencia fuese universal en el varón, me puse a construir mi existencia física hipotética e ideal dotándola de todas las caraterísticas opuestas. Y puesto que mi propia, anómala existencia corporal era sin duda producto de la corrosión intelectual de las palabras, el cuerpo ideal —la existencia ideal— debía seguir siendo, me decía a mí mismo, absolutamente libre de toda interferencia por parte del lenguaje. Sus características podrían resumirse en dos: taciturnidad y belleza formal.
Paralelamente, decidí que si el poder corrosivo de las palabras tenía alguna función creativa, había que buscar su modelo en la belleza formal de este «cuerpo ideal», y que el ideal en las artes verbales debía consistir tan solo en la imitación de esa belleza física; dicho de otro modo, en la búsqueda de una belleza que estuviera libre de toda corrosión.
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