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Ramón María del Valle-Inclán - La Media Noche

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Ramón María del Valle-Inclán La Media Noche

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Luz

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CAP. I

S ON las doce de la noche. La luna navega por cielos de claras estrellas, por cielos azules, por cielos nebulosos. Desde los bosques montañeros de la región alsaciana, hasta la costa brava del mar norteño, se acechan dos ejércitos agazapados en los fosos de su atrincheramiento, donde hiede a muerto como en la jaula de las hienas. El francés, hijo de la loba latina, y el bárbaro germano, espurio de toda tradición, están otra vez en guerra. Doscientas leguas alcanza la línea de sus defensas desde los cantiles del mar hasta los montes que dominan la verde plana del Rhin. Son cientos de miles, y solamente los ojos de las estrellas pueden verlos combatir al mismo tiempo, en los dos cabos de esta línea tan larga, a toda hora llena del relampagueo de la pólvora y con el trueno del cañón rodante por su cielo.

CAP. II

L AS trincheras son zanjas barrosas y angostas. Amarillentas aguas de lluvias y avenidas las encharcan. Se resbala al andar. Los ratones corren vivaces por los taludes, las ratas aguaneras por el fondo cenagoso, y ráfagas de viento traen frías pestilencias de carroña. En el talud de las trincheras los zapadores han cavado hondos abrigos donde se guarecen escuadras de soldados, y en los lugares más propicios para las escuchas y centinelas, silos con miraderos disimulados entre pedruscos y ramajes. Desde estas atalayas se hace la descubierta de las líneas enemigas, y los artilleros, comunicándose por sus teléfonos, regulan el tiro de los cañones, siempre emplazados más atrás que las primeras defensas. Ante los dos fosos enemigos se tienden campos de espinosas alambradas, y hay esguevas donde los muertos de las últimas jornadas se pudren sobre los huesos ya mondos de aquellos que cayeron en los primeros días de la invasión. La tierra en torno está como arada. La metralla taló los árboles y abrasó la yerba. Del fondo de las trincheras surgen cohetes de luces rojas, verdes y blancas, que se abren en los aires de la noche oscura, esclareciendo brevemente aquel vasto campo de batallas. Corre un alerta desde los cantiles del mar norteño, hasta los bosques montañeros que divisan el Rhin.

CAP. III

E N las sombras de la noche, largos convoyes que llevan municiones al frente de batalla, ruedan por los caminos. Los cohetes de las trincheras abren sus rosas en el aire, los reflectores exploran la campaña y la esclarecen hasta el confín lejano de bosques y montes. Se muestra de pronto el espectro de un pueblo en ruinas, quemado y saqueado, mientras por la carretera, en el lóstrego del reflector, corre cojeando algún perro sin dueño. Al abrigo de los bosques, filas y filas de carros esperan inmóviles la orden de ruta, con los soldados de la escolta descansando al borde del camino y fumando un pipa de tabaco belga. Se oye el cañón, cuándo lento, cuándo en vivo fuego de ráfagas, y los soldados hacen conjeturas con palabras breves, casi indiferentes. Llega un ciclista sonando el timbre tercamente: Trae la orden de ruta que el sargento deletrea a la luz de una linterna, y el convoy se pone en marcha. Todos los caminos de la retaguardia sienten el peso de los carros de municiones, que, escoltados por veteranos, se bambolean con estridente son de hierros. Ruedan con los faroles apagados, informes bajo las estrellas, sumidos unas veces en la sombra de las arboledas, y otras destacando su línea negra por alguna carretera blanquecina y desnuda. Son tantos que no se pueden contar, son cientos y cientos. Ruedan hacia las trincheras lentamente, pesadamente. Cuando pasan cerca de alguna aldea, ladran los perros y alborean los gallos.

CAP. IV

Y la luna navega por cielos de claras estrellas, por cielos azules, por cielos de borrasca: Sobre las doscientas leguas de foso cenagoso, los cohetes abren sus rosas, tiembla la luz de los reflectores, y en la tiniebla del cielo bordonean los aviones que llevan su carga de explosivos para destruir, para incendiar, para matar… Ocupan la carlinga alegres oficiales, locos del vértigo del aire, como los héroes de la tragedia antigua del vértigo erótico. Vestidos de pieles, con grandes gafas redondas, y redondos cascos de cuero, tienen una forma embrionaria y una evocación oscura de monstruos científicos. Vuelan contra el viento y a favor del viento, les dicen su camino las estrellas. Unos van perdidos atravesando cóncavos nublados, otros planean sobre el humo y las llamas de los incendios, otros van en la luz de la luna, tendidos en escuadrilla. Aquel que zozobra entre ráfagas de agua y viento del mar, es de un aeródromo inglés, en la Picardía. Y estos que retornan y aterrizan en silencio, son franceses: Partieron en el anochecido, eran siete y no son más que cinco: Tras ellos queda ardiendo un tren de soldados alemanes. Los pilotos saltan sobre la yerba, y se alejan entumecidos, mientras algunos soldados con linternas, empujan los aviones bajo los cobertizos, y vierten cubos de agua en los motores recalentados. Es un campo de aviación a retaguardia de las líneas donde se batalla, en un paraje llano revestido de céspedes. Ligeras tiendas, grandes cobertizos, alpendes y galpones, hacen ruedo sobre la yerba, tienen el color de la noche y se desvanecen en ella: Solo realza sus siluetas la luna cuando navega por claros cielos estrellados.

CAP. IX

¡ L OS ecos de la guerra se enlazan desde la costa norteña hasta los montes alsacianos! Al estampido de las bombas surgen las llamas de los incendios: Arden las mieses, y las sobrecogidas aldeas, y las ciudades que lloran al derrumbarse las torres de sus catedrales. Caen miles y miles de soldados en la gran batalla nocturna, y quedan rígidos y fríos bajo el temblor de las estrellas. Las escuadras se aclaran de pronto: A veces, rompiéndose por el centro para buscar el ataque de flanco, a veces bajo una bomba que estalla y abre en ellas brecha como en el fuerte muro de un castillo. Las ametralladoras cruzan sus fuegos haciendo raya, desgranan sus tiros sobre anchos espacios, arrasan las líneas de soldados: Unos, caen al modo de peleles recogiendo grotescamente las piernas; otros, abren los brazos y quedan aplastados sobre la tierra; otros, se doblan muy despacio sobre el hombro del camarada. Y entre tan diversos modos de morir, se arrastran los heridos oprimiéndose las carnes desgarradas, sintiendo fluir por entre los dedos la sangre tibia, dilatados los ojos con el horror de ser hechos prisioneros. Miles de cañones hacen fuego en batería, y bajo el impulso de los grandes proyectiles, se abre el aire con aquella queja dilatada y profunda que tienen las gatas al parir.

Por caminos que cavaron los zapadores, y alcanzan hasta la línea de fuego, los camilleros conducen a los heridos. El primer socorro se les prestó en la trinchera al amparo de profundas casamatas que tienen charcos de sangre en el piso terreño y el aire impregnado de olor a cloroformo. Sobre la cuneta de las carreteras, procurando ef socaire de bosques y colinas, esperan inmóviles, en largas hileras, los carros de la Cruz Roja. Las ambulancias están en la retaguardia, repartidas por los graneros y establos de las quintas, en las salas de los castillos, en los cafés con espejos rayados y tules para las moscas, en las cuevas de los pueblos aún ardiendo. ¡El dolor de la guerra estremece y conforta el alma de Francia!

CAP. V

G RANIZOS y ventiscas en los montes alsacianos y en los Vosgos. Ya cantó dos veces el gallo. Las trincheras tienen una cresta blanca, y, soterrados en ellas, vestidos de pieles como pastores, los centinelas acechan el campo enemigo, asomando apenas tras el parapeto cubierto de nieve. Hay un cañoneo lento, que tiene largas y encadenadas resonancias. La luz de los reflectores vuela sobre las cumbres, llega al fondo de las selvas, ilumina el tronco de los abetos y el albo talud de las zanjas, por donde corren en fila india los soldados que acuden a reforzar las defensas del Hartmannswillerkopf.—El Viejo Armando, en la jerga de los peludos.—Sobre el sudario de la nieve, los cohetes abren sus rosas de colores. Entre Thann y Metzeral se ha iniciado un fuego de ráfagas, y en los puestos de escucha, los canes, agazapados a la vera de los soldados, se avizoran.

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