1. e-book edition, 2020
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PRÓLOGO
(UNA CASA nueva, con persianas verdes que cuelgan por encima del balconaje de hierro florido, pintado de oro y negro con un lujo funerario, bárbaro y catalán. La fachada, blanca de cal, brilla bajo el sol, hasta cegar, y un organillo, que custodian dos pícaros con calzones de odalisca, desgrana su música, y la música es chillona e irritante como la luz del sol en la fachada blanca de la casa y en la tapia azul del solar. De tiempo en tiempo, en uno o en otro balcón, alzando apenas la persiana, asoman mujeres en chambra con el pelo mal recogido. Un coche de alquiler llega trompicando por la calle polvorienta y se detiene ante el portal de la casa. Una dama pálida y con los ojos asustados, se apea y entra presurosa. Cegada por la luz de la calle y por las lágrimas, sube la escalera. En lo más alto se detiene y llama. Mientras espera, apoya la cabeza en la puerta, sobre el rótulo de esmalte blanco y azul que pone en su frente una suave frescura. El rótulo dice:-ESTUDIO DE PEDRO PONDAL.- Se oyen pasos. Acaban de abrir. En el umbral de la puerta está una vieja criada. La dama entra sin hablar, ahogada por los sollozos y encendida de vergüenza bajo la mirada compasiva y severa de aquella vieja aldeana vestida de estameña, que tiene el pelo cenizo y la tez de pan centeno, sana y bermeja. La afligida señora se llama Octavia Goldoni: Es de origen italiano, hija de un pintor florentino, casado con una devota española. El nombre de la criada es sencillo y arcaico, con un perfume de aldea bíblica: Se llama Sabel. Para evitarse atisbos la vieja cierra de un portazo, mientras la dama sigue adelante por el corredor de cristales cegador de blancura y aromado de albahaca. En el umbral del estudio se detiene alzando apenas la cortina: Una cortina de damasco carmesí partida por franjas de tapiz, donde en roeles de oro y seda están los milagros de Santa Clara. El bordado prolijo y devoto, de toda una comunidad de monjas, cuando alboreaba el siglo XV. Se oye la voz de la dama tímida y empañada en lágrimas.)
OCTAVIA.— ¡Pedro!
SABEL.— No está.
OCTAVIA.— ¡Dios mío! ¡Dios mío!
SABEL.— Puede esperarle.
OCTAVIA.— ¿Usted es su criada, Sabel?
SABEL.— Sí, señora.
OCTAVIA.— ¿Usted no me conoce?
SABEL.— Si no es para servirla...
OCTAVIA.— ¿Nunca ha oído hablar de mí?
SABEL.— Soy una criada, señorita.
OCTAVIA.— Pero usted le quiere como a un hijo...
SABEL.— Así le quiero. Mas esta ley que le tengo no me hace su igual.
(OCTAVIA comprende que la vieja finge desconocerla, con esa buena crianza lugareña y castiza que resplandecía en las dueñas antiguas. Después de un momento interroga.)
OCTAVIA.— ¿Tardará mucho, señora Sabel?
SABEL.— Lo mismo puede aparecerse en la hora que hablamos, como no ser visto en todo el santo día.
OCTAVIA Si tarda no podré esperarle... ¡Y era preciso que le hablase!... ¿Aquí no entrará nadie?
SABEL.— Como estas manos negras no abran la puerta... Solamente que se volviere hormiga...
OCTAVIA.— Si tarda le dejaré escrita una carta.
SABEL.— Eso a su parecer.
(LA VIEJA criada deja caer las palabras con un gesto vago, y la dama queda en larga meditación. Se oye, espiritualizado por la distancia, el sollozo de la fuente en el patio, y el canto montañés de un aguador. Octavia, se estremece de pronto.)
OCTAVIA.— ¡Dios mío, no viene! ¡No viene!
SABEL.— Puede dejarle escrito lo que sea.
OCTAVIA.— ¡No puedo, no! La pena que siento es imposible de decir.
¿Señora Sabel, no sabría usted dónde buscarle?
SABEL.— ¡Ay, señorita, nunca oyó el cuento de aquel que guardó la aguja en el pajar? ¡Este Madrid de las Españas, es grande como medio mundo!
OCTAVIA.— Mientras pueda esperarle le esperaré. ¡Dios mío, haz que no tarde!
SABEL.— Mi verdad, que no alcanzo por cuál se hacen estas villas tan grandes, si no es para la condenación de cuantos viven en ellas. ¡Como estuviéramos en la aldea nuestra, ya sabría yo donde le encontrar, así se hubiera ido por los pinares! Con solo preguntar, ya darían razón... Mas aquí los cristianos se desconocen como si no estuvieren bautizados, y fuesen todos moros. La puerta que se abre al pie de la nuestra, no sabemos de quién es. ¡Sólo son buenas para el pecado estas villas tan disformes!
(OCTAVIA calla, adivina una censura en las últimas palabras de la vieja, ingenuas y sencillas como el alma de las aldeas. Después de un momento levanta los ojos, guarnecidos de un cerco amoratado que los hace más profundos, y mira fijamente el rostro arrugado de aquella criada familiar y campesina, que tiene el color saludable del pan centeno, y las palabras veraces, y una escalinata de arrugas en la frente como las imágenes de Santa Ana. Octavia habla dominándose, y su voz, que tiene un ronco temblor, a la vez suena tímida y desesperada.)
OCTAVIA.— Al entrar aquí, he comprendido que usted no me quería. Usted me ha conocido y no quiso decírmelo...Yo, sin embargo, la quiero a usted, porque es una buena mujer llena de lealtad, y por eso en esta angustia tan grande, voy á confiarme á usted, señora Sabel.
SABEL.— ¡Verla llegar, ya se me maginó alguna desgracia, Divino Señor!
OCTAVIA.— ¡He sido vendida! ¡Me han robado todas las cartas, para entregárselas á mi marido!
SABEL.— ¿Las cartas de mi señorito? ¿Y le vendrá algún mal?
OCTAVIA.— No, á él no le vendrá daño ninguno... ¡Yo lo sufriré sola!
SABEL.— ¡Hágalo así Dios Nuestro Señor! El sufrir de las mujeres se anega en lágrimas, mas el de los hombres se anega en sangre... ¿Está bien cierta de que no le vendrá mal ninguno?...
OCTAVIA.— Ninguno... Mi marido venga en mí todo su rencor. Me encerrará en un convento lejos de mi hija, y lejos de todo cuanto quiero... He venido para verle por última vez. Creo que me han seguido, porque son tan cobardes, que buscan más pruebas para su venganza. Pero qué me importa ya todo si me privan de su amor... ¡Y él, sin verme, acabará por olvidarme!
SABEL.— Se creían felices y cátelo todo descubierto. Por algo dicen que el tesoro y el pecado, nunca lo cuentes bien soterrado.
OCTAVIA.— ¡No sabe nada, y estoy temblando que vaya a mi casa, como otras veces!
SABEL.— ¿Y no tuvo manera de ponerle al cabo?
OCTAVIA.— Yo venía á decírselo.
SABEL.— Más valiera que en el balcón de su casa hubiérale esperado, para anunciarle por señas que no entrase.
OCTAVIA.— Mi casa es una cárcel. Para escaparme y venir aquí estuve todo el día acechando el momento.
SABEL.— ¿Pero la echarán de menos?
OCTAVIA.— Y me habrán seguido también.
SABEL.— ¡Divino Jesús, y cuando vuelva!...
OCTAVIA.— No sé... No quiero pensarlo...
SABEL.— ¡Válate San Pedro, y no saber dónde encontrarle!...
OCTAVIA.— ¡Si tuviera que irme sin haberle visto!