David Fernández - Los de la ETA han asesinado a tu hijo
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- Libro:Los de la ETA han asesinado a tu hijo
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2013
- Índice:4 / 5
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Los de la ETA han asesinado a tu hijo: resumen, descripción y anotación
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A Diana, Pilar, Jimena y José Antonio por su paciencia
El 1 de diciembre de 2007 dos agentes de la Guardia Civil, Raúl Centeno (24 años) y Fernando Trapero (23 años), fueron asesinados por un comando de ETA en el aparcamiento de una cafetería de la localidad francesa de Capbreton. ¿Atentado premeditado? ¿Encuentro fortuito? Este libro reconstruye con ritmo de novela policiaca y el rigor de un reportaje periodístico, todas las piezas de este puzzle plagado de misterios. Un libro fundamental para entender no solo el funcionamiento de ETA, sino también los secretos de la lucha antiterrorista en España.
«Su llegada no ha podido pasar desapercibida para los otros tres clientes que ya están tomando algo en la mesa protegidos por la mampara. La cafetería está vacía y se escucha hasta el mínimo ruido. A esas horas apenas hay tráfico en el exterior y dentro no hay ninguna radio encendida o aparato de televisión que mitigue las conversaciones. Hoy hay seis clientes en la cafetería, y cinco de ellos vienen de España, piensa Delphine. Qué casualidad. Cuántos turistas para ser diciembre».
Con un estilo áspero y directo, pero minucioso, digno de un periodismo casi extinto y alejado de las prisas de la inmediatez digital que se estila hoy, Fernández y Gutiérrez logran tirar de investigación para ordenar ese caos inconexo que es la lucha antiterrorista para el gran público. No solo eso, logran, además, dotar de humanidad a los hechos y a sus protagonistas, sin despreciarlos o ensalzarlos.
David Fernández & José Antonio Gutiérrez
ePub r1.0
jandepora25.03.14
David Fernández & José Antonio Gutiérrez, 2013
Diseño de portada: Oscar Mariné
Editor digital: jandepora
ePub base r1.0
DESAYUNO
Sábado, 1 de diciembre de 2007
Llueve sobre Capbreton, un enclave turístico de 7800 habitantes en Las Landas francesas, a 58 kilómetros de la frontera española. Es un día frío y desapacible, y la bruma envuelve a primera hora la zona próxima al único puerto deportivo con algo de glamour que hay en la Costa de la Plata. Muy cerca de los barcos amarrados y de las extensas playas acaba de abrir la cafetería Les Ecureuils (Las Ardillas), junto al centro comercial Leclerc, en una de las principales arterias de la localidad. Son las 8.30 y el gran rótulo de neón azul de la cafetería empieza ya a brillar con el despertar de la mañana.
Dos hombres y una mujer entran en la cafetería, rápido y sin saludar, a las 8.40 de la mañana. Los nuevos clientes miran alrededor y se sientan en una de las mesas más reservadas, en la sala del autoservicio. Están lejos de la barra y cerca de la puerta de entrada, protegidos de las miradas indiscretas por una especie de mampara blanca en forma de cubo, de poco más de un metro de altura. El local es bastante luminoso y las columnas tienen espejos verticales que permiten a los que están sentados cerca de ellos controlar todos los ángulos de la cafetería, que a estas horas está prácticamente desierta. Desde su sitio controlan también la entrada principal, la más próxima al aparcamiento en batería donde han dejado su vehículo, un Peugeot 307 gris, ocupando dos plazas. Aunque el local dispone de amplios ventanales, un gran tiesto de varios metros de largo con arbustos muy altos impide ver con claridad la calle.
Solo hay un cliente en esos momentos, Olivier, que suele ir a desayunar muchas mañanas. Dentro, en la cocina, Odile y Christian ya están enfrascados en sus labores, ajenos a lo que pasa fuera, entre las mesas.
Los tres clientes hablan bajo. Saioa, la chica, es bajita y menuda, con el pelo rubio y media melena recogida en una pinza. La camarera, que a esas horas observa ociosa desde la barra, se fija en su pelo teñido, en sus uñas pintadas de rosa, en los grandes pendientes de aro y en varias pulseras metálicas que producen un sonido estridente. Uno de los dos chicos, Asier, el más alto, lleva el pelo corto, perilla y una sudadera demasiado grande. El otro, Mikel, un poco más bajo y de complexión fuerte, camufla su poco pelo en una gorra y parece mayor que sus dos amigos. Viste vaquero azul y chaqueta marrón, con unas gafas de pasta blanca.
Delphine se percata enseguida de que son españoles. Asier se acerca a la barra y pide un café, dos chocolates bien calientes y un cruasán. Repite dos veces la palabra chocolate, porque la primera vez lo ha dicho en español y la camarera no le ha entendido. Para pedir el cruasán, se limita a señalar con el dedo la bandeja de repostería. Aunque el local es de autoservicio, Delphine decide servirles en la mesa porque no hay más clientes y de momento no tiene mucho trabajo. Se fija otra vez en su aspecto: un poco desaliñado, parecen cansados.
Delphine acaba de servirles y ya ha regresado a la barra del bar cuando la puerta electrónica detecta movimiento y se abre. Aparecen dos nuevos clientes, muy jóvenes, que han dejado su coche al lado del Peugeot 307 mal estacionado. Entran hablando entre ellos en español y se dirigen directamente a la barra. Saludan a la camarera y piden, en francés, dos cafés: uno con leche, y el otro solo, porque uno de ellos odia la leche caliente. Abonan sus consumiciones en el acto (el ticket marca las 8.53 horas) con un billete de diez euros. Es la costumbre, pagar nada más pedir por si ambos tienen que interrumpir el desayuno y salir apresurados. Su llegada no ha podido pasar desapercibida para los otros tres clientes que ya están tomando algo en la mesa protegidos por la mampara. La cafetería está vacía y se escucha hasta el mínimo ruido. A esas horas apenas hay tráfico en el exterior y dentro no hay ninguna radio encendida o aparato de televisión que mitigue las conversaciones.
Hoy hay seis clientes en la cafetería, y cinco de ellos vienen de España, piensa Delphine. Qué casualidad. Cuántos turistas para ser diciembre. Pero sus pensamientos se desvanecen cuando saluda a Corinne, una clienta habitual que acaba de entrar.
Los dos chicos ponen los cafés en una bandeja y se aproximan a una mesa con altos butacones de plástico burdeos, situados junto a la pared de la salida, muy cerca de la puerta y de un ventanal que da al aparcamiento. Desde allí controlan todo el movimiento delante de ellos, puertas, ventanas y baños. Se acomodan bajo un cuadro de pescadores y del retrato de un surfista a punto de ser atrapado por una ola.
Raúl Centeno Bayón, 24 años; y Fernando Trapero Blázquez, 23 años, se disponen a desayunar por última vez. Están en el lugar equivocado en el peor momento posible.
SAIOA, JEFA DE COMANDOS
Diciembre de 2006, un año antes de Capbreton…
… Saioa Sánchez está de compras en el centro comercial de Lejona. Ha regresado hace poco de Francia, cruzando la frontera en bicicleta, una forma aparentemente llamativa, pero muy discreta de pasar desapercibida en un posible control de la Guardia Civil. Le acompaña Aritz (alias “Artito”), con quien matiene una relación sentimental. Viven juntos desde hace un mes en la casa que él tiene en Elorrio. Es el 23 de diciembre de 2006 y hacen cola para pagar las mochilas con las que recogerán unos explosivos que han dejado abandonados en un zulo de Amorebieta (Vizcaya).
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