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Manuel Fernández Álvarez - La princesa de Éboli

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Manuel Fernández Álvarez La princesa de Éboli

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PORTICO: ASESINATO DE ESCOBEDO

Estamos en el Madrid de Felipe II, allá por el año de gracia de 1578. El día, el 31 de marzo. Por lo tanto, ya ha empezado la primavera y el aire es más tibio.

Está anocheciendo y las tinieblas se espesan sobre la villa donde el Rey hace casi veinte años que ha puesto su Corte. Y eso se nota en la multitud de nobles, grandes y chicos, que acuden a ella para buscar la protección del calor regio.

Estamos en las cercanías del Álcazar, en ese Madrid viejo de los Austrias, donde abundan las iglesias y las casonas palaciegas.

De uno de esos palacios se ve salir a un hombre, ya maduro, que monta a caballo rodeado de un cortejo, pues no en balde se trata de un personaje de la Corte. Su nombre, don Juan de Escobedo. Es nada menos que el secretario de don Juan de Austria, el hermano del Rey.

Toda una figura. Va acompañado de un grupo de servidores que, con hachas encendidas en las manos, le alumbran el paso, desgarrando las tinieblas que están cayendo sobre la Villa y Corte.

Malas lenguas dicen que viene de visitar a unas damas. La primera, la princesa de Éboli, que hace cinco años que parece llevar a disgusto sus tocas de viuda. Una visita de cortesía, porque Escobedo había sido servidor de aquella casa en vida del Príncipe, su marido.

La otra visita es más festiva. Porque aunque Escobedo es hombre casado, gusta de entretenerse alguna tarde con otra dama de la Corte, de sonoro nombre: doña Brianda de Guzmán. Una mujer de gran belleza y también casada, aunque de dudosa reputación.

Pero Escobedo no parece tener el cuerpo para muchos juegos amorosos. No aquella noche. Algo, como un mal presentimiento, parece que le altera el ánimo. Lo cierto es que los espías que le siguen los pasos comprueban que está muy poco tiempo en casa de su amante. Apenas un entrar y salir. De modo que, a la luz de los hachones de sus seguidores, muestra un semblante taciturno cuando sale de casa de doña Brianda y monta a caballo.

Va por las cercanías de la iglesia de Santa María, por lo tanto en los aledaños de la calle Mayor que, no hay que decirlo, es la vía principal de aquel Madrid de los Austrias. Ensimismado en sus pensamientos este personaje, casi cincuentón (había nacido en 1530), se ve de pronto sorprendido. En una calleja semidesierta, un grupo de gente armada le sale al paso. Los pajes que llevan los hachones encendidos son dispersados y uno de aquellos facinerosos se dirige resueltamente contra Escobedo, espada en mano, y le da una estocada en el pecho tan certera que le hace caer del caballo, moribundo.

Tremenda confusión. Los asesinos se dan a la fuga, mientras los criados de Escobedo dan voces pidiendo auxilio y tratan, en vano, de remediar lo imposible. De tal forma que Escobedo no tarda en dar su último suspiro.

Gran escándalo en la Corte, donde pronto corre la noticia: unos asesinos se han atrevido a matar a todo un personaje, a don Juan de Escobedo, secretario de aquel rayo de la guerra que era don Juan de Austria. Era apuntar a lo más alto, contra el propio círculo de la familia real.

Y la gente se preguntaba: ¿quiénes serían los asesinos? Y, sobre todo, ¿por cuenta de quién habían actuado? Pues una siniestra conjura se adivinaba detrás de la mano de aquel espadachín que había cometido el atentado.

Una conjura, sí. Pero ¿quién estaba detrás de ella? Se sabía que Escobedo era antiguo amigo de Antonio Pérez, el poderoso secretario del Rey. Se sabía también que Escobedo, la tarde en que había sido asesinado, la había pasado, en buena medida, en casa de la princesa de Éboli.

Y los rumores se dispararon. Alguien empezó a divulgar que últimamente habían surgido diferencias entre los dos antiguos amigos, entre los dos secretarios, entre el secretario del Rey, Antonio Pérez, y el secretario del hermano del Rey, Juan de Escobedo.

Y es más: las sospechas empezaron a recaer también sobre la propia princesa de Éboli.

¿Cómo era posible? Y la gran pregunta, la pregunta que ahora nos hacemos: ¿quién era esa princesa de Éboli?

Sabemos su nombre: doña Ana de Mendoza y de la Cerda, viuda de Ruy Gómez de Silva, el que había sido gran privado del Rey. Una mujer de inquietante belleza, que hacía poco que había dejado su retiro palaciego de la villa de Pastrana para asentarse de nuevo en la Corte, con gran enojo del Rey, que la hubiera querido ver más recogida, más pendiente de los asuntos de su casa y del cuidado de sus hijos.

Porque esa era otra: la princesa de Éboli, pese a que todavía se mostraba joven y hermosa, era madre de numerosos hijos. Había tenido diez partos, y de esa prole le vivían aún seis vástagos.

Y entre ellos, y esto es lo más sorprendente, se rumoreaba que había uno, al menos, que no era hijo del príncipe de Éboli, sino de otro gran personaje de la Corte. Las malas lenguas decían todavía algo más; decían, o maliciaban, que ese alto personaje de la Corte era el mismo Rey.

Demasiadas extrañas circunstancias para que la vida de la princesa de Éboli transcurriese plácida y serenamente.

Un gran drama se adivinaba.

Un gran drama con desventurado final, como hemos de ver.

PRIMERA PARTE: EN LA CUMBRE
1. España hacia 1540
Visión de la época

Ana de Mendoza y de la Cerda, la futura princesa de Éboli, ya marcada desde la cuna por su alto linaje, como biznieta del gran cardenal Mendoza (aquel cuyo poderío era tanto bajo los Reyes Católicos que el pueblo lo llamaba «el tercer Rey de España»), nació en 1540.

Ahora nos cabe hacer la gran pregunta que nos permita situar a la Princesa en su tiempo. ¿Cómo era España en esos años? ¿Qué problemas la inquietaban más en particular, y concretamente a Castilla, en esos mediados del siglo XVI?

Ante todo vaya por delante la referencia inicial: estamos en la España imperial. Una España gobernada por el emperador Carlos V, que está teniendo un protagonismo impresionante en Europa y una espectacular expansión en Ultramar.

Hablemos, en primer lugar, de ese gobierno de Carlos V en España. El Emperador apenas hace unos meses que ha enviudado. La muerte de la emperatriz Isabel, aquella dulce mujer cuyo recuerdo nos llega a través del delicioso cuadro pintado por Tiziano (y en plena juventud, cuando contaba treinta y seis años), ha colmado de dolor al Emperador y ha llenado de luto a España entera.

Pero Carlos V no puede encerrarse en su pena. Pronto los graves acontecimientos que se desarrollan en Europa llaman su atención. No en vano él, como Emperador de la Cristiandad, tiene que pensar también en sus otros dominios, y no solo en los de España. Por eso en aquel año de 1540, en el que nace la princesa de Éboli, el Emperador ha dejado ya España para trasladarse a los Países Bajos, donde la rebelión de su villa natal, la ciudad de Gante, le obliga a una intervención rápida y enérgica.

De modo que aquella Castilla en la que nace Ana de Mendoza está gobernada en aquellos momentos por el cardenal Tavera, designado por el Emperador como regente de España en su ausencia; ese era el puesto que había desempeñado, mientras vivió, la Emperatriz.

Tratar del Imperio español a mediados del siglo XVI obliga a una referencia a lo ideológico. Europa se debatía entonces entre unas formas tradicionales impregnadas de lo religioso, según el mandato de Roma, y unos aires nuevos en los que los nacionalismos buscaban su perfil vinculado a unos movimientos religiosos propios que pugnaban con el centralismo romano.

Y en esa atmósfera, en ese ambiente de pugna, en ese combate ideológico Carlos V tiene que entrar forzosamente, como Emperador que es de la Cristiandad.

En ese sentido hay que recordar que en España había existido una notable corriente religiosa, la erasmista, llena de un afán de íntima espiritualidad, enfrentada con los formalismos devotos tradicionales. Pero sus principales figuras habían muerto por aquellos años. Ese fue el caso de Alfonso de Valdés, el gran escritor, el autor de los

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