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Pedro Charro Ayestarán - Fin de fiesta

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Pedro Charro Ayestarán Fin de fiesta

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PRIMERA PARTE
Capuchino
I

El viernes día 10 de julio de 2009, en el ecuador de los Sanfermines, un toro llamado Capuchino, de la ganadería de Jandilla, mató a Daniel Jimeno Romero, de 27 años, de Alcalá de Henares. Daniel era un corredor de encierros experimentado, que venía a Pamplona desde hacía 7 años. Su propio padre y su abuelo habían participado muchas veces en esa carrera delante de los toros. El abuelo vivía en Pamplona y había corrido el encierro prácticamente toda la vida. Su hijo —el padre de Daniel— cuenta que, cuando el hombre tenía ya 75 años, le descubrieron una fotografía del encierro al que había acudido a escondidas. Además de en Pamplona, a Daniel se le había visto correr a menudo en los encierros de San Sebastián de los Reyes o en Colmenarejo.

«Dani no era el típico borracho que se coloca delante de un toro a lo loco; era un corredor experimentado que se preparaba a conciencia los encierros. Eran su pasión», explicarían, compungidos, sus amigos del barrio de Puerta de Madrid, en Alcalá de Henares, mientras esperaban la llegada del cadáver de Daniel al día siguiente de su muerte.

«Ha sido pura mala suerte, es la última persona que uno se puede imaginar que va a ser cogido» se decía allí. «Y además, en el cuello». Según quienes le conocían, Daniel era «un buen tío» a quien le gustaba, además del encierro, jugar al fútbol y el snowboard. Había sido un chico de éxito que «se llevaba siempre a las guapas», hasta que empezó a salir con su novia, Cristina, con la que llevaba seis años, y se formalizó. Aún vivía con sus padres en un barrio modesto de Alcalá y trabajaba en un almacén de fontanería a las afueras. «Todos allí», según cuentan, «están destrozados».

De los testimonios no cabe sino concluir que Daniel Jimeno era un corredor que sabía lo que hacía y que se cuidaba para estar en las mejores condiciones a la hora de correr. Lo habitual en Sanfermín es que se fuera a dormir antes de las 12 de la noche. «Si salíamos una noche, no corría al día siguiente» explicará días después en una entrevista su novia, al rememorar las últimas horas que pasó con Daniel. Cuenta que la tarde anterior acudieron al encierrillo y pasearon por las barracas del ferial y volvieron pronto a la casa de los abuelos, donde se alojaban. Allí vieron una película «pero Daniel se aburrió pronto y antes de las 11,30 ya estaba en la cama». «Hasta mañana» se despidió. «Ese hasta mañana», se lamenta Cristina, «es lo último que me queda de él».

Aquella mañana, la del viernes 10 de julio, en el encierro, Daniel Jimeno no hizo ninguna temeridad —si es que correrlo no lo es—. Hizo lo correcto cuando cayó al suelo junto al toro: no levantarse, intentar refugiarse en el vallado, pero tuvo mala suerte y murió. Hizo justamente lo contrario que uno de los últimos fallecidos en el encierro, el americano Peter Tasio quien, en 1995, por puro desconocimiento, tras caer al suelo se incorporó justo cuando llegaba la manada y fue arrollado y muerto por un toro.

La cogida de Jimeno no fue espectacular, apenas se adivina en las fotografías publicadas en prensa o en los vídeos colgados en Internet. De hecho, las únicas imágenes en las cuales se aprecia fugazmente la cogida fueron captadas por un vídeoaficionado —en un lugar, curiosamente, lleno de cámaras y fotógrafos profesionales— y cedidas a la cadena de televisión Cuatro. También hay una foto que plasma ese instante de la cogida, e igualmente fue hecha por un fotógrafo aficionado, Pablo Roa.

Frente a las espeluznantes imágenes de otras cogidas —como las que se verán, por ejemplo, en el encierro de los Miura de dos días después—, en estas parece que no pasa nada y que se trata de un lance como cualquier otro de los que se suceden continuamente en la carrera: Daniel tropieza y cae junto a la valla, atestada como siempre de gente, la mayoría mirones que ocupan un lugar precioso. Allí, el corredor que va a morir permanece agachado, en cuclillas, cuando el toro llega de pronto, derrota hacia abajo y tras empitonarle a la altura del hombro, aunque esto no se distingue bien, se va. Hemos visto cientos de veces una imagen parecida, y luego comprobado, aliviados, que no ha pasado nada. El asta hace un rasguño, falla, o se prende de la camiseta. Esta vez no. La cornada, «seca y certera», dirán las crónicas, «ha provocado lesiones irreversibles en el cuello del mozo, llegando el pitón hasta el pulmón izquierdo, aorta y cava». Luego, las imágenes muestran a un sanitario que tira de él y le pone a resguardo tras la valla, donde aparece tendido unos segundos, y recibe asistencia médica de urgencia hasta que es evacuado en ambulancia.

Desde el primer momento de la crónica de su muerte tenemos la sensación de que Daniel Jimeno es una víctima muy pura e inocente: joven, deportista, enamorado, un hombre que ha padecido la brutalidad ciega de forma injusta. No ha sido una temeridad manifiesta, un riesgo inasumible, una ruleta rusa. Daniel no es un corredor borracho, un pata, uno de esos que saltan al encierro para hacer gracietas, con frecuencia ebrios, un indocumentado que haya propiciado el fatal accidente. Él, tal como lo percibimos ya esa mañana, no ha tenido culpa en su muerte, ni siquiera una parte de culpa. Lo que ha ocurrido no debería haber ocurrido. Es como el soldado valeroso que ha arrostrado mil penalidades y peligros, al que su novia espera de vuelta a casa, y cae segado por el azar de una bala perdida. Se trata de una víctima con una carga simbólica muy fuerte, una víctima a la altura, podíamos decir, de la propia carga sagrada que ostenta todavía el encierro.

II

Antes de que pase un segundo desde la cornada, las asistencias ya están atendiendo al herido. El joven ha caído junto a la valla, casi a los pies del médico coordinador del dispositivo que hay allí, junto al edificio de Telefónica, al final de la calle de la Estafeta. El lugar del recorrido donde más médicos enfermeros y personal de primeros auxilios se congregan. «No respondía ya desde el primer momento» cuenta José Aldaba, voluntario de Cruz Roja. «No se podía hacer más» declara el máximo responsable de esa entidad, Joaquín Mencos.

«En cuanto le ha soltado el toro, ya había un médico que estaba con él. Le atendieron como si la cornada hubiera ocurrido en la puerta de Urgencias» declara Mencos.

En su blog yosobreviviasanfermin.com, el fotógrafo Jonan Basterra escribirá al día siguiente: «Ayer fue un muy mal día. Justo después del encierro de los Jandilla, mis compañeros fotógrafos que habían estado en la zona de Telefónica, me comentaban que había un herido con muy mala pinta. Tenía una cornada en el cuello y las asistencias médicas le estaban aplicando reanimación cardiopulmonar. Me enseñaron algunas fotos del mozo corneado en la camilla, eran muy dramáticas».

Daniel llega al Hospital de Navarra en parada cardiorrespiratoria, y allí se le aprecia, según el parte médico, «Herida a nivel supraclavicular izquierdo, con un trayecto descendente que afecta a pulmón izquierdo más aorta y cava». Minutos después de su llegada, a las 8,45 h, se confirma el fallecimiento, pero no puede comunicarse su identidad porque se desconoce, ya que no lleva consigo documento alguno. Sin embargo, una foto terrible, en la que se ve su cabeza ensangrentada, con los ojos cerrados y la muerte dibujada en el rostro, aparece enseguida en la edición digital de algunos periódicos apenas media hora después del encierro. Una foto que al día siguiente será portada de varios periódicos nacionales: El País, ABC y El Mundo, y que molestará a los familiares de Daniel Jimeno, quienes pedirán que este tipo de imágenes cesen de una vez. También la prensa extranjera se hace eco de la noticia, y el francés Sud Ouest o el International Herald Tribune llevan la noticia a sus portadas, si bien no las imágenes del fallecido.

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