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Pascal Bruckner - La euforia perpetua

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Pascal Bruckner La euforia perpetua
  • Libro:
    La euforia perpetua
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    ePubLibre
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    2000
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La euforia perpetua: resumen, descripción y anotación

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Pascal Bruckner nació en París en 1948 Doctor en letras ha sido profesor - photo 1

Pascal Bruckner nació en París en 1948 Doctor en letras, ha sido profesor invitado en la Universidad del Estado de San Diego en California (1986) y la Universidad de Nueva York (1987-1995), Desde 1987 colabora en Le nouvel observateur. Es autor de siete libros de ficción y diez libros de ensayo, entre los que destaca La tentación de la inocencia, que obtuvo en 1995 el Premio Medicis.

Inte.

Conclusión

El croissant de Madame Verdurin

Creed en los que buscan la verdad, desconfiad de los que la encuentran.

André Gide

Cuarta parte

¿La infelicidad al margen de la ley?

El crimen de sufrir

Ayúdeme a eliminar el dolor que me hace sufrir, pero déjemelo para que pueda existir.

Una paciente a su terapeuta.

Revue francaise de Psychosamatique, no. 15

En una novela publicada en 1872, Samuel Butler imaginó una región llamada Erhewon (anagrama inglés de no-where), el país de ninguna parte donde la enfermedad se castiga como un crimen y el menor resfriado puede llevarle a uno a la cárcel, mientras que el asesinato se considera una enfermedad que merece solicitud y cuidados. Con un agudo sentido de la premonición, Samuel Butler llega incluso a precisar que el duelo y la tristeza, por ejemplo ante la pérdida de un ser querido, se castigan como un delito grave, porque el afligido es un delincuente culpable de su propia pena. El juez explica la sentencia a un hombre acusado de tisis pulmonar en estos términos: «Puede que usted me diga que no es responsable ni de su nacimiento ni de su educación. Pero yo le digo que su tisis, ya sea o no culpa suya, es un delito, y mi deber es velar para proteger a la República contra delitos de esta naturaleza. Usted podría decirme que se ha convertido en criminal por desgracia; yo le digo que su crimen es ser un desgraciado».

He aquí una magnífica e irónica intuición confirmada durante la segunda mitad del siglo XX, una época que ha dado, más que cualquier otra, un gigantesco paso adelante en la negación de la infelicidad y la «prohibición de la muerte» (Philippe Aries). Como si toda ella hubiera querido dar la razón al filósofo Alain, cantor incansable del optimismo propio de la Tercera República que, en sus Propos sur le bonheur (1911-1923), citados anteriormente, niega totalmente la realidad de los peores sufrimientos. Como para Epicuro, para Alain éstos no existen, son impalpables, «el horror es soporífero» y la muerte golpea de manera instantánea, sin dejar ningún lugar a la imaginación o al miedo. Llega, en este escamoteo, al punto de sugerir sin la menor ironía que un hombre que va a la guillotina «no es más digno de lástima que yo»; basta con que piense en otra cosa, con que «cuente las irregularidades del terreno y Las curvas del camino». En cuanto a Pascal, su escalofrío ante las estrellas y el infinito «provenía, sin duda, de que se enfriaba en la ventana sin darse cuenta» (sic).

La propagación del deshecho

Desde que, a partir de la Ilustración, nuestras sociedades se empeñaron en instaurar la felicidad sobre la tierra, nos movemos en el espacio del catálogo, nos pasamos la vida contando las entradas en la lista de las desgracias que hay que erradican Pero los sufrimientos, como la hidra del mito, no dejan de resurgir y multiplicarse a medida que los acorralamos, la lista crece cada día de forma perversa y aplaza cada vez más la felicidad prometida. Durante mucho tiempo, el movimiento revolucionario se ha dedicado a tachar de fútiles las preocupaciones ligadas a la angustia de la muerte y de la soledad, y sólo ha mostrado desdén por las doctrinas que se atrevían a tenerlas en cuenta. Lo único importante era invertir las estructuras socioeconómicas y que los explotados tomaran el poder. Una vez derrocado el capitalismo, y con él la fuente de todas las iniquidades, se instauraría un nuevo orden al servicio del hombre, del que el dolor se retiraría poco a poco, como el agua de una playa en marea baja. Ya se sabe que estas bonitas previsiones no se han cumplido: el socialismo real no sólo ha multiplicado los infortunios allá donde se ha impuesto, sino que ha dejado en la estacada todos los problemas inherentes a la condición humana, esos que calificaba de «pequeñoburgueses».

Sin embargo, aunque las democracias liberales son más prudentes en este tema, tienen una actitud no menos ambigua. Prefieren un largo tiempo de reformas a la precipitación de las revoluciones, pero conservan la esperanza de conjugar mágicamente la ciencia, la técnica y los progresos materiales para tener éxito allí donde los totalitarismos han fracasado. Y la segunda mitad del siglo XX en Europa muestra un arrebato febril, un desmesurado optimismo que tacha de arcaísmo e incluso de obscenidad la simple mención de la desgracia. Nuestra época ha incitado la peor de las conspiraciones contra la infelicidad: el silencio. La Antigüedad vivía con la esperanza de refutar el sufrimiento; el cristianismo, con el afán de exaltarlo, y nosotros vivimos intentando negarlo, huimos de él como de la peste, ni siquiera queremos considerar la idea de que exista.

La aflicción, el dolor y las enfermedades se han convertido en las nociones más impensables de la ideología laica moderna, y han llegado a ocupar la poco envidiable posición de residuos en una sociedad que avanza hacia el futuro: acontecimientos fuera de juego, interdictos de palabra o de obra con los que cada cual tiene que arreglárselas a su manera. Sin embargo, lo que ha desaparecido no es el sufrimiento; se ha prohibido su manifestación pública (salvo, lo repetimos, en la literatura), Hay que fingir dinamismo y buen humor, con la esperanza de que al abrir ese grifo la aflicción termine desapareciendo por sí sola. Frente a ella nos faltan las palabras, sobre todo cuando creemos disponer, para justificarla, del dogma de la explicación perfecta (la lógica del mercado, la miseria sexual, la pobreza, etcétera) capaz de cubrir el ámbito total del dolor humano. La hemos borrado del vocabulario, igual que apartamos a los desgraciados, a los heridos, a los agonizantes, que violentan nuestras ideas preestablecidas y «estropean el ambiente». A nosotros, que hemos hecho de la juventud, de la salud y del fun nuestros ídolos metafísicos, su proximidad nos repugna, su simple vista nos destroza. Lo sabemos desde Tolstói: el sufrimiento es sucio y la muerte es una repugnante contrariedad; el siglo XIX la rechazaba en nombre de la decencia, el siglo XX la ha rechazado en nombre del placer. Pero ya sea en nombre de las buenas costumbres o del ideal hedonista, sigue siendo la suprema inconveniencia.

Terrible ceguera la de la felicidad, que sólo ve en todas partes su propio reflejo y que aspira a convertirse en la única historia posible. Pero al igual que, en el universo consumista, los deshechos acaban por invadir todo el espacio y nos llaman la atención de mil repugnantes maneras, el sufrimiento, a falta de poder expresarse, ha empezado a proliferar, intensificando la conciencia de nuestra vulnerabilidad. Con la excusa de hacerlo desaparecer, lo hemos sacralizado. Convertido en un tabú, en una zona gris de nuestras sociedades, ha explotado como un gas comprimido durante demasiado tiempo, ha invadido todos los poros de la sociedad, ha colonizado territorios donde nadie lo esperaba. Porque no poder nombrar la desgracia cuando ocurre, ya sea en el lugar de trabajo o en la vida cotidiana, ver que los demás se niegan a reconocerla, es lo peor que nos puede suceder, una manera de sufrir por partida doble (al igual que negarse a llorar y no permitirse la tristeza tras una pérdida agravan el trauma, como apuntaba Philippe Ariés). El error de Occidente durante la segunda mitad de siglo XX ha sido dar a los hombres la insensata esperanza de que no tardarían en desaparecer todas las calamidades; en una o dos décadas ya no tendríamos que preocuparnos del hambre, la indigencia, las enfermedades y la vejez; una humanidad libre de sus antiguas plagas, orgullosa de haber vencido a los últimos gérmenes del infierno, se presentaría ante las puertas del tercer milenio. Europa tenía que convertirse, según las profundas palabras de Susan Sontag, en el único lugar donde ya no cabría la tragedia. (Y con el paso de cada década y cada siglo, vuelven las mismas promesas de borracho, las mismas esperanzas incurables: van a desaparecer las fronteras, ya no habrá hambre en el mundo, se cerrarán las prisiones, controlaremos las enfermedades, etcétera).

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