Owen Jones - Chavs: la demonización de la clase obrera
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- Libro:Chavs: la demonización de la clase obrera
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:2011
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Chavs: la demonización de la clase obrera: resumen, descripción y anotación
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Es una experiencia que todos hemos tenido. Estás entre un grupo de amigos o conocidos cuando de repente alguien dice algo que te choca: un comentario aparte o una observación frívola y de mal gusto. Pero lo más inquietante no es el comentario en sí, sino el hecho de que nadie parece sorprenderse lo más mínimo. Miras en vano a tu alrededor, buscando aunque sea una pizca de preocupación o muestras de bochorno.
Yo experimenté uno de esos momentos en la cena de un amigo, en una zona burguesa al este de Londres, una noche de invierno. Estaban cortando cuidadosamente la tarta de queso y la conversación había derivado hacia el tema de moda, la crisis del crédito. De pronto, uno de los anfitriones intentó animar la velada con un chiste desenfadado.
Qué lástima que cierre Woolworth’s. ¿Dónde van a comprar todos los chavs sus regalos navideños?
Ahora bien, él nunca se consideraría un intolerante, ni ningún otro de los presentes, porque, al fin y al cabo, todos eran profesionales cultos y de mente abierta. Sentadas a la mesa había personas de más de un grupo étnico. La división por sexos era del 50%, y no todo el mundo era hetero. Todos se hubieran situado políticamente en algún lugar a la izquierda del centro. Se habrían enfadado al ser tachados de elitistas. Si un extraño hubiera ido esa noche y se hubiera avergonzado a sí mismo empleando una palabra como «paki» o «maricón», lo habrían expulsado rápidamente del apartamento.
Pero nadie rechistó ante un chiste sobre chavs que compran en Woolies. Al contrario, todos se rieron. Dudo que muchos supieran que este término despectivo proviene de la palabra gitana para «niño», ni era probable que estuvieran entre los cien mil lectores de El pequeño libro de los chavs, una obra sesuda que describe a los chavs como «la floreciente subclase palurda». Si lo hubieran cogido del expositor de una librería para echarle una rápida hojeada, habrían aprendido que los chavs suelen trabajar de cajeros en los supermercados, de empleados en restaurantes de comida rápida y de limpiadores. Pero en el fondo todos debían de saber que chav es una palabra insultante exclusivamente dirigida a gente de clase trabajadora. El «chiste» se podría haber reformulado fácilmente así: «Qué lástima que cierre Woolworth’s. ¿Dónde van a comprar las repugnantes clases bajas sus regalos navideños?».
Y con todo, ni siquiera fue lo que se dijo lo que más me molestó, sino quién lo dijo, y quién participó de las risas. Todos los que estaban sentados alrededor de esa mesa eran profesionales bien remunerados. Lo admitieran o no, debían su éxito, más que nada, a su origen. Todos crecieron en confortables hogares de clase media, por lo general en barrios residenciales. Algunos se educaron en costosos colegios privados, y la mayoría había estudiado en universidades como Oxford, LSE o Bristol. Las posibilidades de que alguien de clase trabajadora terminara como ellos eran, como mínimo, remotas. Ahí estaba yo, presenciando un fenómeno que se remonta cientos de años atrás: los ricos burlándose de los menos pudientes.
Y eso me dio que pensar. ¿Por qué el odio a la gente de clase trabajadora se ha vuelto tan aceptable socialmente? Cómicos multimillonarios educados en colegios privados se visten de chavs para divertirnos en telecomedias como Little Britain. Nuestros periódicos van a la caza desesperada de historias terroríficas sobre «la vida entre los chavs» y las hacen pasar por representativas de las comunidades trabajadoras. Sitios web como «ChavScum» (escoria chav) rebosan veneno dirigido a la caricatura chav. Parece como si la clase trabajadora fuera el único grupo social del que puedes decir prácticamente cualquier cosa.
* * *
Costaría encontrar alguien en Gran Bretaña que odie tanto a los chavs como Richard Hilton. El señor Hilton es director general de Gymbox, una de las más exitosas incorporaciones a la floreciente escena del fitness londinense. Conocido por poner nombres creativos a sus clases de gimnasia, Gymbox está descaradamente dirigido a fanáticos del fitness con posibles, pues para hacerse socio hay que pagar una exorbitante cuota de inscripción de 175£, además de una cantidad mensual de 72£. Como explica el propio Hilton, Gymbox se creó para explotar las inseguridades de su clientela, formada predominantemente por profesionales y oficinistas. «Los clientes estaban pidiendo clases de defensa personal porque les daba miedo vivir en Londres», dice.
En la primavera de 2009, Gymbox anunció una novedad que se sumaba a su ya ecléctica oferta de clases (incluyendo el Aerobic Pechugón, el Baile en Barra y el Boxeo Zorrón): la Lucha Chav. «No des a los gruñones y malhumorados chavs una ASBO», instaba su web, «dales una patada». El resto de su cháchara promocional tampoco se andaba con miramientos, en la voz de un justiciero con buen dominio de las relaciones públicas. «Olvídate de robarle el caramelo a un niño. Nosotros te enseñaremos a quitarle un Bacardi a un macarra y a convertir un gruñido en un gemido. Bienvenido a la lucha chav, un lugar donde el saco de boxeo acumula polvo y se arregla el mundo». Los folletos eran aún más directos. «¿Por qué perfeccionar tus habilidades en sacos de boxeo o tablas de madera cuando puedes tumbar a unos cuantos chavs?… Un mundo donde los Bacardi Breezers son tu espada y las ASBOs tu trofeo».
Hubo algunos que creyeron que la glorificación de apalizar gente era pasarse de la raya. Cuando se recurrió al Consejo Regulador de Publicidad (ASA), Gymbox respondió con tecnicismos. Alegaron que no era ofensivo porque «nadie en la sociedad admitiría ser un chav; no era un grupo al que la gente quisiera pertenecer». Sorprendentemente, la ASA absolvió a Gymbox con el argumento de que era improbable que las clases de lucha chav «aprobaran o incitaran a la violencia contra determinados grupos sociales…».
Hay que hablar con Richard Hilton para apreciar la hondura del odio que inspira la clase social. Tras definir a los chavs como «chicos de la calle vestidos de Burberry», continuó con su explicación:
Suelen vivir en Inglaterra pero probablemente pronuncian «Inlaterra». Les cuesta expresarse y tienen poca capacidad para escribir sin faltas. Adoran sus pitbulls y sus navajas, y te «pincharán» alegremente si les rozas accidentalmente al pasar o no les gusta cómo les miras. Suelen procrear a la edad de quince años y pasan casi todo el día tratando de conseguir «maría» o cualquier «trapo» que puedan trincar con sus sudorosas manos adolescentes. Si no están internados a los veintiuno, se les considera bastiones de la comunidad o se ganan «mucho respeto» por tener suerte.
No es de extrañar que, al ser preguntado si corrían malos tiempos para los tales chavs en Inglaterra, su respuesta fuera categórica: «No, se lo merecen».
Al parecer la clase fue un éxito entre la gente que va a los gimnasios. Tras describirla como «una de las clases más populares que nunca hemos ofertado», Hilton afirmó que: «Casi todo el mundo se identificó con ella y la disfrutó. Unos pocos de la brigada policial se sintieron ofendidos». Y sin embargo, sorprendentemente, Hilton no se considera un intolerante, ¡todo lo contrario! El sexismo, el racismo y la homofobia, por ejemplo, eran «completamente inaceptables».
Empresario extremadamente exitoso, Richard Hilton ha explotado el miedo y el odio que sienten algunos londinenses de clase media hacia las clases bajas. Es una imagen convincente: sudorosos banqueros de la City descargando sus frustraciones inducidas por la recesión sobre chavales pobres y semisalvajes. Bienvenido a Gymbox, donde la lucha de clases se mezcla con el fitness.
Es fácil quedarse de piedra ante el impúdico odio de Hilton, pero él ha descrito crudamente una imagen del adolescente de clase obrera muy extendida entre la clase media. Corto. Violento. Delincuente. «Procreando» como animales. Y, por supuesto, estos
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