Akal / Anverso
Antonio Maestre
Los rotos
Las costuras abiertas de la clase obrera
La vida cotidiana atravesada por la clase está en constante remiendo. Los rotos son las personas de clase obrera, pero también los constantes destrozos de una existencia popular; las fracturas de una vida hostil, rota, como una kelly al final del turno. Roto como el ánimo de quien pierde dos horas cada día en el transporte público o en la sala de espera de un ambulatorio, sin esperanza de mejora; sin futuro. Rotos de dolor al enterrar a un compañero muerto en el tajo que se partió la cabeza al caérsele una lámina de hierro de 500 kilos o sufriendo el insomnio que provoca la incertidumbre por la proximidad de un ERE o la falta de carga de trabajo en una fábrica que no es tuya, pero te da de comer.
Los rotos conllevan remiendos, zurcidos y repuestos. La clase obrera lo es porque está en continua fractura y reconstrucción. No hay nada estable, concreto e irrompible en la existencia de una vida trabajadora. Las grietas forman parte de la normalidad, son algo a lo que habituarse sin que esa sensación de fragilidad acabe por demoler la confianza. Zurcir es una forma artesana de paliar el paso de la existencia de la clase trabajadora, porque no hay vida humilde sin esa urdimbre visible.
Esta obra es una visión personal, íntima y subjetiva de cómo el origen social influye en la vida de la clase trabajadora.
Antonio Maestre (1979) estudió Documentación en la Universidad Complutense de Madrid y un máster de periodismo en la Universidad Rey Juan Carlos. Trabajó de jardinero, reponedor, carnicero y camarero, y en logística, marketing y prensa hasta reciclarse como periodista, profesión que ejerce en diversos medios y formatos.
Desde 2013 escribe reportajes de investigación en La Marea, medio del que es subdirector desde septiembre de 2020 y en el que anteriormente coordinó la sección «Apuntes de Clase». Es columnista en eldiario.es y en La Sexta, donde tiene un blog propio llamado «Todo está en Bourdieu», así como en la sección de tecnología y política «Retina», de El País. También ha colaborado con Le Monde Diplomatique y Jacobin. Es, asimismo, analista de actualidad y política en los programas informativos de La Sexta además de en Radio Euskadi. Es autor de Infames. El retroceso de España (2020) y del best seller Franquismo S.A. (Akal, 2019).
Diseño de portada
RAG
Motivo de cubierta
Alejandro Bárzano Such, Suchi
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© Antonio Maestre, 2022
© Ediciones Akal, S. A., 2022
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
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Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-5199-2
A Noelia, porque toda la semana es viernes
Al terminar este libro supe que a mi madre le habían diagnosticado un cáncer tras años trabajando limpiando. Nunca fumó, pero inhaló día tras día lejía y amoniaco. Por mi madre, por nuestras madres. Por todas las madres de clase obrera que se han dejado la salud por cuidarnos.
No todo está dicho, está dicho lo de siempre.
Antonio Orihuela
Los remiendos de mamá
Aprendí a coser en casa de mi abuela / uniendo los retales en muñecas / rellenas de algodón. Solíamos / sentarnos –las mujeres– en la sala / a tejer los minutos de las tardes / más frías del invierno. / Así –en aquelarre– supe de las historias / que guardan los pespuntes.
Mi hermana no aprendió nunca a coser / Cuando ella tuvo edad de coger una aguja / ya tenía un smartphone y millones / de juegos a su alcance para pasar las tardes. / Todas lo comprendimos: para qué/ iba a querer lecciones de costura / si ya tenía el mundo entre sus manos.
Somos muy diferentes. / Yo busco soluciones en el escaparate / de mercería, ella me dice / que sale igual de precio comprarnos algo nuevo. / No le falta razón, pero aun así / remiendo las camisas.
Genealogía de la aguja, de Rocío Acebal Doval
La memoria se traza con línea clara. Recuerdos difusos que construyen nuestra identidad a base de retazos de la propia vivencia. El olor a las sábanas recién lavadas en las que me dejaron con dulzura mis padres al volver del hospital tras una operación traumática me enseñó a dotar de significado a la palabra casa. Cierto que no es tan evocadora como un patio de limones, pero si algo tiene la poética es que ahonda en lo más profundo de nuestra subjetividad. Por eso aún me acuerdo de esas sábanas de pequeñas florecillas rojas cuando vuelvo a mi hogar después de varios días fuera.
Rebuscar en un cesto de ratán de la mercería con mi madre observando con el monedero entrecruzado en el pecho es otra de esas remembranzas bellas de mi infancia en una ciudad dormitorio de los años ochenta en Madrid. Esperaba ese momento con la misma ansiedad que sentía cuando iba al quiosco a por cromos o el domingo en el que mi padre bajaba a comprar porras para desayunar. Es una memoria dulce la de aquel momento; sin embargo, no hay nada de nostálgico en la miseria, en la necesidad y en la pobreza. Que un niño mirara alborozado esos parches de Mazinger Z, de los Detroit Pistons o aquellos que imitaban galones de militar no cambia que aquella fuera la única manera que tenía mi madre de disfrazar de un juego lo que no era más que fruto de la escasez, hacer virtud de la necesidad de tapar los rotos del pantalón por no tener dinero para comprarme uno nuevo.
La vida cotidiana atravesada por la clase está en constante remiendo. Los rotos son las personas de clase obrera, pero también los constantes destrozos en la vida de la existencia popular. Las fracturas de una vida hostil. Rota, como una kelly al final del turno o la espalda de un operario en un matadero que se mata empujando canales por los raíles. Rotos de dolor al enterrar a un compañero muerto en el tajo que se partió la cabeza al caérsele una lámina de hierro de 500 kilos o sufriendo el insomnio que provoca la incertidumbre por la proximidad de un ERE o la falta de carga de trabajo en una fábrica que no es tuya, pero te da de comer.
Los rotos conllevan remiendos, zurcidos y repuestos. La clase obrera lo es porque está en continua fractura y reconstrucción. En lo colectivo y lo cotidiano. El vocabulario de un hogar está repleto de palabras relacionadas con la ruptura y la reparación. No hay nada estable, concreto e irrompible en la existencia de una vida trabajadora. Las grietas forman parte de la normalidad, son algo a lo que habituarse sin que esa sensación de fragilidad acabe por demoler la confianza. Zurcir es una forma artesana de paliar el paso de la existencia de la clase trabajadora, porque no hay vida humilde sin esa urdimbre visible.
El costurero es una marca de estatus social. De estatus bajo, pero estatus. Un aparejo ordinario del que no se podía prescindir en un hogar de clase trabajadora donde remendar, apañar y poner parches en las rodilleras de los pantalones ajados no era una opción. Los arreglos de colores y los hilos que unen partes de aquello que no podemos sustituir son norma en una vida de subsistencia. El costurero era imprescindible en una familia de la clase obrera, porque pocas podían permitirse una máquina de coser, no solo por el coste, sino porque era un gasto caro que no era para toda la familia, solo mitigaba trabajo a la madre. Era prescindible si solo servía para hacer la vida más fácil a las mujeres. Quienes no sabemos coser porque ya no lo necesitamos estamos en un estrato superior sin ser conscientes. La incapacidad para tejer y remendar los calcetines es un indicador de ascenso social porque ya no es preciso reparar la ropa, la tiramos cuando deja de servirnos para cambiarla por una nueva. Habernos educado en un entorno en el que la ropa se heredaba, se zurcía o se estiraba hasta nuestro hartazgo nos ha hecho repudiar esas actividades que, aun siendo parte de un consumo responsable, nos recuerdan tiempos de escasez.