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Nicolás Sánchez-Albornoz - Cárceles y exilios

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Nicolás Sánchez-Albornoz Cárceles y exilios

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EPÍLOGO

El relato sobre cárceles y exilios concatenados entre 1936 y 1976 a mi costa, incluido el áspero interludio madrileño de 1940 a 1947, ha concluido, pero al lector tal vez no le satisfaga el final dispuesto. El niño que probó el destierro a los diez años acababa de cumplir cincuenta al concluir su segunda extradición, incidencia que cierra el último capítulo. Al protagonista de los episodios intermedios le quedaba pues cuerda para rato: tres decenios y medio hasta la fecha. ¿En qué empleó el tiempo remanente? ¿Qué le significó dejar de ser exiliado? Prisiones y destierros ¿qué secuelas dejaron en él? Responder a estas preguntas perfectamente válidas daría para varios capítulos más (o para otro libro, cuya redacción descarto). El presente volumen ganaría en espesor y satisfaría la curiosidad de algún que otro lector, pero es de temer que la ampliación restaría unidad al propósito inicial. Con razón o sin ella, he renunciado de antemano al contenido biográfico más personal. Prefiero que la experiencia recogida valga para entender y calificar la dictadura que eligió excluir de la vida nacional a un sector numeroso de la población española mediante cárceles y exilios, exclusión que ha marcado la historia del país y de la que no parece todavía moralmente recuperada. El epílogo resalta las coincidencias y los contrastes entre dos de los procedimientos empleados para realizar tamaño desaguisado. La página final subraya también el contenido y el tratamiento histórico del relato.

Extirpación y represión adoptaron durante el franquismo tres modalidades de orden, digamos, corporal —detención, exilio y muerte—, así como otras destinadas al control de las mentes. El libro desmenuza las dos primeras. La muerte más la coerción moral o intelectual asoman en el libro, pero en segundo plano. Cárceles y destierros se alzan a los costados de una divisoria de violencias rutinarias. El régimen se esforzó, por un lado, por apresar a sus contendientes de la guerra civil o de la resistencia ulterior para someterlos a prisión, o al pelotón de fusilamiento. Por suerte, no siempre pudo hacerse con ellos. Muchos hombres y mujeres consiguieron esquivar el zarpazo y terminaron, antes o después, a salvo. El exilio vino a consistir en la superación del acecho mediante decisión no de cada refugiado pero sí al menos del responsable del grupo en retirada, ya fuera éste familiar u otra cosa.

El tiempo modificó la práctica de la represión, pero el trípode de cárcel, exilio y ejecución no desapareció hasta el final del régimen. El comienzo del período de la Transición sorprendió con presos políticos y con decenas de miles de exiliados en el extranjero. Recuérdese también que la última ejecución de la dictadura data de apenas dos meses antes de que el dictador abandonara este mundo. Sangre y figura hasta la sepultura. Ejecuciones, cárceles y exilios no fueron concebidos por los sublevados como un recurso temporal para resolver a su manera la guerra larga y sangrienta iniciada por ellos, sino que constituyeron parte inseparable del ejercicio del poder durante cuatro decenios. El franquismo, he recalcado, nunca concibió una convivencia fraterna entre españoles, sin proscripciones políticas. Podría decirse en tono afectado que ejecuciones, cárceles y exilios le fueron estructurales. En 1947, año en el que se inicia el relato en primera persona de la represión, las ejecuciones de posguerra habían traspasado la cresta de la ola letal. Se fusilaba menos, en parte porque se había abusado del procedimiento y quedaban menos personas por ejecutar. Pero se seguía fusilando. En el libro consta en un par de ocasiones. Cárceles y exilios ocupan el volumen en cambio de pe a pa.

El libro recoge mi periplo por los tres prototipos de prisiones que me tocó conocer. El encierro no tiene vuelta de hoja. Al preso no se le consulta, se le notifica. El ánimo del preso podrá experimentar fases cambiantes, pasar por desmayos o euforias, por añoranzas del pasado o por ensoñaciones del futuro. El preso se esforzará también por preservar su salud física y mental. Su cautiverio acabará sin embargo sólo por decisión ajena, ya sea que resulte absuelto o se cumplan los años, meses y días establecidos, menos los beneficios aleatorios que puedan corresponderle. Su porvenir está medido y empapelado. A lo sumo, el preso es capaz de alterar el rumbo prefijado si decide y acierta a fugarse, rara ocasión. La ausencia o presencia de voluntad diferencian pues, entre otras cosas, reclusión y exilio.

En prisión se ingresa por decisión administrativa o judicial. En la Antigüedad, un acto formal, colectivo en su origen, imponía igualmente el ostracismo. El Estado franquista usó y abusó de la cárcel, pero no promulgó destierros. A pesar de su propensión a la grandilocuencia, no se dejó ganar por la solemnidad a la que recurrieron sus admirados Reyes Católicos. Los republicanos no fueron expulsados del país por un decreto lapidario, como los moriscos o los judíos, sus predecesores en la secular retahíla de intolerancias peninsulares. Si la dictadura no expidió una orden taxativa, tampoco los afectados esperaron a que alguien les señalara con el dedo la puerta de salida. Los sobrentendidos valieron entonces más que las providencias. La fama que las fuerzas sublevadas fueron acumulando en su avance sangriento por la Península indujo a combatientes y civiles republicanos a huir de ellas para salvar vida y dignidad. El espíritu de supervivencia enraizado en la naturaleza humana —y no la potestad del dictador— puso en marcha el raudal humano, espontáneo y sin orden, que cruzó los Pirineos, o las restantes emanaciones de republicanos. El exilio no estuvo constituido, por lo tanto, por expulsos, sino por precavidos. En un principio, a estos hombres y mujeres se los conoció como refugiados, término con resonancias semánticas activas. La voz exilio, de connotaciones más fatídicas, se propagó más tarde, cuando lo irreversible acabó por ser asumido.

El régimen triunfante no deportó ni facilitó la salida de España de sus contrincantes por tener planes más contundentes para ellos. No se contentó con verlos lejos. Aspiró a tenerlos bajo tierra, presos o sometidos a humillación y servidumbre. Al franquismo le contrarió que los refugiados encontraran santuario afuera y procuró embaucarlos prometiendo una falsa seguridad. Cuando las añagazas no surtieron el efecto esperado, pidió su deportación. No es necesario recordar una vez más la suerte que corrieron los que fueron entregados en satisfacción de las demandas recibidas. El dictador tampoco movió un dedo para impedir que los refugiados en Francia fueran deportados a los campos de concentración alemanes, donde muchos encontraron la muerte que les hubiera esperado en España. El gesto efectuado más próximo a una expulsión fue la depuración administrativa o la imposición de responsabilidades políticas, objeto de destituciones, prohibiciones para el ejercicio de la profesión, confiscaciones de bienes, privaciones de derechos civiles y asignaciones de residencia, sin distinguir, por cierto, entre exiliados y supérstites en España. Las sanciones impuestas por estos tribunales especiales condenaban a las víctimas a la inanición, en fin de cuentas. El mal trago traía más cuenta pasarlo afuera.

La sugerencia de que el exilio comienza por un acto de voluntad tropieza con la arraigada consideración de que no fue deseado. Los exiliados han insistido en que abandonaron el solar patrio y su modo de vida con gran disgusto. Aun siendo su contrariedad cierta, su sentimiento no quita que los refugiados se distanciaron de sus rastreadores y que lo hicieron en defensa de su vida y su dignidad. Ese bien superior no siempre se alcanza siguiendo una senda libre de desazones. La relación tensa establecida entre el refugiado y su perseguidor duró hasta el final. En el exilio, los desterrados refirmaron día a día su voluntad no sólo por coherencia ideológica, sino también por no haber cesado el acoso contra ellos. El Estado franquista, frustrado su deseo de echar el guante a los exiliados, se empleó en hacerles la vida imposible cuanto pudo. Al acabar la guerra, una quincena de dirigentes republicanos fue privada explícitamente de su nacionalidad por decreto y el resto pasó al limbo de los apátridas. Así es como, nueve años después de terminada la guerra, el comité francés para los refugiados españoles necesitó extenderme, igual que a muchos otros, el salvoconducto que me permitió salir de Francia. Doce años más tarde, fue la República Argentina la que me amparó y me concedió un pasaporte de

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