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Claudio Sánchez-Albornoz - Anecdotario político

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Claudio Sánchez-Albornoz Anecdotario político

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A lo largo de medio siglo he consagrado mi vida a la historia de España. Ni siquiera abandoné su enseñanza, su estudio y su investigación durante mi breve paso por la escena política (1931-1936). Pero por ser hijo y nieto de quienes habían actuado en la vida pública española y por mi fugaz pero activa intervención en ella, conozco un repertorio de anécdotas definitorias de hombres, de clases sociales y de sucesos de los días ya lejanos de la monarquía, y de sucesos, clases sociales y hombres de los días de la república que empiezan también a alejarse en el ayer. Y como he frecuentado a algunos primates republicanos, puedo dar testimonio de hechos y problemas hasta hoy desconocidos y a veces de importancia.

Ese conocimiento de anécdotas definitorias y de hechos ignorados me ha creado una preocupación en este ocaso de mi vida. De una parte me tortura la inapelable brevedad del plazo que me queda para terminar mis obras históricas y, de otra, me he preguntado a menudo si tengo derecho a privar a los historiadores de mañana del conocimiento de relatos, unos pintorescos, otros dramáticos, que permiten entender diversos aspectos de la vida política y social española del siglo que termina en 1940; de relatos que ayudan a descubrir o adivinar la intimidad de algunos personajes que en ella intervinieron como astros de primera magnitud. Me he preguntado si tengo derecho a dejar inéditos algunos desconocidos sucesos y algunas incógnitas expresiones que pintan a la España y a los españoles de las últimas décadas.

No quiero, empero, suscitar vanas esperanzas. Un historiador que ha vivido su oficio medio siglo y sólo ha actuado cinco años en política no puede ni siquiera intentar escribir unas memorias. Mi vida ha sido un interminable diálogo con las sombras de los siglos VII al XIV. ¿Un diálogo? Sí y no. Aunque silencioso, un diálogo cuando ellas me brindaban sus secretos. Pero, en muchos casos, mis contactos con los hombres de hace cientos de años se han reducido a una pedrea de preguntas sin respuesta; sin respuesta porque las consultadas sombras lejanas celaban con tanto rigor los misterios de su intimidad que yo no lograba descubrirlos. En esos largos y a veces frustrados intentos de plática, con frecuencia he reprochado su hermetismo a esos lejanos compatriotas milenarios. Mis forcejeos para arrancarles los secretos de su pensar, de su sentir, de su querer, de su actuar y mis fracasos ante sus silencios —a veces tenía la impresión de que se burlaban de mí con una sonrisa; tras un íntimo guiño de ojos al contemporáneo también interrogado— me han movido a la postre a abrir la espita de mis confidencias. No serán demasiado suculentas. Vuelvo a prevenir sobre la parvedad de mi aporte testimonial. Pero aunque sea miserable, de algún provecho sera quiza mañana para las gentes de mi oficio.

Mis noticias serán pocas y breves, pero acaso por lo remoto e impersonal de muchas y por referirse siempre a hechos que han dejado de tener actualidad —me detengo en 1940— su parvedad sera compensada por su exactitud. Nunca es posible a nadie desprenderse de su yo —quiero decir de sus simpatías, amores, sañas— al referir acontecimientos en que ha intervenido o que han incidido en su vivir. Por ello, naturalmente, mis testimonios no serán enteramente asépticos. Deseo, sin embargo, declarar que me he esforzado porque lo sean. Si no lo he logrado por completo al relatar los prolegómenos y los comienzos de la tragedia que me ha privado de mi patria, de mis hijos, de mis bienes y me hará morir en el destierro, no sera porque no haya procurado ser extremadamente exacto y puntual en el relato de los hechos que han merecido mis comentarios, a veces doloridos.

Prevengo al lector de la doble vertiente de las noticias aquí recogidas; para que no se sorprenda del contraste que separa lo risueño del primer grupo de anécdotas por mí reseñadas, de lo sombrío del segundo. Se refieren las primeras a la España «pragmática y dulzona» —acepto el calificativo de Antonio Machado— del último medio siglo de la monarquía; de la «España sin pulso» de Silvela; de la España de los pasodobles, las polcas, los chotis, los chulos, las verbenas, los sainetes, las zarzuelas; de la España de la idolatría por los grandes matadores, del triunfo de lo sicalíptico —hoy tan inocente y archisuperado— y del gusto por las comedias andaluzas; de una España sonriente y confiada, despreocupada y burlona. Las gentes de esa España gustaban de contar y de rememorar anécdotas amenas y graciosas. De la generación anterior a la mía las he recibido.

A veces, en casos casi increíbles, de labios de testigos presenciales.

Me anticipo a pedir perdón por lo zafio de algunas de ellas. En mi España, un enigma histórico diserté sobre lo rahez hispano y acerca de la eterna ley que podríamos llamar de los vasos comunicantes. Es muy viejo entre los españoles el gusto por las palabras y las expresiones groseras. Y es también muy remota la doble corriente que avillana a la aristocracia y que descubre rasgos señoriales en las masas. Acudiendo al título de una comedia clásica, podríamos decir que «del rey abajo ninguno» de los españoles se ha conservado virgen al empleo de las interjecciones —lo son, a veces, las palabras raheces— y de las locuciones chabacanas. Con una sonrisa burlona he dicho alguna vez en la Argentina que en España dicen palabrotas hasta los reyes y los arzobispos; y he podido comprobar que las han empleado, e incluso en momentos solemnes, quien se arroga el poder mayestático y también algún abad mitrado.

No me he decidido por ello a paliar las expresiones soeces de algunos muy elevados actores de la historia española —una pronunciada incluso en un lecho de muerte—. Habría desfigurado la realidad histórica. Aunque asombre, debo aclarar que no eran frecuentes en labios de primates republicanos; como yo no lo fui puedo afirmarlo.

Me he permitido incluir en estas paginas algunas coplas y cuplés populares porque describen estados de opinión, retratos caricaturescos pero al cabo retratos, juicios críticos y la libertad alcanzada en la burla amena de los hombres públicos, hoy ora peligrosa, ora imposible. Quizá algunos viejos los recuerden como yo, 14 pero no sé por cuanto tiempo se conservaran en la memoria popular.

Me anticipo al asombro que producirá al lector el cambio de tono de los relatos anecdóticos a medida que avanzan los año;, y se acerca la catástrofe de la guerra civil. Ha quedado atrás la España chirigotera —como la calificó Machado— para dar paso a una España nueva, escindida por odios cada día mayores, y por ímpetus revolucionarios y antirrevolucionarios, cada día más amenazadores. Algún chispazo sonriente ilumina aún el horizonte, pero éste se entenebrece de prisa y mis recuerdos se centran en sucesos ingratos cuyas sombras se proyectan aún sobre el mañana.

El lector que conozca mi afiliación política comprenderá fácilmente que mis noticias se centren pronto en torno de Azaña. Aún no conociéndola, podrán explicarse ese centrar de mi anecdotario político quienes no ignoren ese ya lejano ayer de España. Las nuevas generaciones o lo desconocen o han recibido de él una imagen enteramente deformada. Pero aun así, si consideran que la subida de la presión de: odio en el barómetro de la historia nunca es casual, podrán juzgar del relieve histórico del personaje sobre el que han descargado su saña los forjadores de la opinión pública española desde hace treinta años. Por considerarle clave en la crisis de España de 1936 era obligado el agrupar en torno a él esa parte de estos testimonios.

Hace mucho que vengo recordando una frase del gran pensador hispano-musulmán del siglo XI, Ibn Hazm de Córdoba, frase que me impresionó antaño y me sigue hoy impresionando profundamente: «La flor de la guerra civil es infecunda». La de nuestra terrible y sangrienta querella no ha dado aún frutos de bendición. Creo que habría podido evitarse la guerra civil si Azaña hubiese sido otro hombre. He ahí una razón más para centrar en él mi atención en la última parte de este repertorio.

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