Valerio Massimo Manfredi - Alexandros I: El hijo del sueno
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- Libro:Alexandros I: El hijo del sueno
- Autor:
- Editor:De bolsillo
- Genre:
- Año:2005
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Alexandros I: El hijo del sueno: resumen, descripción y anotación
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Sinopsis: Nadie puede permanecer indiferente ante la belleza de Alejandro, ni ante la grandiosidad de su imperio...
Nadie puede permanecer indiferente ante la belleza de Alejandro, ni ante la grandiosidad de su imperio, que se extendió desde el Danubio hasta el Indo. Un hombre considerado como un dios por sus contemporáneos, de ardientes sueños y violentas pasiones, que le consumieron hasta finalmente destruirle. Su vida transcurrió en un mundo de leyenda. Esta es su historia…
ALEXANDROS I:
El Hijo Del Sueño
Valerio Massimo Manfredi
ePUB v1.0
28.01.2010
por ozn
para Vagos.es
Aléxandros 1
El hijo del sueño
Valerio Massimo Manfredi
ANTECEDENTES
Los cuatro magos subían a paso lento los senderos que conducían a la cumbre de la Montaña de la Luz: llegaban de los cuatro puntos cardinales trayendo cada uno una alforja con las maderas perfumadas destinadas al rito del fuego.
El Mago de la Aurora llevaba un manto de seda rosa con matices de azul y calzaba sandalias de piel de ciervo. El Mago del Crepúsculo llevaba una sobrevesta carmesí jaspeada de oro, y de los hombros le colgaba una larga estola de biso recamada con idénticos colores.
El Mago del Mediodía vestía una túnica de púrpura adamascada con espigas de oro y calzaba unas babuchas de piel de serpiente. El último de ellos, el Mago de la Noche, iba ataviado con lana negra, tejida con el vellón de corderos nonatos, constelada de estrellas de plata.
Caminaban como si el ritmo de su andadura fuese marcado por una música que sólo ellos podían oír y se acercaban al templo con paso acompasado, recorriendo distancias iguales, aunque uno subía un repecho pedregoso, el otro andaba por un sendero llano y los últimos avanzaban por el lecho arenoso de ríos ya secos.
Se encontraron ante las cuatro puertas de entrada de la torre de piedra en el mismo instante, justo en el momento en que el alba vestía de una luz perlina el inmenso territorio desierto de la planicie.
Se inclinaron mirándose al rostro a través de los cuatro arcos de entrada y acto seguido se acercaron al altar. El primero en dar comienzo al ritual fue el Mago de la Aurora, que colocó en cuadrado unas ramas de madera de sándalo; le siguió el Mago del Mediodía que añadió, en sentido oblicuo, unas ramitas de acacia formando pequeños haces. El Mago del Crepúsculo amontonó sobre aquella base maderas descortezadas de cedro, recogidas en el bosque del monte Líbano. Por último, el Mago de la Noche puso encima unas ramas peladas y secas de encina del Cáucaso, madera castigada por el rayo, secada por el sol de las alturas. Acto seguido los cuatro extrajeron de las alforjas los sílices sagrados e hicieron saltar al mismo tiempo azuladas chispas en la base de la pequeña pirámide hasta que el fuego comenzó a arder, primero débil, tímidamente, pero luego cada vez más intenso y brioso; las lenguas rojas se tornaron azules y casi blancas, hasta que finalmente fueron semejantes en todo al Fuego del cielo, al aliento divino de Ahura Mazda, dios de verdad y de gloria, señor del tiempo y de la vida.
Sólo la voz pura del fuego murmuraba su arcana poesía dentro de la gran torre de piedra; ni siquiera se oía el respirar de los cuatro hombres inmóviles en el centro de su inmensa patria. Contemplaban arrobados cómo la sagrada llama tomaba su forma de la simple arquitectura de las ramas colocadas artísticamente sobre el altar de piedra, tenían su mirada fija en aquella luz purísima, en aquella danza maravillosa de luz, elevando su plegaría por el pueblo y por el Rey. El Gran Rey, el Rey de Reyes que se sentaba lejos, en la resplandeciente sala de su palacio, la inmortal Persépolis, en medio de un bosque de columnas pintadas de púrpura y de oro, custodiado por toros alados y leones rampantes.
El aire a aquellas horas de la mañana, en aquel lugar mágico y solitario, estaba calmado, tal como debía ser a fin de que el Fuego celeste tomara las formas y los movimientos de su naturaleza divina, que siempre lo empuja hacia lo alto para unirse con el Empíreo, su fuente originaria.
Pero de golpe sopló una fuerza poderosa sobre las llamas y las apagó. Ante la mirada estupefacta de los magos, también las brasas quedaron convertidas en negro carbón.
No hubo ninguna otra señal ni sonido, salvo el fuerte chillido del halcón que ascendía por el vacío cielo, ni hubo tampoco ninguna palabra. Los cuatro hombres se quedaron estupefactos junto al altar, afectados por un triste presagio, derramando lágrimas en silencio.
En aquel mismo instante, muy lejos, en un remoto país de Occidente, una muchacha se acercaba, temblando, a las encinas de un antiguo santuario con el fin de solicitar una bendición para el hijo que sentía moverse por primera vez en su seno. El nombre de la muchacha era Olimpia. El nombre del niño lo reveló el viento que soplaba impetuoso entre las ramas milenarias y agitaba las hojas muertas a los pies de los gigantescos troncos. El nombre era:
ALÉXANDROS
Olimpia se había dirigido al santuario de Dodona por una extraña inspiración, por un presagio que la había visitado en sueños mientras dormía al lado de su marido, Filipo, rey de los macedonios, ahíto de vino y de comida.
Soñó que una serpiente reptaba lentamente a lo largo del corredor y que luego entraba silenciosamente en el aposento. Aunque ella la veía, no podía moverse, así como tampoco gritar ni escapar. Los anillos del gran reptil deslizábanse por el suelo de piedra y las escamas relucían con reflejos cobrizos y broncíneos bajo los rayos de la luna que entraban por la ventana.
Por un momento había deseado que Filipo se despertase y la tomase entre sus brazos, le diese calor contra el pecho fuerte y musculoso, la acariciase con sus grandes manos de guerrero, pero su mirada enseguida volvió a posarse sobre el drakon, sobre aquel animal portentoso que se movía como un fantasma, como una criatura mágica, una de ésas que los dioses despiertan por simple placer de las entrañas de la tierra.
Extrañamente, ya no le producía miedo ni sentía ninguna repugnancia; es más, se sentía cada vez más atraída y casi fascinada por aquellos movimientos sinuosos, por aquella potencia silenciosa y llena de gracia.
La serpiente se introdujo bajo las mantas, se deslizó entre sus piernas y sus pechos y ella sintió que la había poseído, ligera y fríamente, sin causarle el menor daño, sin ninguna violencia.
Soñó que su semen se mezclaba con el que el marido había expelido ya dentro de ella con la fuerza de un toro, con la fogosidad de un verraco, antes de caer vencido por el sueño y el vino.
Al día siguiente el rey se puso la armadura, comió carne de jabalí y queso de oveja en compañía de sus generales y partió para la guerra. Una guerra contra un pueblo más bárbaro que sus macedonios: los tribalos, que se vestían con pieles de oso, se cubrían la cabeza con gorras de piel de zorro y vivían a orillas del río Istro, el más grande de Europa.
Se había limitado a decirle:
—Recuerda ofrecer sacrificios a los dioses mientras yo esté ausente y concibe un hijo varón, un heredero que se parezca a mí.
Luego montó sobre su caballo bayo y se lanzó al galope con sus generales, haciendo retumbar el patio bajo los cascos de los caballos de batalla, haciéndolo resonar con el fragor de las armas.
Tras su partida, Olimpia tomó un baño caliente y, mientras sus doncellas le daban masaje en la espalda con esponjas empapadas en esencias de jazmín y de rosas de Pieria, mandó llamar a Artemisia, su nodriza, una anciana de buena familia, de enormes pechos y estrecho talle, que se había traído de Epiro al venir para unirse en matrimonio con Filipo.
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