Michael Wolff - Fuego y furia
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- Libro:Fuego y furia
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2018
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Fuego y furia: resumen, descripción y anotación
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Fuego y furia — leer online gratis el libro completo
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Estoy agradecido a Janice Min y Matthew Belloni, del Hollywood Reporter, quienes, hace dieciocho meses, me despertaron una mañana para que me subiera a un avión en Nueva York y entrevistase aquella noche al inverosímil candidato en Los Ángeles. Mis editores, Stephen Rubin y John Sterling, de Henry Holt & Co., no solo han apoyado este proyecto con generosidad, sino que lo han guiado con su entusiasmo y sus cuidados casi a diario. Mi agente, Andrew Wylie, hizo posible este libro casi de la noche a la mañana, como suele hacerlo.
Michael Jackson, de Two Cities TV, Peter Benedek, de UTA, y mis abogados, Kevin Morris y Alex Kohner, han impulsado este proyecto hacia delante con paciencia.
La lectura legal de tus textos puede ser como una visita al dentista. No obstante, en mi dilatada experiencia, no hay un abogado de pleitos por difamación más capaz con los matices, la sensibilidad y la estrategia que Eric Rayman. Una vez más, ha sido casi un placer.
Muchos amigos, colegas y personas generosas en los más amplios círculos de los medios y de la política han hecho de este libro una obra más inteligente, entre ellos: Mike Allen, Jonathan Swan, John Homans, Franklin Foer, Jack Shafer, Tammy Haddad, Leela de Kretser, Stevan Keane, Matt Stone, Edward Jay Epstein, Simon Dumenco, Tucker Carlson, Joe Scarborough, Piers Morgan, Juleanna Glover, Niki Christoff, Dylan Jones, Michael Ledeen, Mike Murphy, Tim Miller, Larry McCarthy, Benjamin Ginsberg, Al From, Kathy Ruemmler, Matthew Hiltzik, Lisa Dallos, Mike Rogers, Joanna Coles, Steve Hilton, Michael Schrage, Matt Cooper, Jim Impoco, Michael Feldman, Scott McConnell y Mehreen Malik.
Mi agradecimiento a Danit Lidor, Christina Goulding y Joanne Gerber, que se dedicaron a contrastar los datos.
Mi mayor agradecimiento para Victoria Floethe, por su apoyo, su paciencia y sus ideas, y por su gentileza al dejar que este libro ocupara un espacio tan exigente en nuestras vidas.
DÍA DE ELECCIONES
La tarde del 8 de noviembre del 2016, Kellyanne Conway —jefa de campaña de Donald Trump y una personalidad central y destacada del mundo Trump— se instaló en su oficina de cristal de la Torre Trump. Justo hasta las últimas semanas de la carrera presidencial, el cuartel general de la campaña de Trump había sido un lugar apático. Lo único que lo distinguía del típico despacho secundario de una empresa eran unos cuantos carteles con eslóganes derechistas.
Conway se encontraba de un humor notablemente animado teniendo en cuenta que estaba a punto de sufrir una derrota escandalosa, si no cataclísmica. Donald Trump iba a perder las elecciones —estaba segura de eso—, pero posiblemente la derrota sería por menos de seis puntos. Aquello era, en cierto modo, una victoria considerable. Y, en cuanto a la derrota inminente en sí, a Conway no le importaba: era culpa de Reince Priebus, no de ella.
Conway había pasado buena parte del día telefoneando a amigos y aliados en el mundo político y echándole la culpa a Priebus. Ahora había estado informando a algunos productores y presentadores de televisión con los que había forjado buenas relaciones y con los que —tras haber estado entrevistándose con ellos durante las últimas semanas— esperaba conseguir un trabajo permanente después de las elecciones. Había estado cortejando cuidadosamente a muchos de ellos desde que se había unido a la campaña de Trump, a mediados de agosto, y se había convertido en la voz fiablemente combativa de esta, así como en su rostro, extrañamente telegénico, con sus sonrisas espasmódicas y su extraña combinación de vulnerabilidad e imperturbabilidad.
Aparte de todos los demás errores garrafales y horribles de la campaña, el auténtico problema, afirmaba, era el diablo al que no podía controlar: el Comité Nacional Republicano (CNR), dirigido por Priebus, por la compañera de este, Katie Walsh, de treinta y dos años, y por su publicista, Sean Spicer. En vez de entregarse a fondo, el CNR, que en el fondo era la herramienta de la clase dirigente republicana, había estado conteniendo sus apuestas desde que Trump ganó la nominación a principios del verano. Cuando Trump necesitó su apoyo, el apoyo no estuvo allí.
Aquella fue la primera parte del giro de Conway. La otra parte era que, a pesar de todo, la campaña había salido realmente del abismo con uñas y dientes. Un equipo con una grave falta de recursos, con prácticamente el peor candidato de la historia política moderna —cada vez que se mencionaba el nombre de Trump, Conway ponía los ojos en blanco o se quedaba con la mirada perdida—, había hecho un trabajo extraordinariamente bueno. Conway, que nunca había participado en una campaña nacional —y que, antes de Trump, había estado a cargo de una agencia de encuestas de poca importancia—, tenía muy claro que después de la campaña sería una de las principales voces conservadoras en las noticias por cable.
De hecho, uno de los encuestadores de campaña de Trump, John McLaughlin, había empezado a insinuar la semana anterior que algunas cifras estatales clave, que hasta entonces habían sido lamentables, podrían estar cambiando a favor de Trump. Pero ni Conway ni el propio Trump ni su yerno Jared Kushner —el auténtico jefe de campaña, o el supervisor de esta designado por la familia— habían dejado de estar seguros de que aquella aventura inesperada no tardaría en acabar.
Solo Steve Bannon, con su extraño punto de vista, insistía en que las cifras cambiarían a su favor. Pero dado que era el punto de vista de Bannon —el loco Steve—, no resultaba especialmente tranquilizador.
Casi todos los implicados en la campaña, aún un grupo muy pequeño, pensaban en sí mismos como un equipo realista, con perspectivas tan realistas como se podían tener en política. La opinión común que no verbalizaban: no solo Donald Trump no sería presidente, sino que probablemente no debería serlo. De manera bastante conveniente, la primera suposición hacía que no tuvieran que pararse a considerar la segunda.
Mientras la campaña llegaba a su fin, el propio Trump era optimista. Había sobrevivido a la publicación de la grabación de Billy Bush cuando, en el escándalo que siguió a aquello, el CNR había tenido el descaro de presionarlo para que abandonase la carrera. James Comey, el director del FBI, tras haber dejado colgada a Hillary al decir, once días antes de las elecciones, que iba a reabrir la investigación sobre sus correos electrónicos, había ayudado a evitar una victoria aplastante de Clinton.
—Puedo ser el hombre más famoso del mundo —le dijo Trump a su ayudante intermitente Sam Nunberg al principio de la campaña.
—Pero ¿quieres ser presidente? —preguntó Nunberg (una pregunta cualitativamente diferente a la habitual en el test existencial de los candidatos: «¿Por qué quieres ser presidente?»). Nunberg no obtuvo respuesta.
La cuestión era que no necesitaba que hubiera una respuesta, pues Trump no iba a ser presidente.
Al viejo amigo de Trump, Roger Ailes, le gustaba decir que, si uno quería hacer carrera en la televisión, primero debía presentarse a la presidencia. Ahora, Trump, animado por Ailes, estaba dejando caer rumores sobre una cadena propia. Era un gran futuro.
Trump le aseguró a Ailes que saldría de aquella campaña con una marca mucho más reforzada e incontables oportunidades por delante. «Esto es más grande que lo que nunca soñé», le dijo a Ailes en una conversación, una semana antes de las elecciones. «No pienso en perder porque no es perder: hemos ganado totalmente». Más aún, ya estaba empezando a ensayar su respuesta pública cuando perdiera las elecciones: «¡Ha sido un robo!».
Donald Trump y su minúscula banda de guerreros de campaña estaban preparados para perder con fuego y furia. No estaban preparados para ganar.
En política, alguien tiene que perder, pero invariablemente todos piensan que pueden ganar. Y, probablemente, uno no puede ganar a menos que crea que puede… Excepto en la campaña de Trump.
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